Cosmopolita

Publicado el Juan Gabriel Gomez Albarello

Las redes sociales versus la democracia (ii)

La primera parte de la entrega sobre este tema la dediqué a destacar el efecto nocivo de las redes sociales en la democracia. Estas redes se han convertido en plataformas en la cuales muchos grupos han promovido intensamente la incivilidad y la polarización política. El efecto de su intervención está a la vista: el Brexit, el triunfo de Donald Trump y muy posiblemente la victoria del No en el Plebiscito. Uno podría seguir enumerando la forma en la cual, gracias a las redes sociales, movimientos extremistas han logrado resonantes éxitos políticos: la Alternativa por Alemania, Vox en España, etc.

Algunos propietarios de esas redes son libertarios que hoy tienen la convicción de que la libertad individual y la democracia son incompatibles (tal es el caso de Peter Thiel). Sin embargo, convicciones de este tipo no son la principal razón por la cual los propietarios de las redes sociales no han hecho nada para detener el asalto contra la democracia. La razón principal, y esto no es reduccionismo económico, es su afán de lucro.

Las redes sociales son hoy la expresión más acabada de lo que Shoshana Zuboff denomina capitalismo de la vigilancia. Sitios web como google, facebook, twitter, etc., nos ofrecen la oportunidad de difundir y acceder a múltiples contenidos en Internet y conectarnos con otras personas a cambio de que esos sitios puedan usar nuestros datos personales, nuestros contactos y toda la información acerca de las actividades que realizamos. Mediante procesos de agrupamiento y simplificación de la información de los usuarios, esos sitios web individualizan perfiles de todos los que ponemos información en esas redes pues todos somos potenciales consumidores y votantes. Esos sitios web no venden la información que recaudan. Venden a otras compañías, grupos, facciones, etc., la posibilidad de llegar a cada uno de nosotros con información que se ajusta a preferencias específicas, ansiedades particulares, así como miedos y rabias muy personales. En algunos casos (Google, Amazon), ya han comenzado a ofrecer ellos mismos bienes y servicios ya sea como productores o como intermediarios.

Lo decisivo de la economía digital, como lo notó Zuboff en uno de sus primeros trabajos, es que toda actividad realizada digitalmente deja una huella, un rastro que puede ser monitoreado y convertido en objeto de aprendizaje. El tema es quién tiene la capacidad de monitorear y de aprender, para qué fines, bajo la autoridad de quién y a quién le tiene que rendir cuentas del ejercicio de esa capacidad. Muchas personas tememos quedar bajo el ojo de estados de vigilancia. Desafortunadamente, no todos tenemos una gran aprensión hacia el hecho de estar bajo el ojo de empresas de vigilancia como Google, facebook, twitter, etc. El efecto devastador de la difusión en todo el mundo de la polarización política y la incivilidad debería ser razón suficiente para que se configure una nueva mayoría que se proponga recuperar la democracia y ponerle límites a las redes sociales, de modo más general, al capitalismo de la vigilancia.

Este es el llamado que hizo Carol Cadwalladr en su presentación en TED, luego de haber puesto en la palestra la responsabilidad de las redes sociales en el proceso de erosión y socavamiento de la democracia. Aquí quisiera citar de nuevo su conclusión: “La democracia no está garantizada ni es inevitable. Tenemos que luchar y tenemos que ganar. No podemos permitirle a estas empresas tecnológicas tener un poder sin límites. Les corresponde a ustedes y a todos nosotros recuperar el control.” (Su presentación ya está disponible en youtube con subtítulos en español.)

Si tuviéramos por fin la voluntad de recuperar la democracia y la libertad personal, ¿qué tendríamos que hacer? ¿En qué áreas deberíamos concentrar nuestras acciones? Por lo menos, ¿qué discusiones tendríamos que abordar? Luego de las revelaciones acerca de la manipulación de los votantes en el Brexit y en la elección de Donald Trump, así como del avance de movimientos como Alternativa por Alemania, etc., el editorialista Armin Mahler de Der Spiegel, Jon Berkeley de The Economist (‘Do Social Media Threaten Democracy?’, 4/11/2017), los periodistas del New York Times Adam B. Ellick y Adam Westbrook, David Bayen de The Intercept e incluso gobiernos como el del Reino Unido se han dado a la tarea de pensar cómo podríamos regular las redes sociales. Pensadores como Evgeny Morozov y Siva Vaydhianathan también han hecho planteamientos que conviene retomar. Aquí quisiera recapitular varias de las propuestas y temas sugeridos en la discusión de porqué y cómo regular las redes sociales. Antes de entrar en materia, discutiré algunos de los formidables prejuicios en contra de esa regulación.

