Catrecillo

Publicado el Ana Cristina Vélez

Dos forasteros, Goya, dos bandos y la arrogancia de la convicción

 

Después de ver los noticieros de esta semana no puedo dejar de pensar en la obra Dos forasteros, de Goya. Una de sus llamadas pinturas negras. Dos campesinos se matan a garrote. Simbolizan dos grupos metidos en el fango de la guerra, en la confusión y oscuridad de la violencia. Dos bandos que hujujean hasta que uno de ellos impone al otro el silencio de la muerte.

Un análisis sobre esta magnífica obra.

Sin ser la más terrible de las pinturas del pintor español Francisco Goya y Lucientes, como tal vez lo sea Saturno, dos forasteros exige del espectador ese momento adicional que se requiere para entender, para enfrentar de improviso un episodio de horror del cual somos sólo espectadores. Verlo todo y entender lo que ocurre, juzgar y sentir la dimensión de lo presenciado, requiere redoblada atención. Goya nos obliga a mirar, nos pone una trampa en la que irremediablemente caemos. Y es que dos forasteros, dos hombres que en una ojeada rápida parecen estar en movimiento y tal vez jugando, están en realidad matándose a garrotazos. Poco antes de advertirlo, nos estábamos preguntando: ¿de qué juego se trata? Y de repente nos damos cuenta de que el hombre que está de frente a nosotros levanta su mano derecha y agarra el garrote con fuerza, dándole impulso a su brazo para asestar el golpe, mientras el otro que nos da la espalda, se protege la cara con el brazo izquierdo y ladea el cuerpo para aprovechar la fuerza de su peso en el movimiento que lleva el garrote.

En el cielo cerrado se abre un boquete de luz que ilumina tangencialmente los bordes de la cara del hombre que nos da la espalda y una zona del paisaje horizontal. La luz se clava en el suelo, y notamos que hay algo incomprensible: los dos hombres no tienen piernas, deben estar enterradas. Como en muchas imágenes de Goya, la confusión es protagonista. El espectador no puede verlo todo ni abriendo más los ojos y fijando su atención. La desazón vivida al no poder entender lo que ocurre le añade a la escena una macabra sensación. El claro-oscuro se convierte en una herramienta poderosa para generar la respuesta emocional.

En los aguafuertes de Los desastres de la guerra podemos verificar el uso extremo que hace de la confusión, en la delimitación de los contornos de las figuras, quizás para que el espectador sea consciente de que está ante lo horripilante y lo viva de manera dramática, pero sin poder entenderlo y aclararlo visualmente. En Dos forasteros debemos suponer que la pelea se realiza en tierras pantanosas, que ellos están semienterrados y que torpemente intentan matarse. Parecen simbolizar el odio y la irracionalidad humanos.

Aunque la oscuridad reine, los tonos pardos, grises, azules, carmines y verdes delimitan las formas. La escasa luz que entra por el espacio que se abre entre las nubes crea una franja horizontal que va de extremo a extremo del formato y nos permite vislumbrar el inmenso paisaje que se pierde en la lejanía. Unas manchas blancas y amarillas a lo lejos podrían ser pueblos o casas. Las nubes grandes contienen la escena, la encierran y la concentran. El punto de vista obligado del observador está sobre la mitad derecha del cuadro. El observador implícito se ve obligado a voltear la cabeza a la izquierda para observar la pelea, porque lo que encuentra directamente al frente suyo es el paisaje. Las figuras, protagonistas del cuadro, están descentradas y ubicadas por encima de los ojos del espectador. Es como si subiéramos por una montaña y antes de llegar a la cima nos encontráramos desde abajo con esta lucha a garrotazos. La misma posición en la que estamos convierte a los dos hombres en monumentales, y a Goya le gusta que la crueldad y el absurdo de las pasiones humanas se nos revelen en la dimensión aplastante de la infamia.

Los Dos forasteros es un cuadro pintado al óleo. Los contornos de sus personajes son gruesos y probablemente realizados con una caña en vez de pincel (como sabemos que pintó Goya muchos de sus últimos cuadros), con trazos sueltos y desmañados; las manos son masas con algo de carmín y es imposible determinar en ellas la posición de los dedos. Las nubes sucias y las montañas negras son grandes manchones oscurecidos. Los rostros apenas esbozados, las cabezas expresionistas y borrosas, logran parecer reales pero el espectador debe completarlas. Para un espectador de hoy estas características son habituales pero para un espectador de aquella época el boceto era un paso preliminar de una futura obra, dejar sin completar el modelado del volumen con grados de tono y sugerirlo en dos tonos claro y oscuro era un atrevimiento incomprensible. Los brochazos que conforman el paisaje son decididos, efectivos y seguros. Goya desecha la pintura de los detalles y la posibilidad de ser preciosista. Maneja el óleo sin consistencia, usándolo grueso y en grumos o aguándolo como acuarela en un mismo cuadro, como guiado por el impulso y la necesidad de comunicar con fuerza y directamente. Revela los pasos que van poco a poco conformando el cuadro. Deja a un lado el modelado con luces y sombras y sumerge el espectáculo que está ante nosotros los testigos, en la oscuridad del paisaje y en la realidad de la horrenda experiencia.

