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¿Qué tiene Medellín de especial?

La semana pasada empezó a funcionar el tranvía de Ayacucho; uniendo a Buenos Aires con el Centro y el resto de la ciudad. Orgullosos –que no es difícil- los paisas nos regodeamos con la inauguración de otra obra pública que es a partes iguales un aporte al sistema de transporte masivo de Medellín (que tiene metro, buses articulados, cables aéreos y sistema de bicicletas) y otro hito de la estética urbana.

En otras palabras, el tranvía es útil y bonito, y aunque para muchos de nosotros en la ciudad su construcción supone otro paso de progreso en el crecimiento de la ciudad, desde otras ciudades del país se consolida una sensación de extraña admiración: “¿por qué los paisas pueden y nosotros no? ¿Qué tiene Medellín de especial?”.

-Y créanme que digo esto sin asomo de pretensión, entre otras razones, porque solo soy paisa de adopción-.

Algún regionalista trasnochado, blandiendo el hacha de sus mayores y luciendo collar de arepas, dirá que es por la “verraquera” paisa, pero la realidad parece ser menos mítica: una mezcla de suerte y mala suerte, de resistencia social y estabilidad política. Medellín es, a diferencia de casi todas las demás ciudades principales en Colombia, una ciudad que tocó fondo en los años noventa antes de sacar un poco la cabeza a principios de siglo, y esta trayectoria particular ha delimitado sus opciones, creando un bucle virtuoso de activación de fuerzas sociales, participación de elites económicas y responsabilidad política.

En sus peores momentos la ciudad fue zona de guerra, en 1991 hubo 6.809 homicidios (una tasa de 395 por cada cien mil habitantes; la tasa en 2014 fue de 27, con un total de 659 homicidios), y en el 2003, helicópteros artillados y unidades del ejército se tomaron a sangre y fuego la Comuna 13 en la infausta Operación Orión. Pero a poco más de una década de que se presentaran los abusos sin resolver de la Fuerza Pública en San Javier, la ciudad continúa un crecimiento y progreso aparentemente sostenido.

Sin certezas absolutas, creo que la trayectoria especial de Medellín se debe a tres asuntos. El primero es de contexto y se refiere a la superación de las situaciones de emergencia en términos de violencia que ha vivido la ciudad en su historia reciente. En efecto, parece que contemplar el abismo puede llevar a una sociedad a reactivarse, resistir la crisis y reacomodar sus expectativas sobre el camino que está recorriendo.

El segundo elemento es la participación activa del sector privado en política, es decir, el involucramiento de una elite económica que entendió –entre otras cosas por los efectos que la violencia tuvo sobre ellos mismos- que el buen gobierno supone prosperidad para todos los ciudadanos y un buen ambiente para hacer negocios. Una obviedad que en ocasiones pasa por encima de las cabezas de las elites de otras regiones, demasiado afanadas por extraer riqueza o sacar sus rentas del país para ponerle atención al pantanero de la política local.

El tercer asunto es el fortalecimiento –en gran medida también por la violencia de los últimos veinte años- de las organizaciones sociales y los liderazgos comunitarios que participan, controlan y se contraponen positivamente al Estado local. La activación de las fuerzas sociales y su reconocimiento por parte de gobernantes y la misma elite económica ha supuesto una ganancia en legitimidad y efectividad territorial muy importante.

Por supuesto, estas circunstancias han estado acompañadas de quince años de apuestas políticas más o menos estables y coherentes; una preocupación por el buen gobierno, el urbanismo como política social y la educación como política de desarrollo. Los últimos tres gobiernos de la ciudad han sido en ocasiones líderes, en otras receptores de estas ideas, siempre acompañadas por las fuerzas encargadas de mantenerlas en la agenda ciudadana, y del recuerdo todavía fresco de cuando la ciudad estuvo al borde del abismo.

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