Las redes sociales son un tipo de medio de comunicación no convencional. Comparten con medios tradicionales la característica de guardar y difundir información, pero se diferencian de ellos por el hecho de que son principalmente los usuarios de las redes sociales quienes realizan la tarea de publicación de contenidos. Esta característica ha contribuido a que pensemos que toda forma de regulación entrañaría necesariamente una restricción indebida de la libertad de expresión.

La verdad, sin embargo, es que no todas las restricciones a la libertad de expresión son indebidas. La clásica metáfora de la jurisprudencia estadounidense en el caso Schenck v. United States –nadie tiene la libertad de gritar ‘fuego’ en un teatro lleno de gente y de ese modo causar pánico– es indicativa del hecho de que uno no puede con impunidad afirmar cualquier cosa, haciendo caso omiso del efecto nocivo que puede tener su afirmación en la sociedad.

Más afortunada quizá es la afirmación de Charles P. Scott, editor del Manchester Guardian según la cual en su diario “la opinión es libre, pero los hechos son sagrados”. Uno puede argüir que la diferencia entre una cosa y otra es tenue en algunos casos, pero esa delgada línea que separa las afirmaciones acerca de hechos de la expresión de una creencia o juicio acerca de lo cual no hay acuerdo debe ser siempre mantenida. De otro modo, entraríamos inevitablemente en el terreno de la posverdad y quedamos abocados a la imposibilidad de distinguir entre una noticia falsa de una verdadera, como ha empezado a ocurrir en la actualidad. Aunque es cierto que la manipulación y la propaganda tienen una larga historia, nunca antes el espacio público había quedado oscurecido por la avalancha de creencias y juicios que se presentan como hechos y de hechos que han sido inventados para obtener una ventaja política.

Si los medios de comunicación, tradicionales y no tradicionales, no cumplen con su tarea de distinguir entre hechos y opiniones, es necesario, tal es mi opinión, que un ente regulador público les imponga sanciones y, enventualmente, les impida continuar ocupando un lugar en la conversación pública. La creencia de John Stuart Mill (1859) y, en general, de todo el pensamiento liberal, de que la mejor forma de contener la difusión de afirmaciones falsas y opiniones erróneas es mediante la libre discusión ha quedado completamente rebasada por los hechos. Esa creencia tuvo sentido en un mundo en el que no existían aún troles y bots, y donde no había multimillonarios como Robert Mercer dispuestos a financiar campañas de activación de la ansiedad y la rabia de los votantes mediante el uso de perfiles individualizados.

La idea de la autorregulación de los medios tampoco tiene mucho sentido en sociedades en las cuales una gran parte de los medios tradicionales ha sucumbido al avance de grandes conglomerados económicos. Estos han encontrado en los medios tradicionales una forma de consolidar su prestigio e influencia en la sociedad. A la luz de estas realidades, aferrarse al viejo credo liberal de resistencia a toda forma de regulación de los medios es traicionar la sustancia de ese credo. Sus ejes fundamentales son el pluralismo, la libertad de expresión y los límites a la interferencia de poderes despóticos. Casos hay, de todos modos, de quienes defienden el despotismo de los propietarios de los medios tradicionales en nombre de la libertad y de quienes se oponen a la regulación de las redes sociales evocando el viejo temor de que toda regulación sería una forma de censura.

La regulación de las redes sociales, como la de los medios de comunicación tradicionales, se enfrenta a otro prejuicio derivado de la ideología liberal – más precisamente, de la ideología neoliberal: la regulación afectaría la eficiencia con la cual los sitios web y los medios tradicionales realizan su actividad. Este es un argumento que tiene un renombrado pedigrí. Fue inicialmente elaborado en 1966 por el entonces profesor de Yale Robert H. Bork, quien se dio a la tarea de limitar el alcance de la ley antimonopolios aprobada por el Congreso de Estados Unidos en 1890. Según Bork, el bienestar de los consumidores es el único criterio que debe presidir la aplicación de esa ley. Luego, en su magnum opus Derecho, Legislación y Libertad (capítulo 15), Friedrich von Hayek (1979) hizo eco a la tesis de Bork. Se sirvió de la distinción entre el gobierno de las cosas y el gobierno de los hombres para poner en tela de juicio la forma en la cual las leyes antimonopólicas procuran evitar la concentración de poder en manos de una empresa. En su opinión, el aumento de la eficiencia de una empresa es un beneficio del que no deberíamos prescindir, incluso si ella es un monopolio. La intervención del Estado en el mercado tendría un efecto pernicioso pues no compensaría la pérdida de libertad de un agente económico cuyo poder podría ser refrenado en el futuro por otros agentes económicos.

