Cosmopolita

Publicado el Juan Gabriel Gomez Albarello

Cantos de Sirenas: En qué se equivocan los críticos del Fast Track

He leído y releído con mucha atención los textos que Roberto Gargarella y Jorge Humberto Botero han escrito sobre la aparente incompatibilidad entre los principios de la deliberación democrática, encarnados en la Constitución, y el procedimiento de vía rápida para la implementación de los Acuerdos de Paz, también llamado Fast Track. En mi más considerada opinión, encuentro que sus argumentos adolecen de un grave error: no considerar suficientemente los supuestos de hecho de los que depende la aplicación de los principios que ellos invocan.

En la discusión sobre este tema, quisiera jugar un rol similar al que tuvo George Ball en el gabinete de John F. Kennedy y luego en el de Lyndon B. Johnson, a propósito de la Guerra de Vietnam. Como Dean Rusk, Robert McNamara, McGeorge Bundy y Walter Rostow, George Ball hizo parte de un equipo de gobierno excepcional, uno que mereció que sus integrantes fueron llamados “los mejores y los más brillantes” (en inglés, the Best and the Brightest). Algunos años después, David Halberstam utilizó esta expresión como título de un libro en el cual quiso explicar cómo gente tan inteligente pudo enredar a su país en una confrontación sin salida a miles de kilómetros de distancia. El rol que asumió Ball en ese equipo de gobierno fue el de un tábano incómodo, una suerte de Sócrates politológico, siempre demandándole a sus interlocutores que meditaran con más cuidado acerca de las premisas de sus razonamientos – Ball dejó un registro de su aleccionadora experiencia en su libro The Past Has Another Pattern: Memoirs. Como Ball, yo también quisiera invitar a mis interlocutores a pensar con más detenimiento sobre las supuestos en los que basan sus análisis, luego de lo cual quisiera presentar de forma sucinta el mío propio.

Gargarella afirma que los hechos han demostrado que los Acuerdos de Paz firmados con las FARC sí se podían revisar y que, si se efectuaba esa revisión, no se reiniciaría la confrontación. Si ello fue posible una vez, podría serlo otra, no por capricho, sino para lograr la realización de los principios básicos de la deliberación democrática. Botero razona de forma similar. Sostiene que es afortunado que la segunda firma de los Acuerdos de Paz en el Teatro Colón haya coincidido con el inicio del proceso de concentración, desarme y desmovilización de las FARC. Dado que se trata de un proceso que ha sido bien concebido, Botero señala que podemos apostar a que saldrá bien.

Aquí está, a mi juicio, el primer grave error que cometen estos ilustres analistas. El proceso de concentración de las FARC apenas ha comenzado, lo cual significa que puede reversarse en cualquier momento. Con anterioridad al Plebiscito, las FARC fueron explícitas en decir que si triunfaba el NO, no volverían al conflicto. Esto no quiere decir que no estén dispuestas a retomar la confrontación nunca más. Antes bien, varios de sus dirigentes han dado señales bastante claras acerca del efecto perturbador que tendría abandonar la implementación de los Acuerdos de Paz al procedimiento legislativo ordinario. Una de esas señales ha sido la afirmación de Jesús Santrich según la cual, “si hay refrendación sin Fast Track, nosotros tendríamos que volver al monte.”

Creo que este escenario no es descartable. Desde luego, antes de entrar en consideraciones adicionales, podemos contemplar la posibilidad de que las FARC fingieran estar dispuestos a regresar al conflicto armado. El motivo que tendrían para ‘cañar’ de este modo sería extraer de la sociedad la promesa de que la implementación de los Acuerdos se tendría que hacer conforme al procedimiento que menos oportunidades le da a la oposición para introducirles modificaciones. Tratándose de las FARC y, en general, de cualquier organización política, esta conjetura me parece razonable.

No obstante, aquí no se agota el análisis de la situación. Incluso si estuvieran dispuestas a continuar en el proceso sin Fast Track, las FARC tendrían que enfrentar la dificultad de mantener la unidad de sus filas en un contexto de incertidumbre prolongada. En efecto, si la incertidumbre acerca de la implementación de los Acuerdos se hiciera indefinida, podrían suceder dos cosas: una, la ocurrencia de deserciones de sus miembros hacia el ELN; dos, la ocurrencia de deserciones hacia bandas criminales. No puede descartarse una combinación de las anteriores: la ocurrencia de deserciones hacia el ELN y hacia bandas criminales. A lo cual podríamos agregar la posibilidad de deserciones más indeterminadas.

