Repetidamente, había tenido la experiencia de copiar —con errores— un dibujo, de una muestra que estaba frente a mis ojos mientras intentaba pasarlo para el libro Neuróbicos, los caminos de la inteligencia. Me preguntaba una y otra vez ¿Qué podía haber ocurrido?, ¿qué es lo que no veía? En el libro se describía una situación, para la cual mi papá hacía un dibujito simple en una hoja de papel. Yo lo tenía que volver a dibujar, pero en Ilustrator, el programa de Adobe. Cuando se lo mostraba a mi papá, él me aseguraba que no era igual al dibujo que él había hecho y, por lo tanto, no servía. A mis ojos era idéntico. Poco a poco mi papá me señalaba uno a uno los errores. Eran aspectos menores, en apariencia, pero relevantes; algo como el que una línea no tocara tangencialmente un círculo, o como que el tamaño de un cuadrado no podía ser así de grande o de pequeño. El dibujo, si era impreciso, podía confundir al lector y desviarlo de la solución al problema que el libro le planteaba.

Desafortunadamente, no guardé los ejemplos, y no me lo perdono, pues siempre que esto ocurrió me quedaba estupefacta. Cada experiencia de estas me demostraba que no percibimos lo que está ahí al frente de nuestros ojos. Algo altera la percepción. Con los otros sentidos también ocurre. Muchos hemos tenido la experiencia de la ilusión acústica, esa que dice: “Mija, ¿llevaste la plata de la bicicleta? Ó ¿Mija, llevaste la plata del alquiler?

Y antes de explicar la razón, el porqué, tengo que decir que recordé el asunto (entre otras, este nunca ha dejado de producirme desasosiego) porque leí en el libro Madres, padres y demás, de Siri Hustvedt, dos ejemplos de lo mismo. Ella los llama: “arrogancia del presente”. Creo que no es un buen nombre, pero es comprensible que así lo nombre, porque en su libro se refiere a las ilustraciones que Alberto Durero (1515) hizo de un rinoceronte, dotándolo de una armadura similar a la que pudiera llevar un ser humano al que lo cubrieran con un cuerpo adicional en los cuartos traseros, y le añadieran escamas de reptil en las patas. Hustvedt hace hincapié en un hecho no menos extraordinario: hasta el siglo XVIII, los anatomistas concebían los genitales femeninos como una versión de los masculinos, pero invertidos. Y existen ilustraciones al lado de los textos de los anatomistas que lo prueban. Y no es que no hubieran visto nunca un cuerpo de mujer desnudo: de hecho, hacían disecciones y dibujaban mientras separaban en partes los pedazos de piel, carne y hueso. Dibujaban lo que “veían”, y lo que veían no era solo la vagina femenina con una vaga forma de pene, sino que la veían como un pene hueco. Y no se puede decir que estaban locos, no. Para los espectadores del Renacimiento, la vagina tenía que parecerse a un pene, porque la mujer era algo así como el negativo de un hombre.

Los dibujantes saben que el tamaño aparente de los objetos no coincide con que vemos, digamos el de la Luna o el de un edificio que miramos por la ventana. A ambos los percibimos más grandes de lo que los vemos; y para probarlo, basta cerrar un ojo y dibujar con un marcador la silueta que estos objetos proyectan en el vidrio, cuando los miramos a través de una ventana. Otra situación que nos lo demuestra ocurre cuando tomamos, con la cámara del celular, una foto de la hermosa, grande y blanca Luna, que la luz de la mañana todavía no ha escondido. Luego, no la encontramos en la foto, de lo pequeña que se ve.

Por razones de la misma índole, los holandeses del siglo de oro, grandes pintores, pintaban las ballenas ¡con orejas! —y copiándolas del natural— las mismas que encallaban en sus playas. Dibujaban lo que no podían haber visto, pues las ballenas carecen de orejas. Estos ejemplos dicen mucho sobre la manera como percibimos.

¡Eran tontos en el pasado? No. Todos y en todas partes estamos condenados a ver la realidad con unos “ojos internos” y unos ojos externos. Cuando digo ojos internos, me refiero a la memoria biológica, cultural, emocional y de toda índole que nos lleva a hacer las conjeturas sobre la realidad, que —luego de hacer la conjetura y recibir la información por los ojos y analizarla— es lo que percibimos.

El neurólogo Anil Seth lo explica así:

El cerebro hará predicciones incesantemente sobre las causas de las señales sensoriales que recibe. Son predicciones que se dan en cascadas, a través de las jerarquías perceptuales que tiene el cerebro; por ejemplo, al mirar una taza de café, el córtex del sistema visual formulará predicciones sobre las causas de esas señales sensoriales que se originan en esa taza de café. Después, las señales sensoriales, que fluyen en el cerebro desde afuera hacia adentro, mantienen esas predicciones de la percepción conectadas de una manera útil a sus causas: en este caso, al pocillo de café. Estas señales sirven para detectar los errores que se hicieron al predecir, al registrar las diferencias entre lo que el cerebro espera y lo que obtiene en cada nivel del procesamiento. Así el cerebro mantiene su contacto o su agarre a las causas en el mundo.

Como dice el sicólogo británico Christopher Donald Frith, “No tenemos acceso directo al mundo físico. Lo sentimos como si lo tuviéramos, pero esta es una ilusión creada por nuestro cerebro”. (Frith2007). A su famosa frase, “Nuestra percepción del mundo es una fantasía que coincide con la realidad”, yo añadiría: “que no siempre coincide con la realidad”.

O como dice Erik Kandel (Kandel, 2016, p. 22) La información de afuera hacia adentro se refiere a las influencias cognitivas y las funciones mentales de orden superior, como la atención, las imágenes, las expectativas y las asociaciones virtuales aprendidas. Debido a que el procesamiento de adentro hacia afuera no puede resolver toda la información desconcertante que recibimos de nuestros sentidos, el cerebro se involucra más en el procesamiento de afuera hacia adentro para resolver las ambigüedades restantes. Debemos hacer suposiciones, con base en la experiencia, sobre el significado de la imagen que tenemos frente a nosotros. Nuestro cerebro lo hace generando hipótesis y probándolas. La información de afuera hacia adentro ubica la imagen en un contexto psicológico personal, transmitiendo así diferentes significados sobre ella a diferentes personas. (Gilbert 2013; Albright 2013)

Según el filósofo británico Andy Clark, el principio operativo básico de reconocimiento cuenta con modelos que son sistemas que utilizan toda la información que tenemos sobre el mundo, para hacer con esta un trabajo de clasificación y reconocimiento, para que la percepción, la imaginación y la comprensión se den simultáneamente en un paquete cognitivo que actúa junto. La predicción depende de que el cerebro sepa cómo se va a comportar la señal sensorial a muchos niveles diferentes en el espacio y en el tiempo; así mismo, al imaginar estamos utilizando estos mismos mecanismos.

El cerebro es una máquina de predicción. No solo lo que vemos, también lo que oímos, tocamos y olemos no son más que pronósticos, suposiciones, escogidos entre las mejores opciones que el cerebro obtiene cuando la información entra a través de los sentidos. ¡Siempre seremos arrogantes!, qué más remedio nos queda, ya que cuando somos engañados nos queda imposible o casi imposible saberlo.

 

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