Empecemos esta columna con sinceridad ¿ha leído usted los planes de gobierno de todos los candidatos a su alcaldía y gobernación para estas elecciones del 25 de octubre? Si no lo ha hecho –que somos la mayoría- ¿planea hacerlo antes de tomar la decisión final de por quién va a votar?
Respondo primero: no y no.
E incluso, aunque me interesaría conocer las generalidades de las propuestas de todos –lo que dicen en medios, algún resumen ejecutivo que saquen para facilidad de los hipócritas-, estoy convencido de que ese 25 de octubre, ante la urna, mi decisión estará motivada por muchas cosas, pero no necesariamente por un conocimiento profundo y análisis racional de todas las alternativas en el tarjetón.
Esto quiere decir que, en su mayoría, mis razones para votar por un candidato u otra serán pasionales, alejadas del frío calculo o juicioso análisis que el ideal democrático y la esperanza de muchos idealistas, esperan. La política es otro lugar de la experiencia humana donde la pasión y la razón se encuentran, compiten y chocan, y la democracia es el lugar donde el estómago suele doler más que la cabeza.
Y esto es así porque, al igual que otras miles de decisiones en la vida, en la política (sobre todo democrática) se vuelve terriblemente ineficiente recolectar “toda la información necesaria” antes de decidirse por A o por B ¿o usted ya empezó a leerse los planes de gobierno? (y le doy un dato, solo los de los candidatos de Medellín suman unas ochocientas páginas).
En efecto, los seres humanos no somos muy buenos recolectando grandes cantidades de información para luego compararla con justicia e igualdad, porque desde siempre hemos tenido un atajo evolutivo a estas situaciones: la intuición. Así, leer los programas de gobierno completos, leer todas las entrevistas, ver todos los debates, recolectar todas las hojas de vida y luego, sin vicio alguno decidir, resulta a todas luces imposible.
La razón palidece ante un presentimiento, un dolor en el estómago -o cosquilleo-, incluso un prejuicio, chisme o engaño.
Estas no son razones -ni mucho menos- para renegar de la democracia y sus caprichos; la legitimidad de una decisión pasional pero representativa no la puede tener la más racional de las decisiones dictatoriales – si tal cosa existiera-.
Y escribo todo esto por dos razones. La primera, una reflexión para campañas y candidatos. Por supuesto, no invito a abandonar la sustancia, pero procuren que la mayor cantidad de información de sus propuestas y visiones llegue a los votantes sin obligarlos a “simplemente” seguir su instinto. La segunda, para nosotros, los votantes –sobre todo los que nos “empeliculamos” por una supuesta “mejor democracia”-, la tranquilidad de señalar las limitaciones de esperar que nuestras decisiones reflejen algo más que nuestras predilecciones instintivas y que la democracia, de forma bella y trágica, es solo el reflejo de nuestra naturaleza caótica, donde le exigimos a la cabeza, decidimos con el estómago y nos lamentamos por la boca.
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