En 1991 vivíamos frente a un taller, que era una enramada de latas, gallos de pelea y gatos pendencieros. Ballén era el dueño y señor de ese imperio de grasa y pintura. Además de latonero, él era uno de los luchadores que se presentaban en el barrio Policarpa.

Ballén era irresponsable y chambón, como todos sus empleados, pero siempre tenían trabajo porque él era flexible con el pago al nivel que recibía ollas sin tapa, carros que no tenían motor, bicicletas sin cadena, gafas de sol, perros criollos, loros tuertos y cualquier cosa que él considerara que tenía algún valor.

El 11 de julio de 1991, Ballén sacó su careta de soldadura y se la puso con los movimientos teatrales aprendidos en el Policarpa. Levantó la cara para contemplar el sol que empezaba a esconderse detrás de la luna, que parecía una moneda de 10 pesos. No tardaron sus empleados en pedirle la careta para observar el cielo entre comentarios y risas.

El sol desapareció detrás de la luna y la luz del día se transformó en la penumbra de las 6 de la tarde. Los gallos del taller se treparon al tronco en el que dormían y los perros buscaron las piernas de Ballén, que se puso su careta y levantó la cara al cielo para contemplar la luna rodeada por un anillo de luz.

Lentamente regresó la luz que se había ido. Su empleados contemplaron el cielo entre el canto de los gallos que saludaban el nuevo día a pesar de que era el mismo.

—Este eclipse me dio sed —afirmó Ballén con su voz de barriga prominente—. Camilo, tráigase una canasta de cerveza.

—¿Con qué plata? —respondió Camilo.

—Empeñe la batería del carro azul.

Camilo llegó una hora después, con la canasta de cerveza y dos botellas de aguardiente. Él sabía cómo era la sed de su hermano mayor y la de sus empleados, que se frotaron las manos cuando lo vieron llegar. El eclipse derivó en una borrachera de latoneros y pintores que narraban el eclipse como si hubieran sido testigos de un milagro. Ese día Ballén se emborrachó como si supiera que ese sería el último eclipse que contemplaría en su vida.

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