Catrecillo

Publicado el Ana Cristina Vélez

Por qué no estamos viviendo en una era de posverdad

Una defensa (innecesaria) de la razón y una defensa (necesaria) del papel de las universidades para que progrese

POR STEVEN PINKER. Traducción de Ana Cristina Vélez

¿Es verdadera la afirmación de que «Estamos viviendo en el mundo de la posverdad»? Si la respuesta suya es «sí», entonces la respuesta es «no», porque usted acaba de evaluar la declaración con base en la evidencia, lo que significa que la evidencia aún importa y los hechos aún importan. El psicólogo de Harvard Steven Pinker lo explica en la revista Skeptic 24.3 (2019), cuyo artículo principal está dedicado al tema de por qué no vivimos en un mundo de la posverdad. Este artículo está basado en el discurso de apertura presentado en la conferencia anual de la Academia Heterodoxa, en junio de 2019 (la foto es de Jeremy Danger).

Quien exija a las universidades que cumplan con su misión de promover el conocimiento, la verdad y la razón, se verá obligado a enfrentar la objeción de que estas aspiraciones son muy siglo XX. ¿No estamos viviendo en una era posterior a la verdad? ¿No han demostrado los psicólogos cognitivos que los seres humanos son fundamentalmente irracionales? ¿No deberíamos reconocer que la búsqueda de la razón desinteresada y la verdad objetiva son anacronismos de la Ilustración?

La respuesta a todas estas preguntas es «no».

Primero que todo, no estamos viviendo en la era de la posverdad. ¿Por qué no? Piense en la afirmación: «Estamos viviendo en una era posverdad». ¿Es cierta? Si es así, no puede ser cierta.

Del mismo modo, los humanos no somos irracionales. Considere la afirmación: «Los humanos son irracionales». ¿Es racional esa afirmación? Si es así, no puede ser cierta; al menos, si es emitida y entendida por humanos (otra cosa sería si fuera una observación entre miembros de una raza avanzada de extraterrestres). Si los humanos fueran verdaderamente irracionales, ¿quién especificó cuál es el margen de racionalidad al cual los humanos no llegan? ¿Cómo llevaron a cabo la comparación? ¿Por qué deberíamos creerles? De hecho, ¿cómo podríamos entenderlos?

En su libro The Last Word (La última palabra), el filósofo Thomas Nagel demostró que la verdad, la objetividad y la razón no son negociables.2 Tan pronto como se las cuestiona, se está debatiendo, lo que significa que está implícitamente comprometido con la razón. Nagel llama cartesiano a este argumento, basado en el famoso argumento de Descartes de que reflexionar sobre la existencia propia muestra que uno tiene que existir; así mismo, el hecho de que uno esté examinando la validez de la razón muestra que uno está comprometido con la razón. Un corolario es que no defendemos ni justificamos ni creemos en la razón, y ciertamente, como a veces se afirma, no tenemos fe en la razón. Como dice Nagel, en cada uno de estos casos “sobra una idea». No creemos en la razón; usamos la razón.

Esto puede sonar como una falacia lógica, pero está presente en la forma como argumentamos cotidianamente. Siempre y cuando usted no esté sobornando o amenazando a sus interlocutores para que verbalicen su acuerdo, sino tratando de persuadirlos de que tiene la razón, —que deberían creerle, pues no está mintiendo ni hablando paja—, entonces le ha dado primacía a la razón. Tan pronto como intente argumentar que debemos creer cosas por cualquier otro camino que no sea el de la razón, ha perdido la discusión, porque ha apelado a la razón. Por eso hacer una defensa de la razón es innecesario, quizás incluso imposible.

En cuanto a la «era de la posverdad», los periodistas deberían dejar de usar este cliché a menos que lo hagan con un tono de ironía mordaz. Esta idea proviene de la observación de que algunos políticos, uno en particular, mienten mucho. Pero los políticos siempre han mentido. Se dice que en la guerra la verdad es la primera víctima, y esto también puede ser cierto en la guerra política (la expresión «brecha de la credibilidad» tuvo su apogeo durante la administración de Lyndon Johnson en la década de 1960). Y distorsionar o invertir la verdad por parte de los poderosos ha sido pan de todos los días desde hace mucho tiempo; por ejemplo, fue lo que llevó a la guerra Hispano-Americana, a la Primera Guerra Mundial, a la Guerra de Vietnam y a la Guerra de Irak, hasta el cuasi fiasco en el Golfo Pérsico, en 2019.