En la misma línea, más recientemente Uriel Spiegel y otros economistas cuestionan las leyes antimonopólicas en sectores como la electricidad y las telecomunicaciones pues, según ellos, no contrarrestarían la pérdida de eficiencia de las empresas afectadas. Con un razonamiento similar, en un artículo reciente en el New York Times (‘Breaking Up Facebook Is Not The Answer’, 11/05/2019), Nick Clegg afirma que el gran tamaño de una empresa no es en sí mismo algo malo y que sería un error sancionar a una empresa por crecer. En su opinión, quienes invocan las leyes antimonopólicas en el caso de facebook han malinterpretado su significado el cual es “proteger a los consumidores asegurándoles que tendrán acceso a productos y servicios de bajo costo y gran calidad.” Conviene tener en cuenta que, después de ocupar el cargo de vice-primer ministro del Reino Unido, Clegg funge hoy como vicepresidente de asuntos globales y comunicaciones de facebook.

Chris Hughes, uno de los cofundadores de facebook, refutó la tesis de Clegg antes de que éste incluso la escribiera. En el ensayo que Hughes publicó en el New York Times pidiendo la aplicación a facebook de leyes antimonopolio (‘It’s Time to Break Up Facebook’, 09/05/2019), éste hizo un rápido recuento de las razones por las cuales pensadores liberales se han opuesto a que una sola empresa sea la proveedora de un bien o servicio. De partida, refirió que Jefferson y Madison fueron voraces lectores de Adam Smith, “quien creía que los monopolios prevenían la competencia que estimula la innovación y conduce al crecimiento económico.” Luego hizo una referencia al discurso del senador republicano John Sherman quien es tenido como el padre de la legislación antimonopólica en los Estados Unidos. Aquí vale la pena citar los argumentos de Smith y de Sherman pues ambos, el economista y el político, proporcionan sólidas razones para oponerse a la concentración de poder económico.

En varios pasajes de La Riqueza de las Naciones, Adams Smith (1776) cuestiona la acción de los empresarios que procuran limitar la libertad de comercio. En efecto, en el capítulo II del Segundo Libro de su tratado, Smith ataca a los empresarios cuyo interés es siempre ampliar los mercados y restringir la compencia económica para de esa manera incrementar sus ganancias más allá de lo que ellas naturalmente deberían ser. De ahí que, señala Smith, toda propuesta de legislación hecha por los empresarios deba ser examinada cuidadosamente, no sólo con el mayor escrúpulo sino con la atención más recelosa. El interés de los empresarios, agrega Smith, “no es nunca exactamente el mismo que el del público pues tienen generalmente un interés en engañar e incluso oprimir al público pues son quienen en múltiples ocasiones lo han engañado y oprimido.” Conforme con estas observaciones, al final del Capítulo II del Libro Cuarto, Smith observa que el miembro del Parlamento que apoya las propuestas que fortalecen los monopolios adquirirá no sólo la reputación de entender cómo funciona el comercio sino también gran popularidad e influencia entre los poderosos. En cambio, si se opone a las medidas que los fortalecen, ni su probidad ni su rango ni su servicio al público lo protegerán “del abuso y ataques más infames, de los insultos personales, ni algunas veces de verdadero peligro proveniente de la rabia de los monopolistas decepcionados y furiosos.”

