Por: Luis Gabriel Merino (@luisgabrielmeri)
En el marco de las opiniones suscitadas esta semana por el paro de educadores, un trino de Héctor Abad mereció bastante atención. Al recibir un alud de insultos después de escribir su posición frente a la problemática, el escritor no devolvió la agresión con más ofensas, sino que se limitó a corregir la ortografía en cada trino que disparaban desde la otra orilla. Elegancia.
Las redes sociales han democratizado la opinión amplificando la voz de los que históricamente habían estado mudos; han abierto de par en par las cortinas de la privacidad exponiendo viajes, romances y almuerzos a millones de miradas voyeristas; han sido plataforma inmediatista para compartir todo lo que quiera ser compartido. Son el medio por el cual cada cabeza tiene ahora un micrófono y cada espejo una cámara. Son fuente de conocimiento, plataforma política y hasta medio de perpetuación y lucha por el poder. Sin duda los beneficios han sido inimaginables y las posibilidades infinitas.
Sin embargo la ausencia de todo filtro y la posibilidad de hablar bajo la seguridad del anonimato, se confunden con permisividad para decir lo primero que se cruce por el lóbulo temporal. Insultos, amenazas, descalificaciones y matoneos son comunes. Se puede insultar todas las figuras de autoridad tal como siempre lo soñaron algunos, sin consecuencia legal alguna y en tiempo real. ¿Democratización de la opinión? ¿Libertad o irresponsabilidad?
La ausencia de ortografía pareciera un mal menor, mucho más cuando se está opinando frente a temas vitales como el salario y las condiciones laborales del gremio educativo. Sin embargo, hablando de la importancia de la educación, hay un punto valioso en el cursillo que nos regaló Héctor esta semana: hay que escribir bien, así sean solo 140 caracteres.
Decía Vargas Llosa que vivimos “en la confusión de un mundo en el que paradójicamente, como ya no hay manera de saber qué cosa es cultura, todo lo es y ya nada lo es”. Se refería el Nóbel a la ausencia de una cultura real, ya que nuestra época, llevando hasta el extremo las bases de la liberalidad, ha creado una cultura que prohíbe prohibir. Una cultura que realizando el énfasis en la diversión, el esnobismo y la rapidez del mensaje, sacrifica la calidad de lo producido. Complacencia y autosatisfacción.
Pareciera que el medio influye en la calidad del mensaje. Paradójicamente, entre más facilidades desarrollamos para hablarnos, menos cuidado en la forma en que nos hablamos. Ortografía no es solamente saber cuándo se tilda una esdrújula, que es la diéresis o el diptongo. Es la conciencia de saber que para escribir y hablar con otro se necesita esfuerzo ya que sin sintaxis el mensaje no es claro. Dice la escritora argentina Liliana Heker que “ni la espontaneidad ni la velocidad son valores en literatura. Tantear, tachar, descubrir nuevas posibilidades, equivocarse tantas veces como haga falta, ir acercándose paso a paso al texto buscado: ese es el verdadero acto creador. Lo otro es como estornudar”. Pareciera entonces que estornudamos bastante y escribimos poco.
Entre paréntesis: esta semana se cumplieron 12 años del asesinato del Gobernador de Antioquia y su Asesor de Paz en las selvas de Urrao. Del hecho se habló poco a nivel nacional y de los responsables menos. ¿Entramos en una época, donde exigir ejercicios de memoria, garantías de no repetición, y actos de reparación frente a las víctimas de la guerrilla son exigencias políticamente incorrectas? ¿La única opción que nos queda entonces es la de un amargo silencio en aras de no “atacar” el proceso de paz?
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