Otra inspiración para el cliché de la posverdad es la recurrencia reciente a las «noticias falsas» (fake news, en inglés). Pero esto tampoco es invento nuevo. El título del libro próximo a salir de James Cortada y William Aspray, La larga historia de mentiras y malas interpretaciones en Estados Unidos, dice mucho, aunque la larga historia de ninguna manera se limita a los Estados Unidos.3 El libro Protocolos de los Sabios del Sión, fraudulentas actas de una reunión secreta de judíos que tramaban dominar el mundo, fueron tomadas en serio por varias personas importantes en décadas posteriores, incluido el industrial Henry Ford. Innumerables pogromos, linchamientos y disturbios étnicos mortales han sido provocados por rumores de una supuesta conspiración de algún grupo minoritario.

La creencia de que las noticias falsas están desplazando la verdad necesita ser examinada para saber si es cierta. En su análisis de las noticias falsas en las elecciones presidenciales estadounidenses de 2016, Andrew Guess, Brendan Nyhan y Jason Reifler descubrieron que ocupaban una proporción minúscula de las comunicaciones en las redes (mucho menos del 1 %) y estaban dirigidas principalmente a los partidarios que eran impermeables a la persuasión.4 Esto no causa sorpresa: a menos de que ya a usted la ultra derecha le hubiera lavado el cerebro, si se encontrara una publicación en las redes sociales que dijera que Hillary Clinton estaba manejando una organización que ofrece niños para actividades sexuales en una pizzería de Washington DC, la tomaría exactamente como lo que es.

Pero la razón principal por la que deberíamos dejar el cliché de la posverdad es porque es corrosivo, y podría autocumplirse. La implicación es que nosotros también deberíamos renunciar a la razón y a la verdad y simplemente luchar contra las mentiras e intimidaciones de los chicos malos con nuestras propias mentiras e intimidaciones. Nosotros podemos aspirar a más.

Volvamos a la afirmación de que el Homo sapiens es irremediablemente irracional, la cual está inspirada tanto en las investigaciones en psicología cognitiva sobre ilusiones y sesgos como en una versión caricaturesca de la psicología evolutiva en la que estamos gobernados por un cerebro de lagarto que detecta rápidamente el peligro a partir de señales simples. La implicación es que no se puede esperar que los humanos sean racionales pues su mente está adaptada a la Edad de Piedra. Como alguien que sabe algunas cositas tanto sobre psicología cognitiva como evolutiva, estoy aquí para decirles que esta no es una imagen precisa de cómo funciona la mente humana.

En un maravilloso artículo de John Tooby e Irven DeVore (con Leda Cosmides como coautora no reconocida)5, estos psicólogos evolutivos argumentan que el Homo sapiens evolucionó para llenar el «Nicho cognitivo», con una combinación de cooperación social, lenguaje y conocimiento tecnológico. El registro etnográfico muestra que los pueblos que se rebuscan el alimento, que son una ventana hacia la vida de nuestros antepasados evolutivos, construyen modelos mentales del mundo que los rodea con los cuales pueden explicar, predecir y controlar las cosas para su beneficio. El siguiente es un ejemplo, de Napoleón Chagnon, quien pasó 30 años con los yąnomamö, cazadores y horticultores de la selva amazónica. Chagnon describe una de las formas en las que los yąnomamö conseguían su comida:

Los armadillos viven varios pies bajo tierra en madrigueras que pueden ser de muchos metros de largo y tener varias entradas. Cuando encuentran una madriguera en uso, según lo determina la presencia de una nube de insectos alrededor de la entrada, insectos que no se encuentran en ningún otro lugar, le meten humo a la madriguera para sacarlos. El mejor combustible para este propósito es un material crujiente de antiguos nidos de termitas, que arde lentamente y produce un calor intenso y mucho humo espeso. Encienden una pila de este material en la entrada de la madriguera, y avivan el humo con abanicos. Las otras entradas se pueden detectar pronto por el humo que sale de ellas, y las sellan con tierra. Luego, los hombres se apoyan en las manos y rodillas, y ponen las orejas contra el suelo para escuchar los movimientos del armadillo en la madriguera. Cuando escuchan algo, cavan allí hasta que dan con el surco y, si tienen suerte, con el animal.

En una ocasión, después de que los cazadores habían cavado varios agujeros, todos sin éxito, uno de los cazadores arrancó una enredadera grande, le ató un nudo al final y puso el extremo anudado en la entrada. Girando la enredadera entre sus manos, la empujó lentamente en el agujero todo lo que pudo. Al tiempo que sus compañeros ponían las orejas en el suelo, hacía girar la enredadera, haciendo que el nudo hiciera ruido, y marcara el lugar. Rompió la enredadera en la entrada de la madriguera, sacó la pieza del agujero y la dejó en el suelo a lo largo del eje del surco. Los otros cavaron en el lugar donde habían oído el nudo y en su primer intento encontraron el armadillo, asfixiado por el humo.