Esto no es una mera especulación. Es una estimación informada de probables cursos de acción, basada en el conocimiento que tenemos de las dinámicas de los conflictos armados prolongados. Yo digo esto con conocimiento de causa. Fui investigador de la Comisión de Superación de la Violencia, una comisión creada como resultado de los acuerdos firmados entre el Gobierno, por un lado, y el EPL, el PRT y el Quintín Lame, por el otro, para investigar la presencia de factores de violencia en las zonas en las cuales se desmovilizaron esos grupos. Posteriormente, fui investigador de la Comisión de la Verdad de Naciones Unidas para El Salvador.

Volvamos a los supuestos de hecho de los argumentos en cuestión. Gargarella, me parece, deriva consecuencias equivocadas de su apreciación del carácter extraordinario de la transición política que tiene lugar en nuestro país. Si entiendo bien su planteamiento, éste podría ser formulado así: entre más extraordinarios sean los cambios a realizar, más extraordinaria –en el sentido de profunda y extensa– tendrá que ser la deliberación política acerca de esos cambios. Gargarella, sin embargo, parece insensible a un tipo de fenómenos extraordinarios que en la teoría política y jurídica se encuadran dentro de la categoría de lo excepcional. Las situaciones de guerra exterior, conmoción interna y emergencia económica o social son todas extraordinarias, en el sentido de alejarse de los parámetros de lo ordinario. De acuerdo con el principio anteriormente enunciado, la deliberación acerca de estos asuntos debería ser más prolongada y detenida que lo usual, lo cual contradice todo lo que nuestro sentido común nos dice acerca de la importancia de encarar y resolver prontamente esas situaciones excepcionales.

Sotengo que la resolución pacífica del conflicto armado en Colombia pertenece a lo extraordinario, pero en el sentido de lo excepcional. Esto no implica necesariamente que el modo de encararlo sea poniendo en cabeza del ejecutivo todas las decisiones concernientes a la transición de la guerra a la paz. Empero, no debe olvidarse que es esta la clase de transición que se está efectuando, no una resolución de problemas estructurales de la sociedad o del régimen político. Está en juego la superación de una de las condiciones que ha dificultado la realización plena del Estado social de Derecho: la confrontación armada con las FARC. En esta transición, los debates prolongados no disipan la incertidumbre; la agravan de un modo que hacen que toda la transición sea puesta en peligro.

La idea de que la implementación de los Acuerdos puede hacerse de un modo ordinario, como lo propone Botero, o de un modo más exigente que el ordinario, como lo propone Gargarella, está en contravía de la resolución y presteza que demanda la situación excepcional en la que nos encontrarmos. Me parece imprudente correr el riesgo de que esa implementación entre en el túnel negro de los debates ordinarios en el Congreso. Esos debates no van a estar a la altura de ningún estándar de deliberación democrática. Lo más probable es que se realicen de acuerdo con las mezquindades habituales de los políticos, en particular, de aquellos que tienen el horizonte puesto en las próximas elecciones, no en la superación del conflicto y la realización de la paz.

Aquí radica el segundo grave error de apreciación de los hechos que yo encuentro en el razonamiento de Botero y de Gargarella. Para que ese razonamiento fuese convicente, tendríamos que aceptar que la deliberación que tiene lugar en el Congreso tiene más virtudes que defectos y que, por imperfecto que sea, el resultado de esa deliberación reflejará el interés de todos los afectados. Botero y Gargarella nos piden que suspendamos nuestra incredulidad de un modo casi heróico. Leyéndolos no pude sino recordar las páginas que, en su obra maestra Facticidad y Validez: Sobre el Derecho y el Estado Democrático de Derecho en términos de Teoría del Discurso, Jürgen Habermas dedica a la deliberación política en las instituciones representativas. De esas páginas pienso que ofrecen una descripción estilizada y bastante esterilizada de los debates legislativos. Digo esto en el sentido de que tal descripción hace caso omiso de todo lo particularista y cortoplacista que, la más de las veces, prevalece en la dinámica política ordinaria. Más realista, y mucho más claramente integrada a su teoría, me parece la descripción que hace Friedrich von Hayek de esa misma dinámica en el tercer tomo de su libro Law, Legislation and Liberty (Derecho, Legislación y Libertad). Allí Hayek excoria el funcionamiento de los regímenes mal llamados democráticos por su subordinación a intereses particulares, intereses que presumen de encarnar algún grado de generalidad por la vía de una mera agregación, la de la regla de la mayoría. Yo no me identifico con el modelo hayekiano de democracia, pero son descripciones como las suyas las que nos sirven de hipótesis de trabajo.

