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La militancia musical de Libaniel Marulanda

Libaniel 2

Por: Ángel Castaño Guzmán 

Músico y escritor con muchas millas acumuladas en su periplo vital, Libaniel Marulanda es uno de los nombres centrales de la vida cultural del Eje Cafetero. Ganador de concursos nacionales de cuento y colaborador frecuente de varios medios impresos, Marulanda acaba de presentar en Armenia su compilación de crónicas y diatribas Momentos memorables de militancia musical, volumen editado por la Biblioteca de Autores Quindianos. Prologado por la periodista Olga Behar, el libro es un ajuste de cuentas con la vida bohemia, nocturna y pachanguera de la región además de una amena reflexión sobre el papel jugado por la música popular en la vida de varias generaciones de colombianos.

Después de cincuenta años de vida musical y literaria, ¿cuál es, en su opinión, los principales retos de los músicos colombianos de las regiones?

Los músicos de las regiones tienen los mismos retos  de los artistas en general: hacer bien su oficio de crear. Hasta ahí no habría problemas. Pero entonces surgen varios dilemas.  Primero: ¿Para quién crea el  músico?  Segundo ¿Cómo puede derribar el muro del anonimato?

Lo primero debería ser claro: El músico por imperativos estéticos debe crear para una audiencia más o menos determinada  y el resultado de la creación  seducir tanto su oído como el del público.  Pero resulta que una cosa quiere el compositor y otra, muy distinta, el  empresario, ese gran pulpo  que manipula, determina e impone las canciones ante un público cada vez más idiotizado. Entonces la lucha del artista debe librarse contra dos enemigos: el anonimato y la alienación. Por eso, si quieres que te conozcan, inscríbete en la onda de lo comercial, lo repetitivo y antiestético. Es decir, vuélvete un músico  mercenario.  ¡Báileme ese trompo en la uña!

«Momentos memorables de militancia musical», su libro de crónicas musicales, cuenta la vida suya y de varios músicos de su generación. ¿Qué similitudes y diferencias hay entre ustedes y los muchachos que hoy empiezan a tocar la guitarra y a subirse al escenario?

Los muchachos de antes y los de ahora coinciden en un punto, por lo demás común a todos los artistas: ocupar un espacio digno bajo el sol. Toda época trae sus tendencias e imposiciones estéticas. Y ahí comienza la diferencia que rebasa el simple choque generacional y que, en el caso de muchos de nosotros los músicos de vieja factura, nos han llevado de manera inevitable a concluir que en muchos sentidos lo pasado fue mejor, a pesar de que siempre hayamos militado bajo las banderas de la libertad de la creación, el pensamiento de vanguardia, enfrentado con energía al conservadurismo e inamovilidad del folclor.

En nuestra época de jóvenes cultores de la música popular, con los tintes vanguardistas que podíamos captar como miembros de una sociedad medio rural y medio urbana, las condiciones eran difíciles en la adquisición de conocimientos: solo existía la rigidez de algunas academias, situadas en ciudades grandes. Todo nos llegaba a través de la radio que fue excelente y una televisión entonces precaria. Entonces, fíjese en la ironía: estábamos aislados, lejos de imaginarnos lo que habría de ser el desarrollo de la informática. Pero, al mismo tiempo, nuestra formación estética era  tanto más sólida en cuanto más lejos de los patrones de comportamiento que acabó por imponer la economía de mercado.

El medio ideal para la difusión de la música era la radio y existía la seguridad casi absoluta que ninguna música quedaba oculta en el espectro radial. El requisito era que lo creado tuviera una mínima calidad y una coherencia musical: justamente lo que no se necesita hoy en día.

Los músicos de antes teníamos inmensas dificultades económicas para adquirir los instrumentos de nuestros sueños, que eran carísimos por la calidad de su manufactura y su procedencia. Excepto nuestros instrumentos vernáculos, todo era importado.  Los viejos estábamos media vida pagando las deudas contraídas para comprar nuestros aparatos.

Ahora no. Por lo menos, hasta la reciente trepada del dólar, con el fenómeno de la superproducción de China un equipo para guitarra, por ejemplo, valía hasta veinte veces menos que en aquellas épocas. Esa socialización del consumo tiene una enorme influencia en la sociedad: cualquiera puede comprarse una guitarra eléctrica, un equipo o un teclado.

El norte de los músicos de antes y los de ahora ha cambiado, de acuerdo con la dirección de los vientos de la economía y la política mundial. Y ahí tiene una diferencia sustancial y clara, que está un tanto alejada de lo que puede pensarse a primera vista.

En su libro usted cuestiona con vehemencia el papel jugado por la radio en el encumbramiento de cierto tipo de música. ¿A pesar de la internet y de las nuevas tecnologías sigue la radio mandando la parada en la formación de los gustos del público? ¿Se acabaron los gloriosos días de la radio?