Muy buenos razonamientos tuvieron que usar para lograr esto.

Al otro lado del mundo, el científico aficionado Louis Liebenberg ha estudiado las técnicas de rastreo empleadas por los san del desierto de Kalahari.7 Estos son cazadores de persistencia que rastrean a los animales por los rastros. Aunque la mayoría de los ungulados son más rápidos que los humanos, son ineficientes para refrigerarse y, si se los persigue el tiempo suficiente, terminan por derrumbarse, y pueden ser rematados con una roca o una lanza. El éxito de la caza de los san depende de su capacidad de inferencia: forman hipótesis sobre el lugar donde se encuentra un animal a partir de datos escasos, pistas como ramitas dobladas y guijarros desplazados, que muchas veces les permite inferir la especie, la edad, el sexo y la condición del animal, lo que a su vez les permite predecir sus movimientos. Una huella de casco muy puntiaguda implica que se trata de una ágil gacela que necesita un buen agarre; una huella de pata plana y poco profunda habla de un becerro pesado que necesita aguantar su peso. Pero no solo se basan en la inferencia; también usan el razonamiento.8 Mientras hacen una pausa para decidir qué hacer a continuación, se dedican a discutir, articulan su lógica y la defienden contra las alternativas. Liebenberg también vio muchas muestras de escepticismo, en las que un joven cazador desafiaba las presuposiciones de un cazador de mayor edad. De hecho, su escepticismo se extendía a los mitos y leyendas. Liebenberg cuenta:

Namka, … me contó el mito de que el sol es como un alce, que cruza el cielo y luego lo matan los que viven en el Oeste. El resplandor rojo en el cielo cuando se pone el sol es la sangre del alce. Después de comerlo, arrojan el omoplato por el cielo hacia el Este, donde cae en un charco de agua y se convierte en un nuevo sol. A veces, se dice, se puede escuchar el ruido del omoplato volando por el aire. Después de contarme la historia con gran detalle, me dijo que creía que los «ancianos» mentían, porque él nunca había visto … el omoplato volando por el cielo ni había escuchado el silbante ruido.9

Entonces, a quien trate de justificar la irracionalidad y el dogma apuntando con el dedo hacia nuestros orígenes evolutivos, le digo: no culpe a los cazadores-recolectores. La inferencia racional, el escepticismo y el debate están en nuestra naturaleza tanto como quedarse paralizado en respuesta a un crujido en la hierba.

¿Por qué se seleccionaron la verdad y la racionalidad? La respuesta es que la realidad es una poderosa presión de selección. Como lo dijo el autor de ciencia ficción Philip K. Dick: «La realidad es aquello que, cuando dejas de creer en ella, no desaparece».10 O hay un armadillo en la madriguera o no. Aquellos tan enceguecidos por sus creencias, estereotipos o hábitos como para no poder inferir dónde estaba o cómo matarlo, pasaron hambre.

Más cerca, en este lugar, a menudo me preguntan por qué me molesto en tratar de persuadir a la gente con datos y gráficas, pues es bien sabido que las personas no cambian de opinión cuando se enfrentan a evidencias que la contradicen. Pero esto es una exageración. Si bien es cierto que la gente opone mucha resistencia y rechazan la evidencia que desafía una creencia sagrada cercana a su identidad social, Nyhan y Reifler han demostrado que la evidencia puede cambiar las ideas de las personas, incluso en temas altamente politizados, como el de que ha habido un aumento en la temperatura global (entre personas de derecha), o si el aumento de fuerza militar de George W. Bush en Irak en 2007 redujo los ataques terroristas (entre personas de la izquierda). Cuando los hechos se presentaron en gráficas claras, incluso los seguidores cambiaron de opinión.11

Una tercera razón para dejar de decir que los humanos son irracionales en todos los ámbitos es que muchas de las demostraciones de irracionalidad, como en los experimentos clásicos de Amos Tversky y Daniel Kahneman,12 dependen de cómo se presente la información y cómo se defina la racionalidad. El psicólogo cognitivo Gerd Gigerenzer ha demostrado que muchas de las ilusiones y falacias desaparecen cuando la información se enmarca de una manera que armonice con la intuición humana.

