Por: Manuela Restrepo (@manurs13)
Es cierto que nuestra democracia está basada en principios liberales que reconocen al hombre como un ser capaz de elegir y ser elegido. Es cierto que dichos principios deben dar la opción al ciudadano de manifestar su inconformidad frente al sistema político y a los partidos que lo dominan, y es absolutamente válido el llamado a la libertad de expresión de aquellos que de manera tan férrea han categorizado el voto obligatorio como la máxima expresión del totalitarismo.
Sin embargo el abstencionismo, por lo menos en Colombia, no es una cuestión únicamente de protesta consciente contra nuestra realidad política. Y hago énfasis en la palabra consciente porque al fin de cuentas, el desinterés y la desidia de más del 50% de la población apta para votar son, sin lugar a dudas, una deslegitimación del sistema actual, resultado de una historia política llena de corrupción, mentiras y sangre. Sin embargo, parte de dicha población abstencionista está también cómoda en su posición de que «aquí nadie sirve» y que «todos los políticos son unos corruptos», no haciendo ni siquiera la tarea de analizar los candidatos o de informarse de las propuestas a la hora de decidir sobre votar o no, convirtiéndose su inasistencia a las urnas más en un resultado de la pereza de cumplir su deber como ciudadano, que en una protesta frentera a un sistema que no funciona.
El derecho de vivir en una democracia participativa debe también imponernos deberes como ciudadanos, y el principal y más importante tiene que ser el voto. De nada sirve exigir la protección de los derechos fundamentales, ni la seguridad jurídica, ni el desarrollo, ni el progreso social, si como ciudadanos no somos capaces de comprometernos con una de nuestras pocas interacciones con la política, si el desinterés (que bien justificado está) y el desconocimiento de esta como parte de nuestra realidad nos llevan a sentarnos en la cómoda posición de la crítica, sin hacer uso de las herramientas que la democracia nos entrega para procurar un verdadero cambio. El voto debe ser, sin duda, una obligatoriedad para el ciudadano en edad y condiciones de ejercerlo. Ni siquiera únicamente pedagógico, debe ser, así como el pago de impuestos o la educación, nuestro compromiso constante con el desarrollo del Estado.
El voto obligatorio, contrario a lo que piensan sus opositores, no viola la libertad individual de elegir: el voto en blanco, no marcar el tarjetón o anular el voto siguen siendo opciones democráticas que pueden convertirse en herramientas reales de protesta contra un montón de candidatos o partidos políticos carentes de legitimidad. Si todos los que hoy no votan, votaran en blanco, se activarían los mecanismos que consagran la constitución y la ley para la renovación de listas o candidatos y así de la política.
La democracia necesita de verdadero compromiso por parte de la ciudadanía, y así como le exigimos al Estado cumplir con sus deberes, es legítimo que él nos exija también los nuestros. No creo en un voto obligatorio sólo por pedagogía, la pedagogía debe ser constante en la importancia de sufragar y en cómo prepararnos para esto. Creo en un voto obligatorio permanente para las elecciones de cuerpos colegiados o de unipersonales, porque es nuestra manera de realmente ser dueños de ese bien público que es la democracia participativa, sin embargo y hago la claridad, el voto no puede ser obligatorio para los demás mecanismos de participación, donde la abstención sí se convierte de manera directa en un rechazo a la propuesta consultada.
Nuestro Estado está y debe estar basado en la libertad, pero nosotros debemos, de manera responsable, cumplir con los únicos deberes que este nos impone. Lo dijo Aristóteles de manera muy sabia hablando de abstencionismo: «cómoda indiferencia de los pueblos que se contentan con que le den los problemas resueltos».
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