En segunda fila

Publicado el Juan José Ferro Hoyos

Salvajes

A nadie le ha ocultado Víctor Gaviria que La mujer del animal es una película de denuncia. La denuncia es sobre ese machismo tolerado por nuestra sociedad y que, como ha señalado Carolina Sanín con agudeza, está detrás de todas nuestras violencias. Esta es una película en la que su protagonista se porta como un salvaje y quienes lo rodean cierran los ojos o se acaban por acostumbrar a ese salvajismo. El objetivo de denunciar esa ceguera del que no quiere ver es loable. Lástima que eso no baste para acabar de armar una película redonda.

La principal causa es un guion más bien flojo en el cual la retahíla habitual de groserías, marca de la casa, no suma nada a la construcción de los personajes. Un guion al que el tiempo le pasa sin saber muy bien cómo. Está bien que Gaviria se centre en los momentos de máxima violencia en los que el animal somete a su mujer, pero no por eso debe narrar con tanto desgano lo demás (el prólogo, sobre todo).

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Nunca he creído que las muchas virtudes de las películas de Víctor Gaviria dependan necesariamente de su uso de actores naturales. Los actores son buenos o malos, se dediquen a la actuación o a otra cosa. En La mujer del animal sus actuaciones son muy dispares, y el personaje del animal por momentos no parece creíble pues ni está bien actuado ni el guion le permite descansar de su salvajismo. No estoy diciendo que no se puedan hacer películas bien actuada trabajando sólo con actores naturales (ahí está Pariente para demostrarlo). Estoy diciendo que esa no es una virtud en sí misma.

Por hastío o por cansancio lo más interesante de ver La mujer del animal es la manera como las vejaciones a las que es sometida la protagonista van perdiendo fuerza, y cada vez impactan menos al espectador. Quiero pensar que se trata de una movida muy inteligente de Gaviria para hacernos sentir tan cómplices como los vecinos del animal, para sacudirnos el piso con nuestra complicidad. Pero tampoco creo despreciable una lectura mucho más crítica con la película que señale como el propio regodeo de la cámara con la violencia termina poniéndose, sin quererlo, del lado del victimario.

De la mano de esa normalización de la violencia parece presentarse una excesiva idealización de lo femenino como escenario de todo lo bueno que hay en ese mundo salvaje (la maldad de la madre del animal no basta para compensar esta tendencia). Mientras veía la enésima paliza del animal me preguntaba algo parecido a lo que se pregunta Kalmanovitz en su reseña en Semana: “¿cómo no desconfiar de una película que comparte con su villano titular la idealización irreflexiva de la pureza femenina?”.

De alguna manera estas incomodidades a las que obliga lo visto funcionan como razones para someterse a la prueba de una película tan violenta. O si no, basta con las escenas finales. Esas últimas imágenes parecen  traídas de una película mucho mejor. Con una cámara mucho más segura de sus movimientos Gaviria termina su historia con algo mucho más potente que una venganza por mano propia. Es ahí donde queda mucho más clara su tesis: a ese animal salvaje lo alimentamos entre todos.

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