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Pasando del oro a la riqueza

Por: Luis Gabriel Merino (@luisgabrielmeri)

El fin de semana pasado, empujado por fuertes lluvias, un alud de tierra se desprendió sobre varias minas que quedaron sepultadas en el sector de Los Chorros, en el municipio de Buriticá. Afortunadamente no hubo víctimas, pues días antes, 200 mineros informales habían sido evacuados de forma preventiva por un equipo interinstitucional, en el marco de la intervención que se mantiene en el municipio desde hace un año. De no haber sido evacuados forzadamente por ejercer actividad minera de forma ilegal en un terreno decretado con riesgo de inundación, deslizamiento y colapso, otra hubiera sido la historia.

El tema minero vuelve repetidamente a estar en la lupa. Y bien que así sea, pues el Estado se ha desinteresado de la regulación de la actividad minera, que históricamente se ha realizado en áreas de frontera y alejadas de los centros donde se ejerce el poder institucional. Zonas paradójicas donde la riqueza que brota de la naturaleza contrasta con la pobreza e informalidad de las poblaciones que la explotan; zonas donde el poder económico generado de los recursos de la tierra parece ir en contravía a las políticas públicas.

Sabemos muy bien que desafortunadamente en Colombia cuando existen tales vacíos institucionales, múltiples agentes sociales, caciques locales y grupos armados ilegales, saltan rápidamente con el ánimo de instaurar sus propias regulaciones y medidas que terminan imponiéndose en el tiempo gracias al uso de la fuerza, la violencia y la intimidación. Desafortunadamente estas reglamentaciones privadas terminan remplazando a largo plazo lo que debería de haber estado regulado desde un principio por políticas públicas.

No es gratuito que los grupos armados, especialmente las bandas criminales, hayan comenzado en los últimos años un proceso de diversificación de sus finanzas, abandonando lentamente su dependencia de las rentas provenientes de cultivos ilícitos a la dependencia de la explotación aurífera, ya sea por participación directa en la actividad o por extorsión a los actores participantes en la cadena minera. La tripleta oro-informalidad-violencia organizada es una realidad conocida de sobra en el Bajo Cauca, Nordeste y ahora en el Occidente Antioqueño.

El esfuerzo debe de ser conjunto. Las autoridades locales y departamentales no tienen la competencia legislativa de realizar las modificaciones profundas que solo una nueva legislación podría ofrecer. La ley 685 de 2001 que regula la actividad minera, deja la mayor responsabilidad al eslabón más pequeño de la cadena: al municipio. La administración municipal, cuando tiene voluntad y valor (como en el caso de Buriticá), lo máximo que puede hacer con sus recursos mínimos es sacar decretos que solo logran regular las consecuencias de la problemática pero que jamás podrán regular sus causas.

Además es muy claro que con la actual legislación es imposible ejercer la actividad minera de forma legal para un minero pequeño. La única alternativa que le queda a la mayoría es ejercer la minería en condiciones de altísimo riesgo físico, esperando ser penalizado y judicializado. La opción de la formalización, aunque ideal, es poco realista pues es costosa, engorrosa y largoplacista. Es imperativo que el Estado pueda pensar su participación en la actividad minera, reviviendo lo aprendido por Mineralco (Empresa Industrial y Comercial del Estado liquidada en 1998), pudiendo garantizar trabajo decente y participación efectiva de los pequeños mineros en el monopolio.

El uso de la fuerza institucional es vital en la intervención del Estado, pero si continuamos con el énfasis policivo el problema jamás tendrá solución, pues el Estado seguirá desalojando como le corresponde y los mineros ilegales continuarán entrando informalmente a construir cambuches y a extraer el mineral de forma antitécnica. Son urgentes los problemas a atacar: el más obvio, el medio ambiental. Pero de la mano necesitamos pasar a una riqueza verdadera que trascienda al mineral y nos de luces para problemáticas sociales, económicas, legales y el profundo dilema que significa la informalidad en términos de seguridad. Entonces así podríamos transformar la paradójica realidad, que en Colombia, la riqueza natural en muchos casos es una maldición.

 

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