Calicanto

Publicado el Hernando Llano Ángel

UNA FINAL CHAUVINISTA

UNA FINAL CHAUVINISTA

Hernando Llano Ángel

Este domingo la final del mundial en Qatar entre Argentina y Francia será el mayor duelo chovinista en la historia del fútbol, el deporte que exacerba las expresiones más fanáticas y extremas de nacionalismo. Curiosamente, ambas naciones son en sus respectivos continentes las campeonas del chovinismo: “la exaltación desmesurada de lo nacional frente a lo extranjero”. No es la modestia propiamente un rasgo de identidad nacional de argentinos y franceses. Es casi imposible discernir, entre un argentino y un francés y saber cuál de los dos siente más orgullo por su propio país, sus carnes, vinos y quesos. No por casualidad chauvinisme proviene de la lengua francesa. Pero, paradójicamente, los mejores jugadores de ambas selecciones, Messi y Mbappé, no padecen de chovinismo futbolístico. Ese título es propiedad exclusiva de la soberbia de Cristiano Ronaldo. Un narcisista enfermizo que en este mundial recibió una lección dolorosa, viendo desde el banco como su propio reemplazo, Gonçalo Ramos de 21 años,  anotaba un triplete de goles frente a Suiza. También le tocó cerrar los ojos para no ver la eliminación de su propia selección en los pies de los corajudos, habilidosos y modestos marroquíes, eliminados por Francia con goles de Theo Hernández y Randal Kolo Muani, nacidos en tierra gala pero de ascendencia española y congoleña respectivamente. Sin duda, todos los pueblos proyectan en su selección de fútbol la ilusión de ser los mejores del mundo, aunque sus protagonistas procedan de otras naciones. El fútbol se convierte en algo más que en el opio de la humanidad, es la esperanza de la redención o la confirmación para millones de personas comunes y anónimas de ser las mejores del mundo, porque 11 de sus compatriotas ganan la copa y se llevan para su nación el trofeo más codiciado y disputado del planeta. Un consuelo pueril, que exalta el chovinismo hasta límites inimaginables. El domingo, bien en el Obelisco de Buenos Aires, o en el Arco del Triunfo de París, exudaran orgullo, chovinismo y narcisismo miles de fanáticos. Messi o Mbappé eclipsaran, al menos por un día, todas las glorias anteriores, incluso a Maradona y Just Fontaine, curiosamente nacido en el entonces Protectorado francés de Marruecos, quien anotó 13 goles en el mundial de Suecia en 1958. Pero también será una fortuna para la humanidad que por un día un par de futbolistas y sus demás compañeros sean las figuras más celebres, admiradas y queridas en el mundo. Que por fin de los noticieros desaparezcan esos funestos jugadores del poder que eliminan sin remordimiento a miles de seres humanos, en nombre supuestamente de los intereses superiores de sus naciones, como lo hace Putin en Ucrania. Que por un día se conviertan en un eco de alegría los gritos de los goles y no los agónicos de las víctimas, sin que dejemos de escuchar y menos olvidar los lamentos de cientos de trabajadores que murieron construyendo los hermosos estadios de Qatar. Porque no hay que ocultarlo, la FIFA y los intereses políticos de Estados como Rusia, Qatar y la otrora dictadura de la Junta Militar Argentina en 1978 han mancillado y ensangrentado la fiesta del fútbol. Han pretendido convertir canchas y estadios en mamparas de sus crímenes, negociados y violaciones a los derechos humanos. No es posible que como espectadores y humanos permitamos semejantes autogoles contra la dignidad de un deporte como el fútbol y la integridad moral de sus jugadores. No deberíamos tolerar, como sucede con frecuencia en la FIFA, que el juego sucio de directivos corruptos, como Luis Bedoya, expresidente de la Federación Colombia de Fútbol, degraden los mundiales a casinos de apuestas y lupanares de lujo. Conviertan las canchas de fútbol en un lodazal de ambiciones personales e intereses empresariales.

