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El ascenso del neoclientelismo colombiano

Por: SANTIAGO SILVA JARAMILLO (@santiagosilvaj)

La convocatoria es para las diez de la mañana. La meta de la reunión, “sensibilizar” a cien miembros de una comunidad vulnerable. El tema de la “sensibilización” es irrelevante; lo importante es que hay presupuesto para transporte, hay refrigerio, libretas y lapiceros marcados, y video beam y computador separados para la actividad.

Durante la conferencia (o capacitación, o taller, o lo que sea…) los funcionarios encargados utilizan una vieja presentación en Power Point llena de lugares comunes, más preocupada por ser políticamente correcta, que por aportar algo a la discusión, mientras los ciudadanos participantes devoran el refrigerio.

Los funcionarios lo hacen porque, de lo contrario, la meta del programa no se cumple, y algún concejal de este municipio podría hacer un debate de control al Secretario, su jefe, al no haber atendido a esta población que, por supuesto, vota por el miembro de la corporación. Y los participantes asisten porque el “combo” refrigerio-transporte-libreticas resulta irresistible. Por su puesto, si la convocatoria incluye un proceso para aspirar a algún subsidio, la participación es doble.

El asistencialismo, sostenido por políticas sociales descuidadas, torpes o politiqueras, constituye uno de los vicios más reciente de la curiosamente dinámica política colombiana. Ante años de abandono, tanto en presencia efectiva como en provisión de servicios, en algunos rincones del país se han hecho despliegues exagerados de intervención pública, inundando a los ciudadanos con docenas de programas que han sobre ofertado a algunas poblaciones vulnerables. Sobre todo al regalar –en tanto los gobiernos no son capaces de ingeniarse mejores maneras de cumplir metas- de todo a los ciudadanos.

A la par, se han constituido nuevos sistemas clientelares, ya no asociados a los viejos gamonales y patrones políticos tradicionales, sino al Estado mismo, a sus funcionarios y, en algunos casos, concejales, diputados y congresistas. En este último escenario, el ancestral clientelismo se mezcla con el nuevo. Pero en los otros, el Estado se vuelve rehén de su propia torpe generosidad.

Hay que cortar los intermediarios, líderes políticos o sociales, incluso organizaciones no gubernamentales que se han constituido en buscadores y capturadores de rentas. En efecto, han monopolizado la oferta pública, utilizándola para financiar sus propios proyectos, o “cobrar” cuotas de implementación al imponerse como operadores. Los líderes, por otro lado, direccionan las ofertas a poblaciones que luego extorsionan con el famoso “si no votan lo quitan” durante las épocas de elecciones.

Los gobiernos locales deben obsesionarse por democratizar la oferta de servicios y bienes que proveen en sus municipios y departamentos. Buscar desarticular los esquemas de clientelismo, los viejos y los nuevos, que se nutren de ofertas tontas o politiqueras. La meta debe ser que nadie saque réditos políticos o económicos de la función de las obligaciones públicas. En tanto el monstruo ha sido creado –consiente o inconscientemente- por el mismo Estado, es hora que le de muerte y necesaria sepultura.

 

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