Entonces, si tenemos la capacidad de ser racionales, ¿por qué somos tan frecuentemente irracionales? Hay varias razones. Herbert Simon, uno de los fundadores de la psicología cognitiva y de la inteligencia artificial, señaló lo más obvio: la racionalidad debe tener límites. Un razonador perfecto requeriría todo el tiempo del mundo y una memoria ilimitada. Por lo tanto, muchas veces sacrificamos la precisión por la eficiencia.14

Además, aunque la realidad ejerce siempre una poderosa presión selectiva, no evolucionamos con las tecnologías que aumentan la verdad que se han inventado en los últimos milenios y siglos, como la escritura, los conjuntos de datos cuantitativos, la metodología científica y la pericia especializada.

Y aunque nos duela, los hechos y la lógica pueden comprometer la imagen que tenemos de nosotros mismos como efectivos y benevolentes, un motivo humano poderoso. Todos tratamos de parecer infalibles, omniscientes y santos. La racionalidad puede ser una molestia en esta campaña, porque inevitablemente saldrán a la luz verdades inconvenientes que sugieren que somos simples mortales. El rechazo de los hechos y la lógica a menudo son como un control de daños contra las amenazas a la imagen propia.

Las creencias también pueden ser señales de lealtad a una coalición. Como Tooby lo ha señalado, cuanto más improbable sea la creencia, más creíble es la señal.15 Es difícil afirmar la solidaridad con la propia tribu declarando que las rocas caen hacia abajo en lugar de hacia arriba, porque cualquiera puede decir que las rocas caen hacia abajo en lugar de hacia arriba. Pero si dices que Dios es tres personas en una, o que Hillary Clinton manejó una organización que proporciona niños para actividades sexuales en una pizzería de Washington, demuestras que estás dispuesto a correr riesgos por tu grupo.

La lealtad al grupo es una fuente subestimada de irracionalidad en la esfera pública, especialmente cuando se trata de cuestiones científicas politizadas, como la evolución y el cambio climático. Dan Kahan ha demostrado que, contrariamente a lo que la mayoría de los científicos cree, negar los hechos de la evolución humana o del cambio climático antropogénico no es síntoma de analfabetismo científico16. Los que niegan estas ideas conocen tan bien la ciencia como los que las aceptan. Estos tienen un mayor contraste en la orientación política: cuanto más de derecha sean, más negacionistas.

Kahan señala que hay una racionalidad perversa en esta «cognición expresiva». A menos de que usted sea uno de los pocos que deciden e influyen, su opinión sobre el cambio climático no tendrá ningún efecto sobre el clima. Pero podría tener un efecto enorme en la forma en que usted sea aceptado en su círculo social, ya sea que lo vean como alguien que en el mejor de los casos simplemente no entiende o, en el peor de los casos, es un traidor. Para alguien en una universidad moderna negar el cambio climático provocado por el hombre, o para alguien en una comunidad rural del Sur o del Oeste afirmarlo, sería la muerte social. Entonces, es perversamente racional que las personas afirmen las creencias que las validan en su círculo social. El problema es que lo que es racional para el individuo puede no serlo para la nación o el planeta. Kahan lo llama la «La tragedia de no preocuparse por el bien común».17

Otra paradoja de la racionalidad es la ignorancia pluralista, o la «espiral del silencio», en la cual todos creen que todos los demás creen algo, pero nadie realmente lo cree. Un ejemplo clásico es el de tomar trago en las comunidades o grupos de cofrades de la universidad: un estudio de Princeton de 1998 encontró que los estudiantes varones creían erróneamente que sus compañeros pensaban que era genial beber mucho, y durante el tiempo que pasaron en el campus se inclinaban por aceptar esta falsa norma.18 La misma cosa ocurre con la actitud de las mujeres universitarias hacia el sexo sin ataduras.19

¿Cómo puede suceder esto de la ignorancia pluralista? ¿Cómo una creencia falsa gravita en el aire? Michael Macy y sus colegas muestran que un factor clave es la aplicación de la ley. No solo nunca se cuestiona la creencia, sino que los miembros del grupo creen que deben castigar o condenar a quienes no la tengan —por la creencia igualmente equivocada de que ellos mismos pueden ser denunciados por no denunciar.20 La denuncia es una señal de solidaridad con el grupo, lo que puede llevar a una cascada de denuncias preventivas y autorreforzantes, y a veces llegar a «delirios extraordinamente populares y a la locura de las multitudes» como la caza de brujas y otras burbujas y manías.21 A veces, la burbuja puede ser perforada por una exclamación pública de que el emperador está desnudo, pero se necesita un niño inocente o un valiente capaz de decir la verdad.

