Otro mundo es posible

Publicado el Enrique Patiño

Cuando la generación Google olvida cómo preguntar

Esta es la reacción de un autor frente a los estudiantes que lo llaman para pedirle que les resuelva tareas sobre el libro que él escribió.

Una estudiante me escribe un mensaje a las 9 de la noche. No alcanzo a leerlo cuando ya me ha llamado directamente por una aplicación de las redes sociales y me ha dejado también un mensaje por Instagram. No contesto la llamada del número desconocido, por seguridad, pero escucho su mensaje de voz con carácter urgente: tiene una tarea para el día siguiente y quiere que yo haga parte de la tarea: es sobre mi libro La sed. Según ella, su profesor de Palmira (Valle) los puso a leer mi libro, no lo tiene y necesita leer un capítulo.

Lo que en principio era preguntarme por el quinto capítulo se convierte pronto en una petición para que le envíe el libro por PDF, y para que yo le escriba preguntas sobre mi libro para que ella las pueda presentar al día siguiente: supongo que necesita armar un cuestionario con la lectura, pero no alcanza a explicarme eso. El tema es que necesita el libro ella, y todo su salón, porque “nadie lo tiene”.

No me suena lógico que la noche antes de entregar el resumen del quinto capítulo nadie tenga el libro, que no sean capaces de decirle al profesor que no lo consiguieron y que lo mejor que se les ocurre es pedirle al escritor que se autopiratee —sin importar si pasó un año escribiéndolo.

Insiste en que se lo regale para que todos lo fotocopien y distribuyan. Estoy seguro de que no le dirán jamás a un odontólogo que les regale el trabajo de su ortodoncia ni a un supermercado que les dé gratis la comida para sus onces.

Le explico, mientras trato de ver hacia dónde me conduce, que como escritor gano el 8% de las ventas anuales de mis libros (el ejemplar vale $25.000; haga cálculos), y que eso, en un país tan poco lector como Colombia es muy, pero muy poco: quiero decirle que gana más una joven como ella si hace un turno en vacaciones con las propinas de un restaurante que un escritor; quisiera contarle que esta profesión de amor y empeño es azotada por la piratería (tres de mis libros están pirateados) y que me merezco al menos ese 8% por quemarme las pestañas en noches de trasnocho. Que eso que recibo me alcanza para algún pago de servicios públicos, y eso sirve mucho.

No atiende razones. No alcanzo a decirle que si lo compran entre varios les sale económico y que puedo pedirle a la editorial que vaya a su colegio para lograr un mejor precio. Cuando se da cuenta de que el quinto capítulo, el que supuestamente quería discutir, tiene más de cuatro páginas, protesta diciendo que es muy largo. Es el único comentario a mi trabajo. Ni siquiera me sigue por redes. Valeria Palacios me contacta para eso y como no le sirvo de mucho, desaparece.

No importa que desaparezca. Es más, aplaudo su atrevimiento. Lo que importa es algo más profundo: le vale un pepino mi trabajo. Su facilidad o su pereza es preocupante, pues uno sabe que a la mayoría les importa ya bien poco esforzarse, pero de allí a que olviden preguntar o hacer algún esfuerzo la cosa pasa de anecdótica a grave. Preocupa también que esté tan arraigada la cultura del atajo que incluso quiera involucrar en ello al escritor; que sean tan hábiles en contactar, pero tan incapaces de aprovechar los contactos; que importe cada vez menos el esfuerzo de los otros cuando lo que se quiere es la respuesta a la tarea del profesor.

No es el único caso: casi todos los estudiantes que me contactan buscan una respuesta puntual a la pregunta de su profesor. Han olvidado que los creadores pueden decirle más que su “fecha exacta de nacimiento”. Muchos jóvenes ni siquiera dicen su nombre, ni se presentan, ni explican de dónde escriben: solo ametrallan una pregunta desesperada, al filo del cierre de su tarea, como si buscaran en otro buscador virtual lo que Google no logra responderles.

Para ellos, para todos ellos, les advierto algo: escribiré más largo y con más giros; vendrán historias más imaginativas y más arriesgadas para que se devanen los sesos y tengan que poner de su parte. Lo haré por mí, que ya no volveré a contestar sino preguntas sin ánimo mercenario, y lo haré por ellos, porque no pueden andar desperdiciando desde la juventud la posibilidad de ampliar sus horizontes por pura flojera.

No todo es Google, chicos. Sigan así y verán cómo terminan convertidos en rebaño más aborregado que las más dóciles de las ovejas; harán con ustedes lo que quieran. Sigan así de flojos y de visión corta, de modo tal que la sociedad obtenga de ustedes justo el rendimiento para exprimirlos y verlos apagarse de desidia, mientras su propia voz morirá sin haber hablado, porque ni siquiera habrán sabido que tenían una. O despierten ya.

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