El fútbol es más que un mundial

Es un deporte pedestre como pocos, que se hace con los pies, pero se gana con la inteligencia y la pasión. Por eso en él no triunfan los impostores, como sucede con frecuencia en la política, donde suelen ganar los jugadores más tramposos y habilidosos, excepcionalmente los más competentes y honestos. Aquellos que ladinamente ponen zancadillas a sus adversarios, anotan goles con sus manos corruptas y engañan a los electores con sus mentes torcidas y promesas demagógicas. En la cancha de fútbol es más difícil que esto suceda. Es casi imposible ganar a punta de juego sucio y astucia, salvo que un equipo compre al árbitro, como algunos políticos lo hacen con la justicia o los electores. Pero en esta era de tecnología aplicada, con las ayudas milimétricas del V.A.R, es casi imposible que la trampa triunfe. Maradona no podría haber contado con “la mano de Dios” para anotar su gol contra Inglaterra. Si en la política dispusiéramos del V. A. R y viéramos todos los acuerdos y mangualas que tras bastidores hacen los políticos profesionales, los compromisos que realizan con sus financiadores y potenciales votantes, ellos no ganarían ninguna elección y probablemente la mayoría de los partidos serían sancionados y expulsados por competencia desleal.  No asistiríamos ingenuamente al festival de las elecciones y seríamos mucho más responsables y exigentes en el ejercicio de nuestra ciudadanía. Al menos, eliminaríamos fulminantemente del juego del poder a quienes se dedican a robarse nuestra confianza, impuestos y violan las reglas del juego limpio. Esto no sucede en una cancha de fútbol porque la competencia es transparente y pública, se juega ante millones de espectadores, donde lo que cuenta es la velocidad, habilidad y resistencia de todos los jugadores, como el cumplimiento de las reglas y de las decisiones del árbitro. El domingo 18 de diciembre veremos si la habilidad e inteligencia de Messi podrá vencer la velocidad y fuerza de Mbappé. Si una selección totalmente gaucha podrá superar la intercultural del seleccionado francés. De alguna manera, Argentina juega contra Francia y casi media África. ¿Ganará el chovinismo criollo argentino o el interculturalismo cosmopolita francés? Más allá del ganador, todos viviremos, disfrutaremos y sufriremos una final vibrante, donde comprobaremos una vez más que somos una especie radicalmente lúdica y pasional, subyugada por este juego pedestre que nos paraliza cada cuatro años. Un juego donde 20 atletas, utilizando sus extremidades más torpes y con grados diferentes de habilidad, velocidad, precisión y fuerza buscan vencer, literalmente a patadas, a dos arqueros que solo con sus frágiles e inteligentes manos saltan y vuelan como ángeles para atrapar o rechazar el balón y evitar que se anide en sus redes. Quizá por eso el fútbol es tan irresistible y su atracción incontenible: es la disputa de 20 jugadores a ras de tierra por el control de un esquivo balón que los eleva al cielo de la gloria cuando termina en el fondo de la red del adversario o los arrastra al infierno de la derrota si se escapa de las manos de su arquero y de los botines de sus delanteros. Por eso la definición de un mundial desde el tiro penal es la agonía del purgatorio para los delanteros y la consagración del cielo para los porteros. Ojalá ni Messi ni Mbappé vivan esa agonía y la copa se defina en franca lid y no con un tiro de gracia desde los once metros. El fútbol no precisa de héroes ni de villanos, tampoco la política, para celebrar victorias o derrotas. Ambas precisan es de buenos jugadores y líderes competentes al mando de sus equipos y partidos, pero sobre todo de entrenadores exigentes y de ciudadanos conscientes, no de furiosas hinchadas, menos de fanáticos seguidores o militantes fundamentalistas, dispuestos a morir o matar por su equipo, selección o partido. Con esos comportamientos todos perdemos y nadie gana, tanto en el fútbol como en la política. Algo que deberíamos tener presente todos los colombianos y colombianas si queremos clasificar al próximo mundial y transformarnos en una potencia vital, venciendo limpiamente en el campo de juego de la política a la violencia, la guerra, la exclusión social, la mentira chovinista de los líderes partidistas y la corrupción. Contamos con menos de 4 años para ello. Cabezas, manos y pies a la obra. No hay tiempo para la improvisación, ni el juego sucio y menos los autogoles. De todos depende la clasificación y la convivencia nacional. Estamos en vilo todos, la Selección y la Nación.

 

 

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