Las rémoras de la razón —las delimitaciones de la racionalidad, lo nuevo de las instituciones que aumentan la verdad, la propia imagen, el deseo de dar señales costosas, la ignorancia pluralista— son deprimentes debido a su número y peso. Pero también hay fuerzas que pueden empoderar a los ángeles racionales de nuestra naturaleza. Estos potenciadores de la racionalidad han sido explorados por psicólogos como Jonathan Baron, Dan Sperber, Hugo Mercier, Steven Sloman y Jason Fernbach22, y muchos de ellos obtienen su poder de otro principio articulado por Abraham Lincoln: “Puedes engañar a algunas personas todo el tiempo, y puedes engañar a todas las personas algunas veces, pero no puedes engañar a todas las personas todo el tiempo”. Hay estímulos e impulsos, y normas e instituciones que nos permiten ser más racionales colectivamente de lo que ninguno de nosotros puede serlo individualmente.23

Una de estas ayudas es increíblemente simple: hacer que las personas articulen su posición. Resulta que muchos que son incondicionales de una opinión ferviente sobre, digamos, el Obamacare o NAFTA, se quedan mudos cuando tienen que explicar de qué se trata exactamente la política. Cuando las personas se enfrentan a su propia ignorancia de los hechos se vuelven más humildes epistémicamente con respecto a sus opiniones. Ayudas relacionadas incluyen hacer que la gente defienda ante observadores desinteresados una posición en contraposición a las alternativas, o ponerla en un pequeño grupo en el que tenga que llegar a un consenso. Baron aboga por que las personas respalden explícitamente una virtud que él llama «mente abierta y activa»: que siempre revalúen sus opiniones, siempre busquen críticas.24 También está la técnica descubierta hace mucho tiempo por los rabinos: primero llevan a sus estudiantes del seminario a tomar una posición lo más contundente posible en apoyo de uno de los lados de una disputa talmúdica, y luego los obligan a que se cambien de bando.

Conocer de psicología cognitiva puede ser útil: se deben comprender y aprender a evitar los prejuicios y falacias comunes que los psicólogos han identificado, como la disponibilidad (razonamiento a partir de una anécdota), la representatividad (razonamiento a partir de un estereotipo), el sesgo de confirmación y la falacia del jugador. También es útil exigir los resultados de las predicciones empíricas: hacer lo que se dice y tratar de ejecutar las ideas, o buscar la prueba en el budín (o sea comerlo para comprobar qué hay en él). Los científicos mismos pueden unirse con sus adversarios con opiniones opuestas sobre algunas hipótesis con el objetivo de diseñar una prueba empírica con la cual estén de acuerdo, de modo que puedan resolver la cuestión.

Así que, los humanos pueden ser colectivamente racionales si se someten a normas que comprometan sus facultades racionales y dejen de lado sus irracionalidades. Muchas de estas normas se han implementado en instituciones que son el marco de las democracias liberales modernas: una prensa libre en lugar de propaganda gubernamental; un sistema judicial con dos adversarios en lugar de juicios bajo tortura o justicia por linchamiento; la ciencia revisada por pares en lugar de la autoridad y del dogma; una democracia deliberativa con división de poderes en lugar de una autocracia absoluta. Estas normas no funcionan pidiéndoles a las personas una racionalidad sobrehumana, sino poniéndolas en un escenario en el que la diversidad intelectual pueda socavar la autoridad y la conformidad. Como dijo James Madison: «hay que hacer que la ambición se oponga a la ambición».25

Pero, ¿pasó ya el día en que las normas e instituciones promovían la racionalidad? Por sorprendente que pueda parecerlo, estas normas e instituciones nunca han sido más prominentes. En un dominio tras otro, el mundo es más racional que hace unas décadas. El periodismo está complementando los informes básicos con organizaciones de verificación de hechos como PolitiFact, porque los lectores protestarán si las declaraciones de un político no se cuestionan. Y en lugar de citar el resultado de una sola encuesta de opinión, con todo su ruido de muestreo, hemos visto el aumento en el periodismo de datos, entre otros fivethirtyeight.com de Nate Silver. El pronóstico ya no es el oscuro arte de expertos, gurús y adivinos, sino el resultado de los súper pronosticadores de Philip Tetlock,26 quienes combinan datos, usan el razonamiento bayesiano y tienen una mentalidad abierta que hace predicciones cautelosas sobre eventos bien especificados.

