MÁS ALLÁ DE UNA CRISIS MINISTERIAL

Hernando Llano Ángel.

La renovación del gabinete presidencial con siete nuevos miembros es mucho más que una simple crisis ministerial. Se trata, nada menos, de la llegada a la nave del Estado de una tripulación de la más alta confianza del Ejecutivo para avanzar más rápido y con mayor determinación por la travesía histórica de mayor calado y riesgo en que se haya comprometido presidente alguno en casi un siglo.  Es la travesía gubernamental más incierta y peligrosa, pues se trata de desmontar una tramoya institucional cuya esencia es la simbiosis de la política con el crimen, la ilegalidad y la violencia, a favor de un statu quo socialmente excluyente y de privilegiados intocables. Ese establecimiento que el sentido común y un periodismo mediocre resume en un problema atrapatodo, la corrupción, que dice mucho y no precisa nada. Es una palabra comodín, convertida por todas las encuestas y sondeos de opinión en el chivo expiatorio de todos nuestros males, junto al narcotráfico. Una expresión gaseosa que nos exime reflexionar sobre quiénes son los mayores responsables de esa tramoya estatal que permanece inexpugnable. Incluso, los más listos, afirman que el narcotráfico es el causante de la máxima corrupción de la economía, la violencia política y la degradación moral, pero ignoran que más bien sucede todo lo contrario. Es la economía de mercado y los banqueros los que lavan, AVALan, purifican y legalizan esa próspera industria criminal auspiciada por el prohibicionismo y capitalizada por anónimos y exitosos empresarios. Esa tramoya institucional es promovida por la “clase política” más astuta, cínica y ambiciosa de todo el continente. Una “clase política” que, salvo contadas excepciones, es narcoadicta a la financiación de sus campañas y carreras electorales. Por eso se rasga las vestiduras cuando escucha hablar de sustituir el prohibicionismo de la “guerra contra las drogas” por la regulación estatal de su producción y consumo, que nada tiene que ver con la legalización y menos la legitimación del crimen. A esos fariseos de la moralidad y la honestidad política hay que recordarles que solo con la regulación legal de la producción, distribución y consumo del licor, logró Norteamérica combatir con éxito las mafias que con violencia y corrupción desafiaron y minaron ese Estado de derecho y lo convirtieron en una cacocracia, con exponentes políticos criminales tan destacados como Richard Nixon y el actual Donald Trump. Pero pasar del prohibicionismo fracasado de la “guerra contra las drogas” a la regulación de su producción, distribución y eventual consumo responsable, como sucede hoy con las bebidas alcohólicas, pondría en grave riesgo la existencia de gran parte de esa “clase política” nacional. Ella vive del periódico fetichismo electoral y de su prestidigitación partidista demagógica, acompañada de trucos como la mercadotecnia electoral y de una legión de mercaderes de votos, que han logrado fijar en la mente de millones de ingenuos ciudadanos que viven en la democracia “más estable y profunda de Latinoamérica”.

¿Una “democracia” genocida?

A tal punto ha penetrado esta falacia monumental en la percepción ciudadana, e incluso en la mayoría de mentes ilustradas, que todavía hoy son renuentes a reconocer que vivimos en la sociedad con los más altos índices de violencia política del continente, lo que ya es una negación flagrante de la democracia. La esencia política de la democracia es precisamente la regulación, contención y deslegitimación de la violencia, mediante el Estado de derecho, que impide su empleo generalizado como un recurso válido para la disputa o el ejercicio del poder gubernamental. Circunstancia ésta que no ha dejado de estar presente durante más de medio siglo en nuestra realidad. Según las cifras del Informe Final de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad (CEV), en la disputa violenta por el poder estatal entre 1985 y 2016, “perdieron la vida 450.664 personas y si se tiene en cuenta el subregistro, la estimación del universo de homicidios puede llegar a 800.000 víctimas”. La desaparición forzada de personas por causa del conflicto armado entre 1985 y 2016 se calcula en 121.768 víctimas y si se tiene en cuenta el subregistro puede llegar a 210.000. Semejante universo de víctimas por causa del conflicto armado interno supera con creces las víctimas de todas las dictaduras del Cono Sur: Paraguay, Uruguay, Chile, Argentina y Brasil. Y el 90 por ciento de nuestras víctimas fueron civiles. ¿Cómo se puede llamar democrático un régimen político con semejante victimización de su población civil, que se prolonga hasta el presente? ¿Qué tipo de democracia es aquella que sacrifica en forma consuetudinaria a su población civil y sus victimarios gobiernan impunemente en su nombre y supuesta defensa? De allí el sentido de la llamada política de Paz Total, pues solo con la desarticulación y sometimiento a la justicia de los cerca de “5 megacartales y 23 narcobandas que están presentes en 31 departamentos, se podrá empezar a crear condiciones políticas, sociales y económicas para el funcionamiento de la democracia en todo el territorio nacional. Pero de una democracia real, capaz de garantizar la vida, seguridad y propiedad de todos los colombianos, especialmente de las mayorías que han sido excluidas de sus más fundamentales derechos.