Un poco más de un siglo después, el Senador John Sherman pronunció un memorable discurso contra los monopolios que para entonces habían surgido en los Estados Unidos. De partida, Sherman señaló que el propósito de todo conglomerado es hacer imposible la competencia, controlar el mercado, bajar y subir precios a su conveniencia de manera que promuevan sus intereses. Al carecer de competidores, la ley del egoísmo los fuerza a desconocer el interés de los consumidores. El problema para Sherman no era, sin embargo, de orden meramente económico. El problema con los conglomerados era, y sigue siendo, fundamentalmente político. Dijo Sherman (Congressional Record – Senate, 1890, p. 2457), “Si los poderes concentrados de este conglomerado se le confían a un solo hombre, esa sería una prerrogativa propia de reyes, inconsistente del todo con nuestra forma de gobierno, lo cual debería ser objeto de la empeñada resistencia de las autoridades estatales y federales. Si hay algo malo, esto es malo. Si no soportamos un rey como autoridad política, no deberíamos soportar un rey que controle la producción, el transporte y la venta de cualquier objeto básico en nuestra vida. Si no nos sometemos a un emperador, no deberíamos someternos a un autócrata del comercio, con el poder para impedir la competencia y fijar el precio de cualquier mercancía.”

Son precisamente las consecuencias políticas de la concentración de poder económico las que los neoliberales soslayan. El problema con los conglomerados económicos que controlan una actividad o segmento del mercado no se limita a que extraigan un beneficio más alto de los consumidores del que podrían obtener en condiciones de competencia; tampoco a que ahoguen la innovación que podría beneficiar a esos mismos consumidores. El problema con los conglomerados económicos es, además de económico, político. Concierne a la exagerada influencia que adquieren en el proceso de discusión pública y a la influencia indebida que ejercen en el proceso institucional de toma de decisiones.

En un ensayo clásico sobre el tema (‘What Happened to the Antitrust Movement?’ – ‘¿Qué le ocurrió al Movimiento Anticonglomerados?’), el historiador Richard Hofstadter (1964) resaltó el hecho de que en los Estados Unidos la motivación para aplicar la ley antimonopólica había sido más política que económica. Es cierto que numerosas decisiones judiciales limitaron su ámbito, como aquellas basadas en la cuestionable doctrina de la regla de la razón. Sin embargo, a partir del gobierno de Franklin Delano Roosevelt, en muchos casos (como United States v. Alcoa) la acción de las autoridades contra los monopolios respondió menos a preocupaciones acerca de la eficiencia económica que al imperativo de una sociedad democrática de no permitir a grandes poderes privados operar al margen de controles legales. El trasfondo de esa acción del gobierno era el acuerdo de amplios sectores de la sociedad de que no era sabio confiar en la moralidad de los grandes conglomerados. Para Hofstadter, el punto no es que los hombres detrás de esos conglomerados tengan intenciones malas o siniestras sino que, como todos los hombres, están sujetos a limitaciones bastante humanas en el ejercicio de su poder.

Uno podría explicitar su tesis los términos elaborados por Barbara Tuchman en The March of Folly (La Marcha de la Locura), esto es, que el poder “nutre el disparate; que el poder para mandar frecuentemente causa la falta de reflexión; que la responsabilidad del poder a menudo se desvanece a medida que aumenta su ejercicio.” No menos cierta es la célebre tesis de Lord Acton según la cual el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. La quiebra del pensamiento liberal y, por supuesto, del pensamiento neoliberal, radica en el hecho de limitar su atención al poder político y en ignorar las implicaciones políticas del poder económico. Inversamente, la revitalización del pensamiento liberal depende justamente de dirigir la atención hacia la concentración de poder económico y sus consecuencias políticas. En este orden de ideas, la máxima de Lord Acton debe aplicarse al caso de los conglomerados económicos y de esa aplicación deben derivarse todas sus implicaciones. Es evidente que la inmensa riqueza acumulada por los monopolios les permite corromper la acción de todas las autoridades a expensas de la sociedad. Por tanto, con base en esta premisa, la regulación de las redes sociales debería poner un freno al efecto devastador que hoy tienen en el proceso político.

Hay, todavía, un tercer prejuicio en contra de la regulación de las redes sociales: es el que proviene de la fe en la tecnología y en el progreso. Se trata de la creencia de que las invenciones tecnológicas constituyen la mayor realización de la humanidad y que su difusión y aplicación resolverán nuestros problemas fundamentales. En el caso de las redes sociales, las regulaciones institucionales serían meramente obstáculos al uso y funcionamiento de los dispositivos mediante las cuales la gente se conecta entre sí y comparte e intercambia información. Este prejuicio a favor de la tecnología comparte con el neoliberalismo la sospecha de que toda intervención en la dinámica autónoma de la sociedad socava la libertad. Lo específico de este prejuicio es creer que los problemas generados por la tecnología se pueden resolver con otros dispositivos tecnológicos.

