Por: Adriana Patricia Giraldo Duarte

Cuando me encontré de frente con ese fantasma que te arrebató un pedazo de corazón, bajé la mirada y me perdí del camino.

No pude descifrar esa fuerza insolente, tuve miedo por la forma en la que clavó su mirada en mi herida nueva, aún cuando sabía que no nos parieron bajo los mismos principios.

Por primera vez me aterré de mis ojos llorosos y de fracasar en la realidad que había construido como mamá. Pero algo palpitaba agonizando, recordándome que cualquier cosa es superable si nos aferramos a las máximas que arropan nuestro sentir.

Las tres caminábamos la misma línea punteada en que la entendemos que las penas se acarician y se convierten lentamente en aliadas y amigas mientras nos enseñan cómo sobrevivir.

Tuvimos las mismas reacciones: el grito desbordado cada que el fantasma sedujo a nuestros pequeños; el llamado desesperado cuando la bondad no fue suficiente; la respiración cortada ante la racionalidad y la búsqueda de una salida a como diera lugar.

Habíamos nacido tantas veces, incluso en el milagro de la fuerza que nos volvió  a unir. Y estábamos ahí, juntas, como las madres amigas del silencio que botan las lágrimas mirando la ventana, con la fe en que el sol renueva las penas y también la ilusión y la felicidad.

Fue el mundo oculto de ese monstruo el que nos unió.  Los tentáculos de un universo desafiante que descubrimos para rechazar con radicalidad, para no cosechar malos pensamientos y confiar en que solo en la manada podemos sobrevivir.

Deambulamos con una situación aterradora, pensando siempre en las demás, aprendiendo que todas somos una y que al final, con altas dosis de esperanza, todo se ajustará como corresponde, aunque eventualmente no todo recupere su lugar.

Y vuelvo y te imagino en ese hotel recogiendo tus pedazos, reclamando el lugar seguro que no encontraste, ahogada en el desequilibrio temporal que nos deja el fantasma.

Pero lo hiciste todo, todo lo que te correspondía: lo impensable, lo imposible.

Acompañaste y transformaste, y ahora que puedes caminar despacio y sin vendas en los ojos, siente al fin que tu hija se queda en el corazón y en el pálpito que florece.

El monstruo se va; lo destronamos.

Y tú con ella, más bien, NOSOTRAS, florecemos, porque seguimos creyendo en la primavera.

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