A los que no estuvieren convencidos, les pediría que recordaran cuál fue la suerte de la abortada reforma a la salud. Como en todos los regímenes representativos, la agenda de aquello sobre lo cual se delibera la fijan los líderes de los partidos. Usualmente lo hacen de un modo que refleja sus intereses particulares, no el interés general. En la Atenas clásica, por el contrario, ciudadanos de todos los distritos (demes) que conformaban la ciudad eran escogidos al azar para integrar un consejo (el Boulé), con el fin de que fijara la agenda de la asamblea (Ecclesia). La existencia de un velo artificial de ignorancia, el que producía la selección por sorteo, aseguraba que esos ciudadanos consultaran el bien de la ciudad y no solamente el suyo propio. Desafortunadamente, la idea del velo de la ignorancia y el principio de imparcialidad son meras entelequias que no tienen mayor impronta en debates como los de la reforma a la salud y tampoco la tendrán en los debates acerca de la implementación de los Acuerdos de Paz.

No es éste el lugar para analizar las causas de la desconexión que existe entre la deliberación política y la representación democrática ni para proponer remedios que superen esa desconexión. No contamos con instituciones ideales sino con aquellas que, por precarias que sean, son las que hemos construido y aceptado hasta ahora. Con el Congreso que tenemos, lo mejor que podría hacerse en materia de implementación es hacerla depender del procedimiento especial que el mismo Congreso aprobó. No sobra reiterarlo. Apostarle al procedimiento ordinario es correr deliberadamente el riesgo de que la incertidumbre devore la voluntad de paz de los miembros de las FARC y, por lo tanto, de que todo lo logrado a la fecha con tanto esfuerzo se caiga a pedazos. En vez de una solución colectivamente pactada, el colectivo guerrillero podría quedar disminuido y diluido en soluciones individuales de un mejor futuro en organizaciones armadas ilegales, sean ellas políticas o no políticas. Y así, disminuída y diluída, quedaría la paz.

Desde luego, la validez jurídica del Fast Track depende de aceptar la tesis de que la refrendación popular fue efectuada cabalmente por el Congreso. Después de haber impugnado su legitimidad política, ¿me contradigo burdamente al defender la validez de la refrendación que realizó ese órgano representativo? No, si tomamos en cuenta que el Congreso fue la única salida que le quedó al Gobierno ante la tozudez de la oposición. Ésta se comportó como si representara a toda la Nación, una práctica usual en movimientos populistas que dicen encarnar la voluntad de todos los ciudadanos. Partidos políticos responsables, por el contrario, habrían operado en una lógica realista y transaccional.

En porcentajes, el resultado del Plebiscito fue 50.21% por el NO y 49.79% por el SÍ. Con una distribución como ésta, lo sensato habría sido una negociación de concesiones mutuas. En su lugar, lo la oposición recriminó al Gobierno por no haber accedido a la mayoría de sus demandas, como si esa oposición hubiese obtenido un porcentaje de votos igual o superior al 90%. Esta actitud maximalista contrasta con las profundas modificaciones que las partes aceptaron introducirles a los Acuerdos originales. Yo quedé satisfecho al ver que ya no harán parte del bloque de constitucionalidad, punto sobre el cual me pronuncié antes y después del Plebiscito. De modo más general, puedo decir que la nueva versión que firmaron las partes merece mi aquiescencia razonada. Lo mismo afirma el propio Botero. Discrepo de este analista en su apreciación de que los Acuerdos implican una refundación del Estado. Con respecto a este punto, creo que Botero incurre en una desafortunada exageración, que concita una comparación aun más desafortunada. Le encomio, sin embargo, que haga su crítica de forma honesta y constructiva.

Este análisis de los supuestos de hecho del Fast Track no es suficiente para considerar justificado. Al tenor de la definición en sentido amplio que dio el tratadista André Hauriou del derecho constitucional, es preciso llevar a cabo el ejercicio adicional de encuadrar jurídicamente las realidades políticas a las cuales he hecho alusión. El punto más importante a considerar, planteado por los opositores del Fast Track, es que éste da lugar, supuestamente, a una modificación tan profunda del trámite legislativo que entrañaría una sustitución de la Constitución. Este término, elaborado por la Corte Constitucional, remite a cambios que alteran la naturaleza del Texto Fundamental de tal modo que éste deviene irreconocible, esto es, pierde su identidad. El tema es que, como la identidad de los colombianos, la identidad de la Constitución ha sido siempre definida de una manera muy vaga.

