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Publicado el Bajolamanga

Yo quiero vivir apasionada como los del estadio

A mis 22 años nunca había ido al Estadio.

Mi historia con el fútbol es bastante aburrida, empezando porque no disfruto los partidos, no entiendo la mayoría de las cosas que suceden en la cancha y no era hincha de ningún equipo, así que eso de la pasión compartida y la emoción conjunta no era algo que pudiera comprender (si es que eso se comprende).

Así las cosas, el domingo pasado a las dos de la tarde, sin tener ningún plan a futuro mi papá me invitó a ver al “rojito de la montaña”. El partido era a las cinco de la tarde, en la cancha se batían a duelo el Medellín contra el Envigado, y yo, sin saber muy bien qué hacía en ese lugar tenía una camiseta roja con un escudo sobre mi corazón y estaba entrando al estadio de la mano de mi papá.

Cuando el Medellín salió a la cancha, todas las personas estaban de pie, aplaudían, cantaban al unísono las mismas palabras, el himno de Antioquia sonó en perfecta armonía con la tarde que se estaba acabado. La hinchada tenía todo preparado, eran ellos quienes marcaban el ritmo de la fiesta.

El partido comenzó y yo no miré la cancha ni uno solo de los 90 minutos del partido, mis ojos no podían despegarse de la tribuna Norte. Estaba absorta de la emoción y las ganas de estar allá metida. Conté más de 150 banderas que se movían en perfecta sincronía, eran de todos los tamaños pero solo en dos colores: Azul y Rojo.

Según los expertos del fútbol – mi papá y mis primos- el Medellín no jugó bien en esa ocasión, las razones nunca las entendí, sin embargo estaban convencidos racionalmente que su equipo no estaba jugando bien y no por eso dejaban de alentarlo e inventarle cualquier cualidad irracional. Eso de que “no necesito que estés arriba para quererte glorioso DIM” sí es verdad.

Lo más bonito del partido duró segundos, el Medellín marcó Gol. Inmediatamente todo el estadio se alzó en una fiesta sin igual, alrededor de 15 desconocidos me abrazaron y me dieron la mano, inclusive uno de los extraños me cargó y todo. Al final los tres hombres de mi familia y yo nos abrazamos mientras mi papá decía “muy bien muchachos, vamos a ganar con el poderosito”. A mí eso me pareció absolutamente precioso.

El fútbol no me gusta, me parece aburrido, sin embargo comprendí algo poderoso (como el equipo que estaba alentando) durante las tres horas que estuve en estadio el domingo pasado: uno tiene que amar mucho algo para pasar 90 minutos saltando y cantando independientemente del resultado. Eso es una verdadera pasión, y más importante aun, esa es una pasión colectiva, sin estratos sociales, sin muestras de indiferencia, y con dos colores.

Es una pasión que quien pretenda entenderla está equivocado, porque como cualquier sensación humana no está al alcance de la mente de los hombres, la única forma de aproximarse al conocimiento de ella es la experiencia, es celebrar el gol en brazos de varios extraños.

Uno se pasa la vida viviendo un montón de cosas, ante lo que yo me pregunto: ¿qué de todo eso es verdaderamente apasionante?, ¿porqué cosas de nuestras vidas saltaríamos sin parar y cantaríamos sin importar el resultado?.

La vida apasionada es mucho mas chévere para vivirla, sabe más rica y se disfruta mucho más, y la vida apasionada en conjunto es un éxtasis, abrazar a otra persona que está igual de emocionada por una misma razón es el clímax de la relaciones humanas, es la empatía y la humanidad en su máxima expresión. Solo por vivir eso me gustó ir a fútbol.

PD: frase de mi papá para rescatar durante el partido: “Mariana, usted no puede venir al estadio y reírse de las mañesadas del rojito”.

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