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Confianza y ¿fútbol?

Por: ANDRÉS FELIPE TOBÓN VILLADA (@tobonvillada)

Tras varios días de absurda auto-ausencia, terminé mi tesis. En medio de cuartos de final, cuando la fiebre amarilla invadía con absoluta rapidez los organismos de cierta nación recién creada, terminaba de escribir las últimas palabras de la confianza. Como sabrán mis lectores, este es un tema que “tomé prestado” del conocimiento de la humanidad, y que he decidido guardar en mi anaquel amarillo que lleva por título, impreso en una simple placa, “conocimientos imprescindibles”. En efecto, en el mismo momento en que Colombia anotaba esos asombrosos goles a la gran Uruguay, pude observar con abrumadora claridad que todo lo que estaba sucediendo en el país del sagrado corazón, este que es mío, de nadie más y de muchos, encuentra su explicación en el más simple de los mecanismos sociales: confiar en el otro.

“¡Pero qué tonterías dice este hombre!” Piensan inmediatamente los cínicos. Confiar es un asunto mal visto, no solo por quienes creen en su real imposibilidad bajo la máxima: nadie confía realmente en el otro; sino por la caracterización que reciben quienes creen que la confianza es una explicación válida de las relaciones entre los hombres, esa que los llama “crédulos”.

Quienes confían son vistos como tontos que no tienen en cuenta los riesgos que existen a la hora de poner una parte de nuestra vida, a disposición de otro. No hay lugar a grises. La confianza no es tal, es más bien equivocación rotunda. Explicaciones como el interés puro a la hora de tratar con los otros, o el primitivo miedo a la hora de cuidarnos de nuestros semejantes, suelen tener más groupies que la confianza.

Con todo, hasta el último minuto en que se pitó el final del fatídico partido contra Brasil, esa gente que se llama colombiana en ciertas ocasiones logró sentirse parte de un mismo espíritu. La identidad nacional por fin salió a flote. No valieron los intentos de crearnos una historia patria con héroes como Bolívar y Policarpa, bien caracterizados desde la Academia Colombiana de Historia del XIX; tampoco los desesperados intentos regionales por concentrar los sentimientos patriotas en espacios más pequeños; mucho menos los intentos de crearnos enemigos internos y externos; tan solo nos valió el fútbol.

Estando sentado en mi casa viendo los partidos con mi familia, o en Laureles con los amigos, luego festejando con algunas cervezas en La 70, un brillo diferente irradiaba de las miradas -por lo general desconfiadas- de nuestros colombianos. Esos días todos éramos James, Cuadrado, Ospina, Quinterito, Sánchez, Zúñiga, Bacca… Falcao. Fuimos partícipes del balón y de los goles. Lo que sucedía era nuestro y absolutamente nadie nos lo podía quitar. No era un asunto venezolano, ecuatoriano, estadounidense, europeo… Era una vaina tremendamente colombiana.

Me niego a pensar que se haya tratado de un asunto eminentemente coyuntural, fruto de las pasiones de un deporte. Encuentro en estas manifestaciones de identificación con el otro, pistas claras de que hay atributos que diferencian a los colombianos de esa imagen que tan solo unos cuantos han creado, y que los medios de comunicación -tan absolutamente imbéciles- ha reforzado (Ya dizque El Capo 3… hágame el favor). Nuestra sociedad no está condenada, ni por el miedo, ni por el avivato de los interesados. Las decisiones tomadas a partir de aquel elemento de mi anaquel amarillo no son escasas, ni raras, ni mundialistas: son cotidianas. Si nuestra sociedad requiere de una idea de nación para que empecemos a confiar en que somos viables, pues hagámosle a partir de ahí. Tan solo es cuestión de confiar en que el otro es viable.

 

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