Este prejuicio se ha arraigado en varios ámbitos. De acuerdo con una noticia reciente, los fiscales echarán mano de los resultados de un algoritmo que predice la probabilidad de reincidencia de un delincuente para tomar la decisión de detener preventivamente a un sospechoso. En el caso de las redes sociales bastaría citar el candor con el cual Dorsey refiere la manera en la que twitter responde a los problemas asociados a la incivilidad y la polarización en esa red social: mediante algoritmos. No obstante, su silencio frente a asuntos como las amenazas que Donald Trump profiere en twitter es bastante elocuente. Refleja la incapacidad de muchos de los inventores y programadores de Silicon Valley para pensar más allá de soluciones tecnológicas.

Este es, al final, el efecto más pernicioso de la fe en la tecnología y en el progreso: la sustitución del pensamiento por el cálculo y la consecuente abdicación a favor de las máquinas de la responsabilidad de juzgar y tomar una decisión. Neil Postman (1993) arguye en Technopoly: The Surrender of Culture to Technology (Tecnópolis: El Sometimiento de la Cultura a la Tecnología) que hemos llegado a un estado de la civilización en el cual la tecnología constamente genera más información de la que pueden procesar las instituciones y que, en consecuencia, descargamos en la misma tecnología la tarea de resolver los problemas que ella genera. La diferencia con respecto a los estados previos radica en el hecho de que ya no hay tradiciones a las cuales se subordine la tecnología pues la fe en ella ha desacreditado todas las demás creencias. Su diagnóstico tiene mucho que ver con el de Nietzsche en lo que concierne al efecto corrosivo de la modernidad sobre el pasado e incluso sobre ella misma. En línea con ese diagnóstico, Postman ve con alarma la creencia de que el remedio para el desencanto del mundo y la pérdida de sentido de la vida sea la expansión de la tecnología en todas las áreas de la vida.

El autor de Technopoly considera que hay todavía espacio para salir del predicamento en el que nos encontramos. A nivel individual, Postman pone su confianza en quienes él llama los amorosos luchadores de la resistencia (loving resistence fighters) que no renuncian a la diferencia entre lo sagrado y lo profano; que son capaces de tomarse en serio las tradiciones religiosas; que no permiten que ninguna ciencia social tome el lugar del sentido común y del pensamiento moral; que no abdican ante los números, los cálculos y la eficiencia; en fin, que no comparten el credo de que la tecnología representa el mayor logro de la especie humana. A nivel colectivo, Postman cree que la educación todavía puede inculcar en la juventud una apreciación del mundo no dominada por la tecnología. El camino para hacerlo sería mediante la historización de las realizaciones de la especie. Dicha historización debería servir para conectar a la juventud con ‘la gran conversación‘, el proceso continuo de afirmación, réplica y contrarréplica que hay detrás de cada institución e invención humanas; también para construir teorías con las cuales poder entender el sentido de cada cosa.

En su libro Straw Dogs (Perros de Paja) John Gray (2002) afirma, por el contrario, que la autonomización de la tecnología es un proceso irreversible. Aparentemente, hace ya tiempo perdimos todo control social sobre la tecnología y sus efectos. Lo que está en cuestión en el caso de las redes sociales es precisamente la posibilidad de encapsular los efectos negativos de las tecnologías de la información y la comunicación. El signo más positivo a este respecto quizá sea el hecho de que uno de los profetas de Tecnópolis haya finalmente cedido a la presión popular y haya reconocido la necesidad de regular las redes. Me refiero a Mark Zuckerberg quien publicó el 30 de marzo de este año un artículo en The Washington Post detallando las áreas en las cuales él cree que es necesario que haya una regulación legal de la actividad de facebook.

Hay un último prejuicio que se opone a la regulación de las redes sociales: es la creencia de que la apropiación de nuestros datos individuales no tiene un efecto colectivo siniestro y que en las redes sociales podemos conservar nuestra autonomía inalterada de cara a la manipulación de nuestras preferencias, valoraciones, ansiedades y miedos. Esta creencia es una falacia que proviene de una sobre-estimación de nuestra capacidad para juzgar sin interferencias externas y de una subestimación de la capacidad de las redes sociales para encontrar los puntos débiles de nuestro razonamiento.

