Este año el Premio Nobel de la Paz parece que no se ganó por mérito, sino por simpatía. Y no por simpatía con la paz, sino con una narrativa política que desde Europa se quiere reforzar. Porque aunque el galardón se supone que reconoce esfuerzos extraordinarios por la reconciliación, la justicia y la no violencia, esta vez parece más un gesto diplomático que una celebración de quienes realmente se juegan la vida por la paz.

No es que la oposición pacífica como la que hace Maria Corina Machado en Venezuela no merezca reconocimiento. Claro que sí. En tiempos donde disentir puede costar la libertad o la vida, resistir sin armas es un acto valiente. Pero cuando el Nobel se convierte en un guiño —en este caso, contra Maduro— pierde parte de su valor y esencia. Se vuelve un trofeo de ocasión, una medalla que no honra el esfuerzo de quienes construyen paz en trincheras invisibles.

¿Dónde queda Gaza, donde la resistencia civil se enfrenta a bombardeos diarios? ¿Dónde están las comunidades del Catatumbo, donde se sobrevive entre fusiles y promesas rotas? ¿Y Ucrania, donde los voluntarios cruzan campos minados para entregar medicinas y esperanza? Ellos no tienen lobby en Oslo ni portavoces en Bruselas. Pero su mérito es tangible, doloroso, urgente.

El Nobel debería incomodar al poder, no alinearse con él. Debería premiar a quienes incomodan con su Paz, no a quienes encajan en la narrativa del momento. Este año, el galardón se politizó tanto que parece más una resolución del Parlamento Europeo que una decisión del Comité Noruego.

La paz no se mide en comunicados ni en aplausos internacionales. Se mide en vidas salvadas, en territorios recuperados, en silencios que ya no son miedo. Y en ese sentido, este Nobel quedó corto. Muy corto.

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