Por: CAMILO ARANGO (@camiloarangoo)
Asobancaria ha impulsado de nuevo la discusión sobre la bancarización en Colombia, a partir de unas publicaciones que revelan la importancia de avanzar en estrategias y regulación para la promoción de la vinculación de la población de bajos recursos que aún no tiene participación en el sistema financiero. En defensa de una estrategia nacional efectiva en el sentido expresado, se han formulado muchas razones competitivas para el país, dentro de las que cabe recordar la mayor efectividad en el recaudo de impuestos por parte del Estado, el fortalecimiento de la actividad de control de los flujos de dinero, o el mejoramiento de las condiciones de vida de aquellas personas que podrían acceder a créditos.
Pero para no formular juicios en torno a la pertinencia económica y las consecuencias macroeconómicas de la actividad del Estado en ese sentido, que requieren de un conocimiento técnico especializado, quiero poner de nuevo sobre la mesa la discusión en torno a la necesidad de profundizar en medidas de bancarización para la población menos favorecida económicamente, como una estrategia para la prevención de los delitos que con mayor impacto afectan a las comunidades principalmente urbanas del país.
La reducción de los flujos de efectivo en las ciudades, es un factor facilitador de las actividades de prevención del delito en por lo menos dos niveles de intervención. Las estructuras delincuenciales en ciudades como Medellín, Cali o Barranquilla han fortalecido su actividad criminal en torno al dinero circulante que generan las actividades comerciales o la prestación de servicios en aquellos territorios donde la población está en menor medida bancarizada. En ese primer nivel de prevención, me refiero a fenómenos que se han hecho cotidianos en algunos territorios, como la extorsión al transporte y al comercio, o los préstamos informales de gota a gota con altas tasas de interés por encima de la usura. El mejoramiento de las capacidades de la población para acceder a créditos bancarios formales y de su capacidad de ahorro en entidades financieras reguladas, les hace menos vulnerables para acudir a la prestación de este tipo de servicios por parte de particulares vinculados a actividades delincuenciales.
En un segundo nivel de prevención de delitos, el fortalecimiento de la capacidad de control del Estados sobre los flujos de dinero en el sistema financiero del país, y la mayor certeza que ello le genera con la reducción de los flujos de efectivo externos, permitiría mejorar la efectividad al combatir delitos como el lavado de activos y la captación ilegal de dinero. En estos delitos el reto del Estado colombiano es igual de complejo a los fenómenos de extorsión y gota a gota, así sus efectos nos resulten más lejanos, pues los resultados operativos en la identificación de recursos del lavado y la efectiva incautación y recuperación de esos recursos, es casi nula de acuerdo con las cifras de la Unidad de Información y Análisis Financiero – UIAF.
Si a ello le sumamos que los dos niveles a intervenir son dependientes el uno del otro para la financiación y el sostenimiento de la actividad del crimen organizado en el territorio, la respuesta del Estado no se debería hacer esperar: es necesario que los actores del sistema financiero en Colombia se comprometan en el mejoramiento de las condiciones de seguridad del país, y la creación de condiciones para la universalización de la bancarización de la población es quizás uno de los caminos que mayor impacto en el corto y mediano plazo pudiera generar. El llamado a la corresponsabilidad de todos los sectores, se ha convertido en un argumento recurrente en las diferentes políticas, planes y proyectos para el mejoramiento de la seguridad, pero identificar el papel que cada actor está llamado a cumplir, es la principal dificultad. Estrategias como la bancarización le apuntarían a ese propósito con la participación de un sector que se ha hecho ajeno a la prevención del delito en Colombia.
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