¿A quiénes protege y sirve esta “democracia”?

El Informe Final de la CEV reporta que “entre 1985 y 2013 se registraron más de 537.503 familias que fueron despojadas de sus tierras o las tuvieron que abandonar a la fuerza (Encuesta Nacional de Víctimas de la Contraloría de 2013). Según la misma fuente, entre 1995 y 2004 fueron despojadas o abandonadas más de ocho millones de hectáreas de tierra. ¿Dónde estaban entonces los honorables senadores y representantes que hoy ponen el grito en el cielo porque supuestamente este gobierno atenta contra la propiedad privada y la seguridad jurídica? Para esos cientos de miles de campesinos pobres y minifundistas, de comunidades indígenas y negras sometidas a la violencia extrema de paramilitares y guerrillas, no existió Estado de derecho ni seguridad jurídica alguna. Lo cual demuestra que lo que hemos tenido es una “democracia” de expoliadores, celosa defensora de la propiedad privada de caballeros y señores de la guerra, de latifundistas rentistas y despojadores impunes, donde los límites de lo legal e ilegal se difuminan y confunden con la complicidad de notarios en vastas regiones del país. Esa es la tramoya que hoy invoca con cinismo el Estado de derecho y la defensa de la propiedad privada. Una propiedad que, según el artículo 58 de nuestra Constitución, “cuando de la aplicación de una ley expedida por motivos de utilidad pública o interés social, resultaren en conflicto los derechos de los particulares con la necesidad por ella reconocida, el interés privado deberá ceder al interés público o social”. Una propiedad que “es una función social que implica obligaciones. Como tal, le es inherente una función ecológica”. Además, “el Estado protegerá y promoverá las formas asociativas y solidarias de propiedad. Por motivos de utilidad pública o de interés social definidos por el legislador, podrá haber expropiación mediante sentencia judicial e indemnización previa. Esta se fijará consultando los intereses de la comunidad y el afectado”. Ya la actual ministra de agricultura, Jhenifer Mójica, señalo a Caracol: “No necesitamos llegar a escenarios de la compra obligatoria, en este momento tenemos una sobreoferta de tierras que nos han llegado a través del canal de Fedegan a través de los canales directos del WhatsApp que se generó para recibir ofertas de compra en la agencia Nacional de Tierras. Estamos también ya explorando otras iniciativas del sector privado de la ruralidad que se están sumando cada vez más a que logremos satisfacer esta demanda histórica del campesinado”. Por todo lo anterior, lo que significa el cambio de gabinete no es otra cosa que lo anunciado por el presidente Gustavo Petro en recientes discursos, como el pronunciado en la OEA en Washington y también en Zarzal] en la entrega de mil hectáreas a campesinos del Valle del Cauca, y es que estamos ante una transición histórica hacia una auténtica democracia. Una democracia ciudadana, telúrica y al servicio de las mayorías, no la genocida y ecocida que ha gobernado a favor de Caballeros y Señores de la guerra. Y lo que está por verse es si esa transición se hará por vía de reformas forzadas, apelando a procesos participativos reglamentados en la ley estatutaria 1757 de 2015, que contempla incluso la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente, o por la vía del pacto mediante reformas aprobadas en el Congreso. Todo dependerá de la correlación de fuerzas políticas entre los partidos y el Ejecutivo, pero también de la conciencia ciudadana para definir la vía y el alcance de esa democracia, donde por fin el “País Nacional” y el País Político” se reconcilien y no transiten por vías antagónicas, como lo alertaba Gaitán el 20 de abril de 1946: “En Colombia hay dos países: el país político, que piensa en sus empleos, en su mecánica y en su poder y el país nacional que piensa en su trabajo, en su salud, en su cultura, desatendidos por el país político. El país político tiene rutas distintas a las del país nacional. ¡Tremendo drama en la historia de un pueblo!”. Transcurridos 77 años ya es hora de superar este drama, de lo contrario continuaremos viviendo en esta terrible y monstruosa impostura autodenominada democracia, cuya verdadera identidad es la de un régimen político electofáctico regentado por un Estado cacocrático.

 

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