La psicología social y cognitiva, primero, y la neuropsicología, después, han hecho una disección de nuestra capacidad de juicio que no nos deja bien parados. Sus hallazgos confluyen en la descripción nada honrosa de ser unos tacaños cognitivos, esto es, individuos propensos a utilizar atajos y simplificaciones abusivas para resolver problemas complejos. No obstante, la gran mayoría de personas no se reconoce en esta descripción. Antes bien, tiende a figurarse como individuos que deliberan cuidadosamente acerca de los diferentes elementos involucrados en su proceso de decisión. A la par con esta sobre-estimación de nuestra capacidad de juicio, las redes sociales y, en general, todas las plataformas digitales, han computado toda nuestra actividad para predecir nuestro compartamiento y también han computado nuestras vulnerabilidades para explotarlas con fines comerciales y políticos. El escándalo de Cambridge Analytica, al cual hice referencia en la entrada anterior, es el caso más notable de este fenómeno.

Afirmar que es necesario regular las redes sociales va en contravía de los dos mencionados prejuicios. Es un ataque al cuadro idealizado que tenemos de nosotros mismos. Quizá sea este el más formidable obstáculo que tengamos que vencer en la campaña para recuperar el control de nuestra actividad en el mundo digital y poner un freno a la inicivilidad y la polarización que socavan hoy el proceso político.

Si pudiéramos superar estos obstáculos a la regulación de las redes sociales, ¿qué podríamos hacer para poner un cordón institucional a la forma en la cual en el plano de la política la tecnología ha sacado lo peor de nosotros mismos? Aquí haré una rápida recapitulación de varias propuestas.

La primera, lógicamente, es que a toda red social ha de exigírsele la designación de una persona residente en el país que la represente legalmente. Esa persona debe tener, por tanto, la capacidad de comparecer ante cualquier autoridad administrativa y judicial cuando se demande a su red social por violación de las leyes del país.

De aquí en adelante hemos de considerar cuáles pueden ser las potenciales violaciones por las cuales una red social pueda ser considerada responsable. La primera de ella es la ser responsable de la difusión de mensajes, como lo plantea Armin Mahler, “demostrablemente falsos”, así como aquellos que sean el vehículo de “expresiones de odio”. No faltará quien trivialice estos dos criterios reduciéndolos al absurdo. No obstante, no podemos permanecer impasibles ante manifestaciones del deseo de herir, aniquilar o destruir a personas o grupos enteros. La primera responsabilidad es del usuario de la red social. Sin embargo, si luego de que sus violaciones sean reportadas la red social le permite continuar cometiéndolas, la red social debe ser objeto de sanciones por parte de la autoridad respectiva.

De manera general, las autoridades deberían prescribirles a las redes sociales un deber de cuidado y, en conformidad con ese deber, exigirles a esas redes sociales informes periódicos acerca de la manera en la cual han contribuido a prevenir la difusión de mensajes demostrablemente falsos o incitadores del odio y de la violencia. Una de las implicaciones de ese deber es que las redes sociales le informen a los usuarios si los mensajes que reciben provienen de uno de sus vínculos en esa redo de una fuente confiable. Esta es una propuesta que formuló Jon Berkeley para contener el efecto de los bots. Más allá de este ámbito su aplicación y su eficacia puede resultar bastante discutible. Más decisiva quizá sea la lucha contra usuarios y plataformas anónimos que difundan contenido demostrablemente falso o incendiario.

La contracara del deber de cuidado de las redes sociales es la garantía de la libertad de expresión. Toda red social debe ser tenida como responsable ante las autoridades judiciales por suprimir contenidos o por suspender o excluir a un usuario. De otro modo, en nombre del deber de cuidado las redes sociales podrían cometer muchas arbitariedades.

Mark Zuckerberg que todas las regulaciones legales alrededor del mundo deberían armonizarse de modo que facebook pudiera actuar en cada caso con base en criterios universales. Aunque a primera vista esta demanda parece razonable, entraña el riesgo de hacer tabla rasa de diferencias políticas y culturales que han de ser tenidas en cuenta a la hora de tomar una decisión en la que estén en juego la libertad de expresión y la libertad de cuidado. Esas diferencias corresponden a tradiciones y experiencias particulares que no deberían ser borradas por una tecnología jurídica de la opinión en las redes sociales.