También la dimensión de su cuadro es inusual; mide 123 cm de alto por 266 cm de ancho. De haber estado dentro de la clásica proporción áurea, con la altura sin modificar, el cuadro tendría de ancho 197 cm, lo que quiere decir que le aumentó 69 cm, y por ende, el formato es bastante horizontal. Lo importante de esta decisión es que con estos formatos caprichosos, y la manera como están ejecutados, Goya nos demuestra lo capaz que fue de regirse por su gusto estético, sin hacer concesiones a la tradición; que no consultó el gusto neoclásico de la época, sino que satisfizo sus necesidades sicológicas personales. Tanto en la Romería de San Isidro como en el Aquelarre, en su origen, murales, pasados después a lienzos, Goya crece la horizontalidad con una proporción de casi cuatro veces el ancho respecto a la altura (140 cm de alto por 438 cm de ancho). Estos murales que decoraron las paredes del comedor de su vivienda, llamadas “pinturas negras”, fueron originalmente diseñados para decorar las paredes de la “quinta del sordo”, nombre de su casa.

Conviene repasar algunos datos biográficos de Goya para situar mejor su pintura dentro de las circunstancias personales e históricas que le tocó vivir. Nació en el villorrio de Fuendetodos en Zaragoza. A los veintiún años viajó a Roma a empaparse de la corriente del Neoclasicismo y el mismo año estaba de vuelta en su tierra, luchando por abrirse un camino y hacerse un nombre y un futuro como pintor de la corte española. El barroco estaba en su furor y Goya trabajaba intensamente hasta que, a los cuarenta años, en 1786, demostrando su maestría y soltura tanto social como artística, pues el ambiente así lo exigía, logró ser nombrado pintor del rey. Las pinturas para diseños de tapices fueron, en aquella época, encargos comunes. En 1799 retrata a la familia de Carlos V, y muestra algunas de las características que serían muy claras después: los borrones, los trazos sueltos y despeinados, los reflejos de luz, la calidad de boceto y eso inefable que sentimos en algunos de sus cuadros, que tal vez podríamos llamar la presencia del sarcasmo. Unos años después vive Goya la gran época de los retratos.

La guerra contra Napoleón (y su testaferro, su hermano José) se inicia el 8 de mayo de 1808 y dura hasta el 10 de abril de 1814. Recién entonces es que regresa Fernando VII a España y empieza a gobernar despóticamente, a un pueblo embrutecido que lo llamaba «el Deseado» y que gritaba «iVivan las cadenas!» Goya queda horrorizado de lo que ve y de la capacidad humana de hacer daño con los castigos y represiones. Graba su serie Los desastres de la guerra.

Hasta 1814, momento en el cual se rebajan los encargos reales, Goya había pintado como todos los pintores de la época: con decisión, pero consultando las necesidades y gustos de una determinada sociedad. Ahora en la vejez, sin necesidad de aprobación ideológica, ni de ningún tipo, Goya, un librepensador, se encuentra como artista liberado ya del mundo de la corte, pintando para sí mismo. Es importante notar que Goya fue el más español de los españoles, que hizo pintura con identidad, no imaginable en otro lugar del planeta. Los temas, los personajes, los lugares y la misma atmósfera tienen todo el sabor del lugar. En 1819 de setenta y tres años de edad adquiere la quita del sordo y es allí donde empieza a pintar las “pinturas negras”. Se enferma de nuevo y se retrata con el doctor Arrieta, su médico personal. Está sordo desde hace años y esa incapacidad lo ha separado poco a poco del mundo obligado a vivir dentro, cada vez más dentro de sí mismo. Esta limitación en una personalidad como la suya deriva en una independencia en su trabajo, tanto de forma como de contenido, que hace de la obra de su vejez un producto estético asombrosamente revolucionario que sobrepasa los límites del siglo 17. Plasma lo real, lo que nos conmueve, lo que nos convence. No solo no se repite, sino que con una actitud crítica y rebeldemente libre, innova, crea y recrea un mundo terrible.

A los setenta y tres años, Goya deja de pintar lo que ve para pintar lo que siente. Los demonios, los gigantes, las brujas, las majas, los mendigos se convierten en los habitantes de sus pinturas y posiblemente de su vida interior. Su pintura se adelanta al expresionismo y al surrealismo, es arte moderno. Goya pensaba que la fantasía unida a la razón producía cosas maravillosas; en cambio, la fantasía de los hombres abandonada de la razón era temible pues producía monstruos, horrores, como los que hemos presenciado esta semana en Colombia.

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