La radio comenzó por llevarle al mundo la música a la que el público de otra manera no hubiera podido acceder, por múltiples y obvias razones. En ese largo período la radio fue su mayor aliado y difusor. La radio ejerció un definitivo rol en la formación de la cultura y el gusto musical en todos los países. Todo marchó bien hasta que los procesos inherentes al desarrollo del capitalismo concentraron el poder económico y surgió el monopolio mediático. Para aterrizar esta afirmación me sirvo de un ejemplo colombiano. Un emporio económico compró una de las dos cadenas radiales y también la mayor industria fonográfica. Es decir el gran capital se quedó con la harina y el horno. Ese fenómeno es concomitante con el auge del neoliberalismo en Colombia, a partir de los noventa. Así las cosas, ¿Cómo puede pretenderse que exista un mínimo de democracia artística? ¿Si no trabajo con la disquera, mi pauto con el medio radial suyo, ni pago por encima o por debajo de la mesa… cómo voy a sonar en las emisoras?

Pero entonces aparece una tabla de salvación: las redes sociales. Sin embargo esos agujeros que le permiten a la música respirar por fuera del sistema no son suficientes por la única y exclusiva razón de que el grueso de la población está más pegada a la radio que al computador   por lo menos en nuestro medio. La radio comercial continuará ejerciendo su dictadura envilecedora y la música de buena factura seguirá en declive. Ya lo he escrito cientos de veces y no sobra repetirlo hasta la muerte: los memorables días de radio murieron a manos del comercio y el capitalismo salvaje y el hada madrina de la música, justamente esa radio, terminó siendo la bruja malvada que envenenó las manzanas del buen gusto por la música popular.

Además de crónicas su libro trae varias diatribas, una de ellas a cierta lírica de la música andina colombiana. ¿Se quedaron los ritmos colombianos anclados en poéticas ya obsoletas?

De manera permanente he fustigado a los autores de música andina de nuestra región por dos causas. Una, la pobreza extrema de las letras, en su mayoría hechas por los mismos compositores (músicos) que se copian unos a otros, e incurren en idénticas frases de cajón y el estereotipo primitivista del paisajismo. Y eso, a pesar de que tenemos superpoblación de poetas, unos buenos y otros no tanto. La segunda de las causas es que el cancionero regional ha pasado de largo frente a los temas que deberían comprometer la inspiración de nuestros autores y compositores, en contraposición a otras regiones donde el arte no ha evadido su responsabilidad histórica. Le pongo un ejemplo: hechos como La Violencia en el Quindío no merecieron ni una copla (que yo sepa) y  tragedias como el terremoto del año 99 menos aún. Sin embargo, mire lo paradójico, fue necesario que la pluma de un costeño, el maestro Eduardo Cabas de la Espriella en la voz de una manizaleña, Carmenza Duque,  le cantaran al suceso telúrico para que, por lo menos afuera del Quindío, se oyera un bambuco alusivo, que por lo demás es distinto tanto en lo formal como en lo poético. ¿Y sabe por qué lo oyeron afuera? Porque las utilidades fueron donadas por sus gestores.

Deténgase en otras regiones como El Meta, que tiene un cancionero lleno de alusiones a La Violencia y el despojo en los años de Guadalupe Salcedo. Váyase al Tolima, donde, incluso encontrará que hasta Alejo Durán le canta un vallenato a esa misma violencia. Oiga la producción de Arnulfo Briceño de Norte de Santander, de Pedro Jota Ramos el notario de Ibagué, la del opita Guillermo Calderón; analice la obra de Eugenio Arellano, entre otros. Y, para rematar, ¿qué tal la fresca y valiente producción de Luz Marina Posada, de Antioquia, donde están presentes los desplazados del paramilitarismo y la guerrilla? Permítame reafirmar lo dicho con esta frase: Con firmeza creo que la música popular debe fluir con el ímpetu de río en invierno y jamás empozarse como ciénaga en verano.

¿Cuáles son las tres canciones colombianas que ocupan un lugar predilecto en su sentimentario personal?

La verdad es que no dispongo de un podio con canciones colombianas porque mis gustos y afectos pueden variar entre un día y otro, lo cual significa que estoy abierto al cambio. Hecha la anterior salvedad, sí debo consignar mi complacencia frente a tres canciones colombianas que acabaron por ser himnos regionales, a las cuales les abono su carácter de iconoclastas porque superaron la camisa de fuerza del compás marcial del cuatro por cuatro y la eterna y manoseada cantaleta de exaltar la raza, la virtud, la virgen, dios, el trabajo y la resignación social. Una es el himno del departamento del Meta, del compositor norte santandereano Arnulfo Briceño, el pasaje “Ay mi llanura”. La segunda, el pasillo de Luis Alberto Osorio: “Alma del Huila” y la tercera, el himno que pone los corazones tolimenses de pie: El Bunde, de Nicanor Velásquez y Alberto Castilla.

Y aunque no me lo preguntó, quiero añadir que soy partidario de expedirle partida de defunción a nuestro inmamable himno nacional y reemplazarlo, si fuera del caso, por “Colombia Tierra Querida”, de Lucho Bermúdez.

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