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¡Gracias, Donald Trump!

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Un candidato que concibe la posibilidad de construir una muralla impenetrable en la frontera entre Estados Unidos y México es lo mejor que ha podido pasarles a los latinos que habitan el país más poderoso del mundo. Sus propuestas expresamente xenofóbicas, que evocan a los más temibles líderes del siglo XX, resultan una luz de esperanza para las familias de latinos que por tantos años han vivido a la sombra de los “americanos”. 53 millones de hispanos constituyen alrededor del 17% de la población total de los Estados Unidos, pero apenas alcanzan a ser un 11% del total de votantes. Los latinos siguen siendo una especie de gigante dormido, un electorado con un enorme potencial decisivo, que Donald Trump ha despertado.

No soy una experta en política estadounidense, ni mucho menos. Lo que me causa interés es la paradoja de que en un país construido por inmigrantes haya tal rechazo por los inmigrantes. El mismo Trump es de ascendencia alemana y si a la mayoría de sus compatriotas se les pregunta por su árbol genealógico, se referirán a lugares más allá del Atlántico, el Pacífico o las fronteras terrestres. Esa aversión por los hombres no-blancos, curiosamente, viene de una tradición europea que rechaza a los verdaderos americanos: los indios nativos. Es decir, un extranjero es quien ahora se propone desarrollar una política de inmigración que expulse de los Estados Unidos a quienes, en mayor o menor medida, son sus equivalentes.

Desde el lenguaje, desde el modo de nombrar, la tradición europea determina nuestra percepción acerca de las cosas. Por ejemplo, consideremos la manera cómo se referían los ancestros de Trump a los habitantes originales de los Estados Unidos: los “salvajes”. ¿Cómo afecta la percepción que tenemos de ellos este modo de nombrar? Los salvajes no son de ninguna manera buenos; hay que enseñarles, hay que arreglarlos, hay que “civilizarlos”. Me cabe la duda de que exista una correlación natural entre esos conceptos, salvajismo y civilización; más bien parece que ser arbitraria. Eso de nombrar a hombres como salvajes y de civilizarlos como remedio a su condición es una construcción europea. Por otro lado está el extraño asunto de “descubrir” unas tierras que ya estaban habitadas. ¿Cómo se descubre algo que otro ya conoce? La supremacía del hombre blanco, del «civilizador», el «descubridor», es la concepción ancestral que quiere retomar Trump: Make America White Again (Hacer a América blanca de nuevo). “De nuevo”, cuando América (porque al parecer América Latina y Canadá no son América) ni siquiera es originalmente blanca. Cuando los blancos son los verdaderos invasores.

En términos generales, cuando hay una comunidad que se siente atacada y menospreciada, surge entre sus miembros una suerte de unificación que conlleva a la acción colectiva. Así, los latinos de diferentes nacionalidades, inclinaciones políticas y estatus migratorio, podrán unirse en torno a un enemigo común: Mr. Trump. Unirse para votar, para elegir. En 1994 ocurrió algo similar, cuando Pete Wilson, gobernador republicano de California en ese entonces, pasó un proyecto para que a los inmigrantes indocumentados se les prohibiera asistir a colegios públicos y se les limitara el acceso a la salud pública. La medida tuvo como consecuencia que los latinos se registraran para votar. Sin quererlo, Wilson contribuyó a que California se convirtiera en un estado en el que tratar de pasar una ley anti-inmigración es comúnmente visto como un suicidio político.

El millonario republicano representa una amenaza para la comunidad latina que logrará que ésta, como decimos coloquialmente, se pellizque. Incluso, en este punto, es irrelevante si el nombre de Donald Trump aparece o no en el tarjetón. Decía hace poco un líder latino en una entrevista para el New York Times: “Donald Trump podrá desaparecer mañana, pero el “daño” está hecho. Los latinos, por fin, serán un fragmento de la población decisivo en la política de los Estados Unidos”.

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