La atención en salud, desde hace mucho tiempo, ha visto el aumento en la medicina basada en la evidencia (cumpliendo la promesa del chiste «¿Cómo llamas la medicina alternativa mezclada con evidencia?: Medicina»). La criminología y la vigilancia policiva están dejando atrás las diversas panaceas, trucos y teorías de «causas profundas», y adoptando sistemas de cálculo numérico, como CompStat, que aprovechan el hecho de que una gran proporción de la violencia se concentra en un pequeño número de áreas y perpetradores; si se puede saber dónde y quiénes son, se puede disminuir la tasa de asesinatos muy rápidamente, como lo hizo la ciudad de Nueva York en la década de 1990 (una reducción del 75% en menos de una década). El mundo de la filantropía está siendo reemplazado por un altruismo efectivo, que trata de distinguir los actos de bondad, que producen un contentillo leve en los donantes, de aquellos que mejoran notablemente la vida de los beneficiarios. La psicoterapia se está saliendo del sofá y del bloc de notas y está utilizando tratamientos que dependen de la retroalimentación, en los cuales se realiza un seguimiento diario de la salud mental de los pacientes para saber cuáles intervenciones los ayudan o perjudican.

Los gobiernos están comenzando a basar sus políticas menos en la ideología y la inercia burocrática y más en la evidencia, realmente midiendo lo que hace que haya más seguridad en las calles y no haya tanta deserción escolar. Behavioral Insights, también llamado Nudge (por el libro de Richard Thaler y Cass Sunstein) manipula la interfaz de usuario y la escogencia de la arquitectura de los programas gubernamentales para que las personas en verdad hagan lo que les conviene sin coacción o engaño.27 Los datos socioeconómicos ya no están enterrados en archivos académicos y bases de datos patentadas de gobiernos y ONG, sino que son fácilmente accesibles para cualquier persona con un navegador web, gracias al conjuntos de datos de código abierto y gráficas de datos interactivos de sitios como OurWorldInData.org, GapMinder.org y HumanProgress.org. Los deportes han visto el auge de Moneyball,28 que hace que los equipos más inteligentes puedan vencer a los más ricos procesando datos en lugar de especular sobre lo que va pasando. La «comunidad de la razón» en línea, que se encuentra en sitios como LessWrong.com, SlateStarCodex.com y Skeptic.com, busca glorificar la racionalidad, estigmatizar los sesgos cognitivos y mejorar la calidad del razonamiento, la toma de decisiones y la formación de opiniones. Incluso, el control diario de los hechos ha sufrido una revolución debido a esos sitios que permiten hacer seguimiento a las leyendas urbanas, como snopes.com, y Wikipedia, que ahora tiene 80 veces el tamaño de la Enciclopedia Británica y es casi igual de precisa. (Una caricatura reciente titulada «La vida antes de Google» muestra a un hombre en un taburete reflexionando: «Me pregunto quién hizo el papel de capitán en la isla de Gilligan», y su compañero responde: «Supongo que nunca lo sabremos»).

Sin duda, la racionalidad no está aumentando en todas partes. En algunos escenarios parece hundirse rápidamente. El más llamativo es la de la política electoral, que está diseñada de manera casi perversa para inhibir nuestra capacidad de racionalidad. Los votantes actúan sobre asuntos que no los afectan personalmente y no se sienten presionados para informarse o defender sus posiciones. Cuestiones prácticas como la energía y la atención médica se meten en un paquete conjunto con asuntos simbólicos muy candentes como la eutanasia y la enseñanza de la evolución. Estos paquetes luego se atan a coaliciones regionales, étnicas o religiosas, que fomentan la cognición expresiva de la afirmación grupal. La gente vota como animando a los equipos deportivos, empujada por los medios de comunicación, que tratan la política como una carrera de caballos, y promueven la competencia de suma cero en lugar de aclarar el carácter y la política.

Y como lo anunció un reciente artículo de opinión del New York Times (en el que interpreté un cameo): «Las redes sociales nos están haciendo más tontos».29 No hace mucho, numerosos intelectuales lamentaban la falta de acceso democrático a los medios de comunicación. Algunas corporaciones mediáticas, en connivencia con el gobierno, “construían el acuerdo” con su oligopolio sobre los medios de producción y difusión de ideas. Como solíamos decir, la libertad de prensa pertenece a quienes poseen una. Las redes sociales prometían darle voz al pueblo.

Debimos haber tenido cuidado con lo que deseábamos. La dinámica de red de las redes sociales todavía se comprende poco, y aún no tienen los mecanismos de investigación y revisión necesarios para que las creencias verdaderas surjan claramente de los turbios charcos de la auto imagen, la solidaridad grupal y la ignorancia pluralista. Las redes sociales se han convertido en plataformas de lanzamiento de espirales de exaltación moralista y denuncia preventiva.

Ahora estamos viviendo en una era de desigualdad en la racionalidad. En el extremo superior nunca hemos sido más racionales. Pero en el extremo inferior hay escenarios que caen en lo peor de la psicología humana. Queda mucho trabajo por hacer para refinar las instituciones que sacan los ángeles racionales de nuestra naturaleza.

