Hypomnémata

Publicado el Jorge Eliécer Pacheco

Granizo olvidado

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En 1989, Amado Nervo escribiría un poema al granizo.

Soy diáfano y geométrico, tengo esmalte y blancura
tan finos y suaves como una dentadura,
y en un derroche de ópalos blancos me multiplico.
¡La linfa canta, el copo cruje, yo… yo repico!

Soy diáfano y geométrico, tengo esmalte y blancura

tan finos y suaves como una dentadura,

y en un derroche de ópalos blancos me multiplico.

¡La linfa canta, el copo cruje, yo… yo repico!


Los versos hacen parte de la colección “La hermana agua” y su rima festiva y juguetona hizo que se considerara un poema infantil. Si tales, existen.

Esta loca lluvia congelada, estos témpanos diminutos que ocasionan estragos en los techos, rompen vidrios, cabezas y paraguas brillan por su ausencia en la literatura. Hay nieve, lluvia y bruma, pero no hay rastro de granizo. Claro, exagero. Quizá sería mejor decir en mí literatura, en lo poco que he revisado. No existe el loco granizo destructor y sin ventura.

Sin embargo, este loco de atar a quien Nervo le hace decir: “Tin, tin, tin, tin, mi torre es la nube ideal/ ¡oye mis campanitas de límpido cristal!”, reaparece como parte esencial de la vida. Ante él la admiración, el asombro y la fascinación.

He aquí tres anécdotas sobre el hermano chiflado de la lluvia.

En Bogotá caía todo el tiempo. Cuando salíamos al colegio les saltábamos por encima a los pedazos de hielo. Aprendimos a tenerles asco. Desde pequeños nos enseñaron que el hielo que caía del cielo era sucio, no debía meterse a la boca y daba dolores de estómago. Si alguien quería hielo debía sacarlo de la nevera.

Quizá por eso lo agarrábamos y jugábamos a deslizarlo entre el cuello de la camisa de algún desprevenido. Era fácil agarrar un trozo grande, meterlo en la lonchera y, mientras hacíamos hileras, uno detrás de otro, sacarlo y dejarlo caer por el cuello. El grito era horrible y sacarlo era toda una faena. Después, si te pillaban, para la Dirección.

De vuelta a casa pateábamos los pedacitos que sobrevivían al sol. No siempre hacía frío. No pensábamos mucho en el hielo. El hielo en el piso de las calles era lo más normal del mundo. Lo hermoso, lo verdaderamente hermoso era el chocolate caliente después de una jornada de hielos en la espalda.

Todo estaba preparado para salir a montar bicicleta. Alistamos los cascos y los guantes cortos por los que salían los dedos. Llenamos botellas plásticas con agua y les cambiamos los cordones a los tenis. Sacamos la crema bloqueadora y guardamos algunas monedas en los bolsillos. Por último, escondimos las rodilleras que Doña Claudia, mi mamá, insistía llevar. No podíamos permitirlo. Con los cascos teníamos suficiente. Mañana saldríamos a estrenar la ciclo vía.

No hubo tal.

Amaneció granizando. El hielo era pequeño, casi inofensivo, pero Doña Claudia no nos dejó salir. Los “témpanos” podrían descalabrarnos.

—Para eso tenemos los cascos —recuerdo haber dicho. Pero no hubo argumentos que valieran.

Nos acercamos a la puerta, mi hermana y yo, con los guantes puestos y nos quedamos viendo como caía el hielo que, insensato, nos quitaba un domingo que bien pudo haber sido caluroso y familiar.

Después de que pasó el susto, nos dejaron verlo por la ventana. El ruido era estremecedor. Las patas de algún animal escarbaban las tejas. Nos escondimos debajo de la mesa mientras mi mamá y mi abuela intentaban resguardar la cama y el chifonier por si el techo se venía abajo. Resistió. Nosotros creíamos que era el fin del mundo. Decían que era en el 2000.

Cuando nos dejaron verlo sonreímos, queríamos tocarlo, olerlo, saborearlo. ¡Nieve! Gritamos, recordando alguna película de Hollywood. ¡Hielo! nos corrigió la abuela. Cuando dejó de caer y pudimos salir, nos dio un vaso a cada uno, lo pasamos por el pasto recogiendo la huella blanca que había dejado la tormenta. Los llenamos y, limpiándola un poco, nos metimos la nieve a la boca. La abuela reía. Nos sentamos a su lado y lamíamos el hielo insípido. El sabor lo ponía su sonrisa.

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