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Publicado el Ana Cristina Vélez

Steven Pinker: las políticas de identidad son enemigas de los valores de la razón y la Ilustración

Una conversación entre Adam Rubenstein y Steven Pinker (para el Weekly Standard, el 15 de febrero del 2018) sobre la razón, las políticas de identidad y el humanismo. Más, ¿qué cree que debería leer Trump?

Renombrado profesor de psicología en Harvard y escritor prolífico, Steven Pinker es autor de varios libros galardonados, entre ellos The Language Instinct (El instinto del lenguaje), How the Mind Works (Cómo funciona la mente), The Blank Slate (La tabla rasa) y The Better Angels of Our Nature (Los mejores ángeles de nuestra naturaleza). Esta semana, Pinker publica un nuevo libro, Enlightenment Now: The Case for Reason, Science, Humanism, and Progress (La Ilustración ahora: la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso). Conversé por correo electrónico con el profesor Pinker y le hice algunas preguntas sobre su nuevo libro y sobre política contemporánea.

Steven Pinker is a Johnstone Family Professor in the Department of Psychology at Harvard University. He is pictured in his home in Boston. Stephanie Mitchell/Harvard Staff Photographer

Steven Pinker es Johnstone Family Professor en el departamento de sicología de Harvard. Stephanie Mitchell/Harvard Staff Photographer

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Adam Rubenstein: Si la «razón» es «nuestro discurso prevalente», ¿cuál es el futuro de las políticas de identidad? ¿Están las políticas de identidad basadas en la razón? Su nuevo libro toca el tema, pero de forma resumida. ¿Podría proporcionar más explicaciones sobre las políticas de identidad, de dónde vienen, a dónde van y cómo deberíamos pensar al respecto?

Steven Pinker: La política de identidad es el síndrome en el cual las creencias e intereses de las personas se supone que están determinadas por su membresía a un grupo, particularmente de su sexo, raza, orientación sexual o estado de discapacidad. Su marca tiene el tic de una declaración con el precedente «como tal», como si con esto quedara sustentado lo que va a seguir. La política de identidad se originó con el hecho de que los miembros de ciertos grupos estaban en desventaja por pertenecer a su grupo, lo que los llevó a hacer una coalición de intereses comunes.

Pero cuando la política de identidad se extiende más allá del objetivo de combatir la discriminación y la opresión, se vuelve enemiga de la razón y de los valores de la Ilustración, incluida, irónicamente, la búsqueda de justicia para los grupos oprimidos. Por un lado, la razón depende de que haya una realidad objetiva y de los estándares universales de la lógica. Como dijo Chekhov, no hay una tabla de multiplicación nacional, y tampoco una racial o LGBT.

El asunto no es solo cuestión de mantener la ciencia y la política nuestras en contacto con la realidad; la razón le da fuerza a los movimientos de mejora moral que originalmente inspiraron las políticas de identidad. La trata de esclavos y el Holocausto no son mitos de grupos unidos; objetivamente sucedieron, y su mal es algo que todas las personas, independientemente de su raza, género u orientación sexual, deben reconocer y trabajar para prevenir en el futuro.

Incluso aspectos de las políticas de identidad con un tris de justificación como —que un hombre no puede experimentar realmente lo que es ser una mujer, o una persona blanca, lo que es ser un afroamericano— pueden subvertir la causa de la igualdad y la armonía si se los lleva demasiado lejos, porque erosionan una de las mayores epifanías de la Ilustración: que la gente está dotada de la capacidad de imaginación compasiva, que le permite apreciar el sufrimiento de los demás. En este sentido, nada podría ser más tonto que la indignación contra la «apropiación cultural», como si fuera algo malo, en vez de algo bueno, el que un escritor blanco trate de transmitir las experiencias de una persona negra, o viceversa.

Para estar seguros, la empatía no es suficiente. Pero otro principio de la Ilustración es que la gente es capaz de apreciar principios de los derechos universales que pueden incluso abarcar aspectos dónde la empatía no llega. Cualquier esperanza para el mejoramiento humano se beneficia más fomentando el reconocimiento de los derechos humanos universales que azuzando a un grupo contra otro en una competencia de suma cero.

