Por: LUIS GABRIEL MERINO (@luisgabrielmeri)
El mundial de fútbol fue un bálsamo. Nos unió como pocas veces habíamos estado en los últimos años y sirvió de paréntesis optimista para nuestra larga lista de problemas domésticos. Ahora que se acabó, retomamos con tedio los temas de siempre. Entre ellos, nuestro torneo de fútbol con sus arandelas: las “barras bravas” y su violencia consecuente. No es un asunto menor, exclusivo de un grupillo de hinchas desadaptados y de fácil solución. Es un problema mayúsculo que no solamente se soluciona evitando asistir al estadio. Nos incluye a todos, así nos guste o no el fútbol, porque desafortunadamente hace rato pasó de ser un asunto deportivo a un problema de orden público.
El pasado lunes en la madrugada, murió un hincha de 22 años como consecuencia de golpes de piedra y de heridas con arma blanca que otro grupo de hinchas rivales le propinaron en medio de disputas generalizadas en La Pintada, donde salieron heridas otras nueve personas y se incineró un bus. Los detalles de la turba son demenciales. Sobra con resumir que el bus fue incinerado con personas adentro que, afortunadamente, alcanzaron salir. Los heridos fueron remitidos a centros asistenciales con quemaduras de segundo y tercer grado.
La fuerza pública hace un esfuerzo enorme atendiendo cada miércoles y domingo el problema. Para los que trabajamos en lo público, sabemos que ese esfuerzo se traduce en reuniones, consejos de gobierno, comités extraordinarios; energía y tiempo que podría utilizarse en resolver asuntos estructurales, como el microtráfico, para nombrar sólo uno. Las soluciones son esquivas. Imposible negar la libre locomoción en un estado de derecho; imposible desaparecer el torneo colombiano; imposible acabar con las barras. Ya se han aumentado las cámaras, los anillos de seguridad, el personal policial, el acompañamiento a las caravanas, los programas de pedagogía, las mesas de convivencia y el problema sigue.
El que tenga más de 30 años, sabe que alguna vez ir al estadio fue diferente. La “Putería Roja” y el “Escándalo Verde” no pasaron de ser acumulaciones de hinchas festivos que no excedieron la reyerta más allá de un intercambio de bolsas de agua y gaseosas entre tribunas. (Bueno, para ser justos, alguna vez se lanzaron tal vez un par de pilas de radio). Lo paradójico, es que aquellos eran los tiempos violentos, cuando Pablo Escobar le había declarado la guerra al Estado y el Atanasio era el único lugar de paz que teníamos para olvidar la demencia. Esta es una violencia aprendida y como tal puede desaprenderse. Hay esperanza.
El fenómeno actual es una completa copia de las experiencias del cono sur y fue importado de forma barata a nuestra ciudad en el año 97, cuando tuvimos acceso a Fox Sport y pudimos calcar con exactitud los cánticos porteños. (De ahí la proliferación de argentinismos en el fenómeno: aguante, huevos, cancha, puto). Ahora territorializamos con grafitis las esquinas, promocionamos en los menores el fanatismo de la camiseta, formamos mafias lucrativas con boletas y mercancía, y le agregamos la disposición y el lenguaje bélico que nos dejan 50 años de conflicto armado.
Lo que demuestran claramente las barras bravas, es lo fácil que nos rivalizamos, lo natural que se replica el odio en las nuevas generaciones, lo cómodo que reproducimos rentas criminales, lo inteligentes que somos para imitar fenómenos de ilegalidad potencial, lo inmediato que nos seduce la violencia pendeja. Es cierto que no podemos generalizar, como lo repiten las comunicaciones oficiales de las barras. Conozco hinchas incapaces de caer en actos de violencia por una camiseta y que sólo van al estadio como buena disculpa para armar una fiesta. Pero también sé, como decía Diderot, que del fanatismo a la barbarie sólo hay un paso. Lo triste es que el lunes se demostró que en Colombia, la barbarie no está a un paso, está a medio.