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En busca de la igualdad

Por: SANTIAGO SILVA JARAMILLO (@santiagosilvaj)

Unas semanas atrás escribía sobre la terrible tradición colombiana de la “doctoritis” (esto es, la inclinación a decirle “doctor” a todo el que, por alguna razón, ofrecemos respeto o sumisión en alguna circunstancia). Decía que en nuestra sociedad mantenemos obsoletas formas de organización social en las que los títulos son herramientas que subyugan y la posibilidad de recibir homenaje de otros que creemos inferiores, es la regla del desarrollo profesional y personal para muchos.

Nos encantan las jerarquías. De pronto porque dan orden en una sociedad en la que no hemos podido aprender a vivir en libertad, porque a falta de todo, siempre nos hemos revolcado en el caos. O quizás, sea parte del legado institucional de los rígidos administradores coloniales españoles y su obsesión por mantener el control de su sistema extractivo. Buscar el detalle es divagar…

De forma muy curiosa, aunque la libertad pueda decretarse, la igualdad no. Ante la ley, puede ser sustancialmente más fácil defender la libertad individual que promover la igualdad entre las personas. Y aquí no hablo de las igualdades ficticias, esas que se han creado a punta de fuerza para evitar que el sistema se desborde o para calmar conciencias y apaciguar ánimos.

No hablo de igualdad económica (una panacea con demasiados muertos encima), tampoco de la política (de la que, en teoría, disfrutamos en Colombia), sino de la igualdad en las cosas pequeñas, en la falta de subordinaciones sumisas y patronatos fingidos; en que entendamos que nada que sea fortuito puede marcarnos de por vida, que ni la familia, el apellido, el color de la piel o las preferencias sexuales tienen por qué determinarnos un lugar específico en la sociedad.

O sí, que nos hace ciudadanos, “iguales ante la ley”, y nada más. Lo demás es nuestro, que seamos perversos o magnánimos; bondadosos o mezquinos. Porque es el mérito de la vida diaria el que debe medir a los hombres, no sus circunstancias; esa regla no solo es injusta sino irreal, contra toda razón humana.

En efecto, la verdadera igualdad no puede dejarse a los abogados, no puede ser únicamente un derecho legal, sino una reivindicación social y un rasgo cultural. Mientras no logremos eso, nos inventaremos maneras de jerarquizar y tipificar todo y a todos; de esconder nuestro pavor por la igualdad bajo el velo de derechos de papel, decir que “todos somos iguales” mientras hacemos los muros de nuestras casas más altas, los círculos de nuestros amigos más estrechos y los lugares que visitamos más conocidos.

Aceptemos que no solo ante la ley somos iguales, que en efecto, lo somos ante todo.

 

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