Y esto me lleva al papel de las universidades. Las universidades deberían ser las principales instituciones de promoción de la racionalidad. Les han otorgado muchos privilegios e incentivos a cambio de que cumplan la misión de aumentar el conocimiento humano y transmitirlo a las generaciones futuras. Las universidades e instituciones pre-universitarias estatales son sostenidas por la comunidad, que también apoya muchas de las matrículas y la investigación en las universidades privadas, que además están exentas de impuestos. La institución extraordinaria de los contratos permanentes (en USA: tenure) está diseñada para que los intelectuales inconformes puedan expresar opiniones heterodoxas sin temor a ser silenciados o despedidos. Las matrículas son exorbitantes e hiperinfladas, distendidas por una burocracia gorda e instigadas en parte por los subsidios del gobierno y la falta de regulación. A las universidades también se les han otorgado credenciales y privilegios para vigilar quién accede a los negocios y las profesiones, donde un título a menudo es un requisito de ingreso a pesar del cuestionable valor adicional a las capacidades de un estudiante que ha pasado cuatro años en una universidad, según las auditorías de egreso (algunos economistas no creen que un diploma sea una mejor medida de inteligencia y disciplina que un certificado de conocimientos y habilidades en la práctica: este diploma sería un test de coeficiente intelectual y uno del malvavisco de un cuarto de millón de dólares.)30 Sin embargo, a pesar de estos incentivos, las universidades se han destacado como como monocultivos de la ortodoxia de izquierda y la supresión iliberal de ideas heterodoxas (para no repasar las últimas tonterías, mencionaré solo tres palabras: disfraces de Halloween).31 Como lo expresó el libertario civil Harvey Silverglate, “Puedes decir cosas en la plaza Harvard, en el centro de Cambridge, que no puedes decir en el centro del campus de Harvard.

¿Deberíamos ser cínicos acerca de la academia moderna como institución promotora de la racionalidad? Permítanme poner la pregunta en perspectiva histórica, aleccionada por mi descubrimiento al escribir dos libros: «la mejor explicación de que todo pasado fue mejor es la mala memoria».32 Como estudiante de primer año en la década de 1970, una de mis primeras experiencias fue ver una discusión en una mesa en el edificio principal del campus en el que un activista de la Alianza Socialista Demócrata Marxista-Leninista (¿o era la Alianza Leninista-Marxista Democrática Socialista?) calló a un estudiante disidente con la proclama: ¡Los fascistas no tienen derecho a hablar! A lo largo de las décadas de 1970 y 1980, a científicos del comportamiento como Arthur Jensen, Hans Eysenck, Richard Herrnstein, Thomas Bouchard y Linda Gottfredson les retiraron sus invitaciones, sus voces fueron ahogadas, y, en algunos casos, fueron agredidos físicamente. A la derecha, por ejemplo, hay un póster de 1984 que anuncia una charla del biólogo evolucionista E. O. Wilson, que por absurdo que sea se lo llamó «Profeta del Patriarcado de la Derecha» y que invitaba a los estudiantes a «torpedear la charla». Así que, cuando se trata de la represión intolerante de ideas no izquierdistas, no culpen a los Millennials o los de la Generación I. Contra Billy Joel, nosotros, los Baby Boomers, la generación de la posguerra, iniciamos el incendio, lo que no quiere decir que ahora esté fuera de control.

¿Por qué las universidades se quedan cortas en cuanto a lo que uno podría considerar como su misión esencial la de promover la racionalidad y la mentalidad abierta? Hay varias hipótesis. En The Coddling of the American Mind,33 Greg Lukianoff y Jonathan Haidt han sugerido que (para sobresimplificar) los sobreprotectores padres “helicóptero” nacidos en el boom (1950-1960) criaron los copos de nieve de la Generación I, que se derriten ante el menor pensamiento incómodo. Otra explicación apunta a un aumento en la homofilia (personas que gravitan hacia personas como ellas, especialmente liberales y sus hijos, en ciudades y suburbios densos), lo que generó una uniformidad de opinión en los campus universitarios.34 Los sociólogos Bradley Campbell y Jason Manning han descrito el surgimiento de una Cultura de la Victimización, en la que el prestigio no proviene de resolver cómo tomar represalias contra las amenazas (una Cultura de Honor) o de la capacidad de controlar las emociones (una Cultura de la Dignidad), sino de la afirmación de haber sido víctima, ya sea por motivos de raza o género, queja que ya ha sido previsiblemente confirmada y resarcida por la burocracia del campus.35 Y dado que cualquiera de estas dinámicas puede tejer una red de ignorancia pluralista impuesta por denuncias masivas, no podemos saber cuántos estudiantes intimidados rechazarían en privado la ortodoxia intelectual y la cultura de la victimización, pero tienen miedo de decirlo por el temor, equivocado, de que todos los demás la reconocen como valedera.