AR: En la academia existe, como reconoces, una «inclinación liberal». Y al respecto escribes: «a los oradores no izquierdistas no los invitan a menudo luego de que hay protestas, y otras veces sus discursos se ven ahogados por las mofas burlonas», y «a cualquiera que no esté de acuerdo con la suposición de que el racismo es la causa de todos los problemas se le llama racista». ¿Qué tan altas son las apuestas en las universidades? ¿Deberíamos preocuparnos?

SP: Sí, por tres razones. Una de ellas es que no se puede esperar que los intelectuales entiendan el mundo (especialmente el mundo social) y más si algunas de las hipótesis reciben vía libre y otras son inconfesables. Como John Stuart Mill lo dijo, «Aquel que conoce sólo su propia versión de los hechos, sabe poco de estos.» En La tabla rasa sostuve que la política de izquierda había distorsionado el estudio de la naturaleza humana, incluyendo el sexo, la violencia, la educación de los hijos, la personalidad y la inteligencia. La segunda razón es que las personas que de repente descubren los hechos del mundo (que es lo que las universidades deberían conocer), pero fuera del crisol de un debate razonable, pueden llegar a conclusiones peligrosas, tales como que la diferencia entre los sexos implica que deberíamos discriminar a las mujeres (un tipo de falacia impulsada por los movimientos de ultraderecha). El tercer problema es que las payasadas antiliberales de la extrema izquierda están desacreditando al resto de la academia, incluidas amplias franjas de académicos moderados y de mente abierta que mantienen sus posiciones políticas por fuera de sus investigaciones. (A pesar de las locuras muy publicitadas de la academia, esta sigue siendo el foro más objetivo, más que alternativas como la Tuiter esfera, el Congreso o los grupos de reflexión ideológicamente marcados). En particular, muchos grupos del ala derecha se dicen unos a otros que el consenso más aprobado entre los científicos sobre el cambio climático causado por los hombres es una conspiración entre académicos políticamente correctos que están comprometidos con la toma de control de la economía por parte del gobierno. Esto no tiene sentido, pero puede tomar fuerza cuando las voces más ruidosas de la academia son los fanáticos represivos.

AR: Tú escribes que «la globalización ayudó a los pobres, a las clases medias de los países pobres, y a la clase alta de los países ricos, mucho más de lo que ayudó a la clase media baja de los países ricos. De la afirmación de que solo a los ricos les está yendo bien, mientras todos los demás están “estancados o sufriendo”, escribes “obviamente, es falso para el mundo como un todo: para la mayoría de la raza humana la situación se ha vuelto mucho mejor”. ¿Cómo debería la política doméstica estadounidense reflejar este hecho: que nuestro planeta, por sombrío que parezca, es bastante próspero? ¿Están las economías convencionales, de libre mercado, realmente funcionando?

SP: Este es un dilema agudo. Si usted es una persona moralmente seria —ya sea humanista o judeocristiana, que cree que todas las vidas humanas tienen el mismo valor— entonces las políticas que sacan a millones de personas de una aplastante pobreza a expensas de millones de estadounidenses que son despedidos de sus trabajos en fábricas son una obviedad moral. Pero por supuesto, sería un suicidio político para un político estadounidense considerar un milisegundo esta compensación. Todavía, hay otras razones centradas en Estados Unidos para favorecer la globalización: bienes baratos para millones de consumidores estadounidenses; mercados más grandes para los exportadores estadounidenses; y mayor estabilidad de un mundo más rico, con menos migrantes, epidemias y movimientos insurgentes.

