Por: Milena Echeverry Campuzano (@milenaec)
Cada vez me convenzo más de que estoy dentro del grupo de mujeres que no les interesa ser madres. Tengo muchos argumentos y sentires para tomar esta postura de vida, sin embargo hay uno central: el rol excesivo y casi exclusivo que las mujeres debemos asumir en la crianza de nuestros hijos.
Desde el siglo pasado las mujeres venimos conquistando ámbitos que se consideraban masculinos: el trabajo remunerado, la política y la educación son algunos de ellos. A estos espacios llegaron mujeres que se abrieron camino demostrando que no hay sitio vedado para ellas, si estas así lo deciden. Fue así como el hogar y la familia dejaron de ser nuestros únicos lugares de acción.
Sin embargo, aún quedan muchos retos para alcanzar la equidad. Uno de ellos es vencer aquel estereotipo que considera que las mujeres –por la capacidad de contener la vida durante nueve meses– somos las llamadas a responder de forma exclusiva por las labores del cuidado.
Los hombres aún no han logrado entrar a la casa (a una cosa distinta que comer, dormir y ver televisión). Al mirar algunas cifras del DANE, se encuentra que mientras nosotras dedicamos en promedio 32 horas semanales a los oficios del hogar y el cuidado de los hijos, en los hombres este promedio sólo alcanza las 13.1 horas.
Si la presencia del hombre en la crianza fuera equiparable a la de las mujeres, estoy convencida que el amor de padre sería igual de grande, mágico y profundo que el que se logra establecer con la madre.
Esto es un asunto de ser justos, si ambos somos dadores de vida, ambos debemos compartir su cuidado –con el apoyo del Estado y la sociedad-. La propuesta es “universalizar la responsabilidad, la obligación, la tarea y los recursos necesarios para el cuidado de las niñas y los niños”, tal como lo plantea el PNUD en uno de sus informes sobre el tema.
Un gran obstáculo para esto es que el Estado, quien debe ser garante de la no discriminación, sigue teniendo enormes sesgos de género, asignando a las mujeres un rol de cuidadoras por excelencia y a los varones de seres laboralmente productivos por naturaleza.
Esto se hace evidente al revisar la legislación de América Latina en el tema de las licencias de maternidad y de paternidad. Allí se encuentra que las primeras tienen una duración promedio de 12 a 13 semanas; mientras que las segundas sólo entre 2 a 5 días. Desde aquí estamos excluyendo a los padres de compartir el cuidado de sus hijos con las madres: justo en las primeras semanas en que el bebé requiere más atención, el padre debe incorporarse rápidamente a la economía productiva.
El Estado debe asumir que lo privado también es político, creando políticas públicas y legislación que les permita a las mujeres descargar parte de sus responsabilidades en el cuidado, al mismo tiempo que posibilita a los hombres reconocerse como padres presentes en todas las etapas de crecimiento de sus hijos.
Reconozco que la lucha que los hombres deben dar para ser partícipes de la crianza es similar a la que hemos dado las mujeres, pues consiste en abrirse lugar en un espacio considerado femenino, es decir, visto como inferior y poco importante desde la óptica de la cultura patriarcal. Mientras las mujeres conquistamos los lugares considerados como los más relevantes para el sostén de la sociedad, ustedes se abrirán paso en aquello que poco se valora.
Ojalá lo hagan pronto para que entre los dos logremos darle la importancia que se merecen las labores del cuidado en nuestra sociedad, pues finalmente estas aportan entre un 19 y 20% del total de nuestro PIB.
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