Parte de esta regresión es un subproducto paradójico del fantástico progreso que hemos logrado en la igualdad. En las universidades, cada vez menos personas tienen actitudes racistas, sexistas, homofóbicas o transfóbicas (aunque tengan opiniones diferentes sobre la naturaleza de estas categorías o las causas de las diferencias en estos grupos). Eso significa que las acusaciones de racismo, sexismo, homofobia y transfobia se pueden convertir en un arma: dado que todos rechazan estas formas de intolerancia, pueden usarse para demonizar a los adversarios, lo que a su vez propaga el terror de ser demonizado. Las acusaciones son especialmente perniciosas porque es prácticamente imposible defenderse de ellas. La frase «Algunos de mis mejores amigos son X» es risible, y el testimonio de la buena fe desprejuiciada de uno o un historial de que ha propendido por el avance profesional de las mujeres y las minorías no le quita a uno la culpa. Esto tienta a la gente a denunciar a otros por intolerancia antes de que ellos mismos sean denunciados: es uno de los pocos medios para una defensa preventiva.

¿Deberíamos preocuparnos por lo que sucede en las universidades? A veces se dice que las disputas académicas son tan feroces porque lo que está en juego es muy pequeño. En realidad, esto no es cierto. Lo más obvio de todo lo que está en juego es si las universidades están cumpliendo con su deber fiduciario de crear conocimiento a cambio de su absorción masiva de recursos y de confianza de la sociedad. Lo otro es su influencia progresiva en el resto de la sociedad. Como Andrew Sullivan escribió en 2018: «Ahora todos vivimos en el campus».36 Las guerras por la corrección política y la justicia social han descendido de la torre de marfil y se han infiltrado en la tecnología, los negocios, la atención médica y el gobierno.

Peor aún, la intolerancia en el campus está corroyendo la credibilidad de la investigación universitaria sobre temas vitales como el cambio climático y la violencia armada. Los escépticos de derecha pueden decir: «¿Por qué nos debería impresionar que los científicos crean unánimemente en que la actividad humana está amenazando al planeta? (¿O en cualquier otro tema?) Ellos trabajan en universidades, que todos sabemos le hacen eco al dogma de lo políticamente correcto.

Un último peligro que trae permitir que las universidades repriman el debate abierto es que ponen en marcha los contragolpes iguales y opuestos. La izquierda regresiva es una incubadora de la derecha alternativa. Incluso con antiguos alumnos, he visto que esto ocurre. Cuando ven que ciertas opiniones son inexpresables, cuando ven que se baja de la plataforma a los oradores y se los agrede, o que son demonizados por citar ciertos hechos o proponer ciertas ideas, concluyen: «¡No puedes decir la verdad!» Como no pueden discutir sobre ideas heterodoxas con estudiantes y profesores en las universidades, se retiran a un universo alternativo de discurso, principalmente, a grupos de discusión en Internet, en donde estas ideas se endurecen y se vuelven más extremas en ausencia de compromiso crítico. Cuando las versiones matizadas, estadísticas, multifactoriales, calificadas, tentativas y éticamente sensibles de las hipótesis que son tabú se silencian en el campus, las versiones simplistas, de todo o nada, monofactoriales, exageradas e insidiosas florecen fuera de él. Esto sucede en las discusiones sobre el capitalismo, las causas de ser transgénero y las diferencias entre grupos étnicos y géneros.

Por tanto, debemos salvaguardar la misión promotora de la verdad y la racionalidad de las universidades precisamente porque no estamos viviendo en una era de la posverdad. De hecho, los humanos son a menudo irracionales, pero no siempre ni en todas partes. Los ángeles racionales de nuestra naturaleza pueden y deben ser alentados por normas e instituciones que promuevan la verdad. Muchas están teniendo éxito, a pesar de que parece haber un crecimiento en la desigualdad de la razón. Las universidades, a medida que se infectan con la conformidad política y las restricciones a las ideas expresables, parecen estar quedando cortas en su misión, pero es importante para la sociedad que se las haga rendir cuentas: para que devuelvan los beneficios que se les ha otorgado, para que aseguren la credibilidad de las investigaciones de sus propios problemas vitales e inoculen a los estudiantes contra puntos de vista extremos y simplistas, al poder evaluar puntos de vista moderados y matizados.

Referencias

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