Un tercer ámbito de regulación concierne a la transparencia con la cual deben operar las redes sociales. Este deber concierne, en primer lugar, a la difusión de avisos políticos pagados. La legislación electoral, en particular en lo que se refiere a la financiación de las campañas electorales, seguirá siendo letra muerta, si no se aplica a la difusión de anuncios en las redes. En su artículo en The Washington Post de marzo 30 de este año, Zuckerberg afirma que facebook ha hecho público el archivo de los avisos políticos pagados. La página en la cual esos avisos pueden ser consultados y verificados proporciona en realidad muy poca información. Haga la prueba con cualquiera de los partidos y movimientos políticos en Colombia. No encontrará nada. Por tal razón es imperativo que las autoridades exijan a todas las plataformas digitales, no sólo a facebook, revelar quiénes han pagado cuánto y por cuáles avisos.

Hasta aquí no hay casi nada a lo cual facebook, twitter, etc., estarían dispuestos a oponerse. La presión social a este respecto es en gran medida homogénea. Las propuestas de regulación más difíciles de implementar son las que enunciaré de aquí en adelante.

Para empezar diría que la exigencia de transparencia también concierne al corazón de la forma como operan las redes sociales: sus algoritmos en lo que respecta al tratamiento de los datos de los usuarios. Si nuestra actividad en las redes les permite hacer predicciones acerca de nuestro comportamiento, los usuarios deberíamos saber cuáles son esas predicciones. Esto nos daría un control acerca del modo en el cual diferentes agentes económicos y políticos procurarían ejercer influencia sobre nuestro comportamiento.

Un dominio adicional de regulación es el que se refiere a los impuestos. Toda actividad pagada de difusión de mensajes comerciales y políticos realizada por agentes del país a través de una red social debe ser objeto de tributación. Si la publicidad en los medios tradicionales lo es, entonces también debería serlo la publicidad en los medios no tradicionales como las redes sociales. Que yo sepa, ni facebook ni twitter pagan impuestos en Colombia. Deberían hacerlo.

La aplicación de la legislación antimonopólica a plataformas digitales como Google y facebook es hoy uno de los asuntos que ha entrado en la agenda política de los Estados Unidos. Un buen número de personas en el Congreso estadounidense, comenzando con la senadora Elizabeth Warren, se ha tomado en serio que Google debería renunciar a la propiedad y el control de plataformas como youtube y waze y facebook, de Instagram y de whatsapp. De otro modo, la acumulación y acaparamiento de nuestras huellas digitales seguirá alimentando a las mayores bestias del capitalismo de la vigilancia, bestias dispuestas a devorarnos. Desde la periferia del sistema del capitalismo mundial no es mucho lo que podemos hacer para forzar la disolución de los grandes conglomerados digitales. Sin embargo, el conocimiento público de que son entidades monopólicas debería informar la aplicación de la regulación legal en todos los dominios en que estén en juego los derechos de las personas.

Finalmente, está la cuestión de a quién le pertenece los datos que las redes sociales y, en general, las plataformas digitales obtienen de nosotros. Armin Mahler se ha preguntado si esos datos deberían estar a disposición de los competidores o si los consumidores deberían recibir mucho más a cambio que los resultados de búsquedas en Internet. Esta es la pregunta crucial que definirá el futuro del capitalismo de la vigilancia. Evgeny Morozov plantea que hay una gran utilidad social en que un mismo sitio web acumule información sobre nuestra actividad. Por ejemplo, la información que generamos acerca del uso del transporte público y privado le permite a las ciudades planificar mejor sus inversiones y su regulación de los diferentes sistemas de transporte. Lo que no es obvio en absoluto es que ese sitio web acapare la información generada por los usuarios, la convierta en una mercancía y extraiga de ella un valor que excede con creces lo que el sitio web ha invertido en su infraestructura digital.

Para muchas personas, es todo lo contrario: esta es la obviedad del capitalismo. Lo que estas personas soslayan es la gran diferencia que hay entre la economía de bienes y servicios reales, y la economía digital. Por cuenta del efecto del efecto de red, esto es, la referencia que escalonadamente un conjunto de individuos hace de una página o un sitio web, y de la información generada por los usuarios de ese sitio, en la economía digital hay una marcada tendencia hacia la monopolización: en las búsquedas de Internet, Google; en redes sociales, facebook y, en menor medida, twitter; en el comercio al detal, Amazon; en el servicio de transporte privado, Uber; etc. Esta tendencia opera incluso en el ámbito de la blogo-esfera, esto es, los blogs más leídos son unos pocos entre miles, incluso millones disponibles en Internet. A la luz de esta realidad, es entendible que incluso Steve Bannon, el infame ex-asesor de Donald Trump, se haya planteado declarar a plataformas como Google y facebook empresas de servicio público para regularlas como tales.

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