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Publicado el Bajolamanga

Lo que “creemos” las mujeres. La no verdad infundada y dañina

Nuestro país ha preferido siempre la mentira y la solapa, el culpar y el señalar, el lavar la ropa sucia en casa y el penoso desagravio de comentarlo todo entre las sábanas. Cuando se habla de los derechos femeninos, la “morronguería” no ha sido la excepción.

En 1980, cuando mi mamá tenía 17 años, un novio le regaló una moto. Según lo indican los recuerdos fotográficos, en los que aparece con mi tía, el cilindraje era 100. El color amarillo y el asiento negro. Desde Corrientes, una vereda que queda en San Vicente (Antioquia) y desde hacía cinco años, Luz Elena – mi madre – había llegado a Rionegro para buscar lo que ella creía era un futuro mejor.

Sin ser una apasionada de las motos y la velocidad, aceptó el regalo: dos ruedas y a motor. Dice que fue por optimismo y por “no quedarse atrás” entre las mujeres que intentaban superarse y ser “más parecidas a los hombres”. Sin duda alguna, lo logró.

Llegado el día y expuestos los motivos, solo faltaba aprender a conducir el aparato. Aplaudida por la ilusión salió con Miguel – así se llamaba el galán – a recorrer las que para aquel entonces eran calles y carreteras de un pueblo que hoy tiene vestido de ciudad. Era domingo, el único día que podía salir de la casa donde trabajaba como empleada interna de servicio doméstico.

A la altura del sector que hoy es conocido como San Nicolás, justo donde se ubican el Éxito y el centro comercial que recibe el nombre del valle, Miguel confundió la cintura de mi mamá con sus pechos. Se aferró a ellos como si pudiera caerse del vehículo de dos ruedas que soportaba su peso.

Confundida por la reacción, mi mamá aceleró la moto y cuando ya el tacómetro no mostraba más, soltó el manurio. Dice que mientras volaba de un lado de la glorita al otro, solo pensaba: “Prefiero matarme que llegar a contarle a mi mamá que estoy embarazada”.

Hoy parece que fuera un chiste. Pero, no es así.  Desde que mi mamá tuvo uso de razón, a ella y a mis dos tías, mi abuela (que en paz descansen su nombre y sus palabras) les daba dos clases de consejos. El primero comenzaba por la boca y el segundo terminaba en los pechos.

“Lo que se siente arriba, se siente abajo”, con esa sentencia indicaba la prohibición para dar besos. La última era peor: “Si usted se deja tocar un seno, queda en embarazo”.

Sí. En la mente de mi mamá un embarazo se gestaba luego de la clase de conducción. No obstante, la convalecencia poco tuvo que envidiarle. Columna fracturada, golpe en el cráneo que le produjo una amnesia de tres meses, dientes desprendidos, uno a uno, y un seno con un hematoma. Tiempo de recuperación total: nueve meses. El número de la ironía.

35 años después el cuerpo de Luz Elena sigue recordando los estragos del accidente. Todavía sufre de dolores en su columna y diario se mira los dientes de “porcelana” que tiene clavados en sus encías para reemplazar los que algún día fueron originales. Sus senos ya están caídos y en charla suele decir que lo que no le alcanzó a tocar Miguel, lo removieron los médicos y las enfermeras con los masajes que le hacían diario para bajar los moretones ocasionados por cuenta de un mito innecesario.

¿Y Miguel? Como si fuera un embarazo, solo cargó con un porcentaje inferior de la culpa: un pie fracturado y unos cuantos moretones.

Contrario a lo que despierta esta historia en muchas personas: risa;  yo siento particular lástima por las mujeres que como mi madre fueron provocadas por la culpa y en cuyos cuerpos pasó inadvertido el deseo y, en cambio, fue reemplazado por el dolor y las cicatrices.

Y la tradición no cambia. Alejadas de los mitos y superado el estado de ignorancia frente a un tabú que hoy no es más que recuerdos, las mujeres seguimos siendo víctimas de métodos que van y vienen para culpar nuestro cuerpo.

El aborto, el señalamiento social (de los hombres y de nosotras mismas), un machismo enredado en una historia patriarcal que envejece cansada y fastidiada, el temor a que nuestras parejas nos dejen porque estamos “gordas”, “feas” o “viejas” y ese miedo constante a recorrer algunos espacios. A mapear el peligro advirtiendo no un atraco, por el contrario, una violación. Son apenas unos bombazos de aprensión que se escapan de mis dedos.

¿Cuántas mujeres como mi madre tendrán que seguir cargando sobre sus espaldas dolores por cuenta de una solapa exagerada y una morronguería extrema?

Hay arquetipos que permanecen y se retiran a lo largo de los siglos. Otros que se enmascaran en transformismos infiltrados. Y algunos que se arriesgan a disrupciones molestas; pero, necesarias.

No hay nada que justifique – ni siquiera explique – el inmenso perjuicio causado a la expulsión de nuestros propios cuerpos.

Hoy, un deseo: qué las decisiones de los hombres queden a la intemperie.

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