En un texto que escribí hace ya casi cinco años, cuestioné la forma en la cual los jueces constitucionales en muchos lugares del mundo se han apropiado de la idea de los límites sustantivos a las reformas constitucionales para ejercer una gran poder discrecional de control acerca de tales reformas. Ese exagerado poder discrecional me pareció y me sigue pareciendo abusivo. En esa ocasión, señalé que, en lo que respecta a la democracia, dejar en manos de las cortes la determinación de cuáles son los aspectos de la Constitución que no se pueden modificar era abdicar semejante responsabilidad en la aristocracia de la toga. Procuré, por tanto, especificarlos del siguiente modo: han de ser inmodificables “las garantías para la libre discusión, la rendición de cuentas y la circulación de mayorías y minorías, en tanto esas garantías son un antídoto contra la concentración de poder y el medio institucional a través del cual se preserva la capacidad de aprendizaje social y político.” (Aquí le ahorraré a los lectores la fundamentación de estos límites. Quien se interese en ellos, puede ir al texto cuyo hipervínculo aparece al inicio de este párrafo.)

No es inútil resaltar que el Fast Track es un procedimiento legislativo especial que regiría únicamente en lo que concierne a la implementación de los Acuerdos de Paz. Para todos los demás asuntos, el procedimiento legislativo aplicable seguiría siendo el ordinario. Por cuenta del Fast Track, el régimen político colombiano no va a dejar de ser presidencialista para convertirse en parlamentario, no va a sustituir la libre competencia en la economía por la planificación central del estado, no va a modificar el régimen territorial, etc., en suma, no va a ser el conducto para ninguna reforma que sustituya la Constitución. La limitación de mayor alcance, la que impide modificaciones a los proyectos de ley y de actos legislativos contrarios al Acuerdo Final presentados por el Gobierno, no precluye en absoluto la libre discusión sobre estos temas. Obligaría a los miembros del Congreso a encontrar fórmulas en armonía con los Acuerdos. Si la mayoría en el Legislativo rechazara las propuestas de implementación del Ejecutivo, una potestad que permanece inalterada, es éste el que tendría que adaptarse a esa situación y llevar a consideración nuevas propuestas.

Esto contrasta radicalmente con el procedimiento legislativo de la Comisión Especial (“Congresito”), creada por la Asamblea Constituyente en 1991. De acuerdo con ese procedimiento, las propuestas del Gobierno se convertían en leyes casi que automáticamente. El único freno era la formación de una mayoría contraria a esas propuestas. Nada similar se ha consagrado en el Fast Track, que tiene que examinar la Corte. El poder de iniciativa, el trámite preferente, las restricciones a las modificaciones, la compresión de los debates y el procedimiento abreviado de votación no convierten al Congreso en un apéndice del Gobierno. El balance de poder, que incluye el ejercicio de control político al Ejecutivo e incluso el de censura a los ministros, continúa intacto. Por ello me parece que las alarmas que ha encendido la oposición con respecto al Fast Track tienen un carácter similar a las denuncias que esa misma oposición ha hecho acerca del carácter castro-chavista del Gobierno: aturden con su ruido, polarizan la opinión y hacen más difícil el aclimatamiento de la paz.

Reitero que la transición que estamos efectuando de la guerra a la paz tienen un carácter extraordinario, pero en el sentido de lo excepcional. De este carácter se derivan también las extraordinarias medidas exigidas para consolidarla. Someter la transición de la guerra a la paz a los vaivenes del procedimiento legislativo ordinario es imprudente, mucho más cuando el horizonte político está oscurecido por las ambiciones electorales que desde ya han comenzado a perfilarse. Si el razonamiento político-constitucional no se ata al reconocimiento de esta realidad, lo más probable es que la nave de la paz se estrelle contra la cruda realidad de una transmutada continuación de la violencia. En este contexto, los enunciados concernientes a la realización del ideal de la deliberación democrática son seductores, como lo fueron para Odiseo los cantos de sirenas.

Gonzalo R. C., Jorge Iván Palacio, Roberto Gargarella, Maria Victoria Calle y Luis Ernesto Vargas. Foto tomada del blog del seminario de Roberto Gargarella sobre Teoría Constitucional y Filosofía Política.
Gonzalo R. C., Jorge Iván Palacio, Roberto Gargarella, Maria Victoria Calle y Luis Ernesto Vargas. Foto tomada del blog del seminario de Roberto Gargarella sobre Teoría Constitucional y Filosofía Política.

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