En cuanto a la economía de libre mercado, depende de lo que usted quiere decir con «convencional». Sabemos que los mercados hacen a los países más libres, más ricos y más felices en comparación con la planificación central totalitaria, pero también sabemos que el hábito tanto de la extrema derecha como de la extrema izquierda de equiparar el capitalismo con el anarcocapitalismo (sin regulación, ni gasto social) es incorrecto. Usted puede estar a favor del mercado libre con regulaciones, así como lo está de sociedades libres que cuentan con leyes para la criminalidad. Hasta los más libres de los mercaderes libres reconocen que los mercados no proporcionan una vida decente a aquellos que no tienen nada que ofrecer a cambio, como los jóvenes, los ancianos, los enfermos y los desafortunados, y también tienen que reconocer que los mercados solos fallan a la hora de proteger los bienes públicos de los que nadie es dueño, como la atmósfera. No es sorprendente que todos los países capitalistas ricos tengan regulaciones y un amplio gasto social. Y como canadiense, puedo confirmar que las sociedades de libre mercado con mayor gasto social y regulaciones que los Estados Unidos no son distopías (antiutopías) sombrías que van por una pendiente resbaladiza hacia Venezuela, sino que son lugares para vivir, más agradables, con mayor felicidad y longevidad, menos crímenes violentos, abortos, enfermedades de transmisión sexual y mediocridad educativa.

AR: En el capítulo 23, el último, discutes sobre el «humanismo». Defines el humanismo como: «el objetivo de maximizar el florecimiento humano: vida, salud, felicidad, libertad, conocimiento, amor, riqueza de experiencia». ¿Cómo deberíamos diferenciar entre humanismo y transhumanismo? ¿Qué pasa si, al final, el «florecimiento humano» nos hace, por el bien del progreso, menos «humanos»? ¿Esto te preocupa? ¿Es la naturaleza humana algo fijo? ¿Puede, o debería, ser rediseñada?

SP: No veo cómo el florecimiento humano —la vida, la salud, el conocimiento, la libertad, la felicidad, el acceso al mundo natural y cultural— podría volvernos menos humanos.

En cuanto a «transhumanismo», soy escéptico acerca de que vamos a ver mejoras en la especie humana debidas a la ingeniería genética, la nanotecnología, o los implantes neuronales (aunque esas tecnologías pueden utilizarse para mitigar las discapacidades, pero esto es un asunto diferente). Ahora sabemos que no existe un «gen para el talento musical», un gen que unos padres ambiciosos puedan implantar en sus hijos antes de nacer —los rasgos psicológicos se distribuyen en miles de genes con mínimo efecto, y muchas veces con efectos colaterales deletéreos (los genes que te hacen un poco más inteligente a la vez aumentan las probabilidades de contraer cáncer) —. Además, las personas sienten aversión a tomar riesgos (a veces, patológicamente) cuando se trata de sus hijos o cuando se trata de usar ingeniería genética —no aceptan tomates genéticamente modificados, y ni hablar de bebés—. Más, el progreso biomédico en el mundo real es más del tipo Sísifo que del tipo Singularidad. Las curas milagrosas por lo general desilusionan a los lectores de boletines médicos pues terminan siendo lo mismo que los placebos, o se diluyen, una vez pasan por un metaanálisis.

En cuanto a los implantes, los neurocirujanos tienen un dicho: «Nunca vuelves a ser el mismo después de que el aire ha tocado tu cerebro». Invadir un cerebro sano con objetos extraños, con riesgo de inflamación e infección, es una muy mala idea. Y los neurocientíficos no tienen la más remota idea de cómo el cerebro codifica el pensamiento al nanonivel de las sinapsis y del disparo neuronal, y ni hablar de una tecnología que lo manipularía con más precisión que un mazo.

AR: Tú dices que «la razón no es una parte poderosa de la naturaleza humana», y citas a Baruch Spinoza, quien dijo que «aquellos que están gobernados por la razón no desean nada para ellos mismos que no deseen para el resto de la humanidad», en una especie de llamada, o de explicación de por qué deberíamos razonar más, o más claramente (o menos claramente), para gobernarnos a nosotros mismos a través del logos en lugar del eros o del thumos, si usted está de acuerdo con la idea de Platón de la división tripartita del alma. ¿Dónde deja tu explicación el estatus de lo humano? ¿Cuán humano es un humano que se separa a sí mismo del deseo y del fervor? ¿O este no es el punto exactamente?

SP: No, no es el punto. La razón no tiene nada que ver con ascetismo, la tristeza, la apatía, la frialdad o la insensibilidad. Esto se debe a que la inteligencia es lógicamente distinta de la motivación: una habilidad para descubrir cómo llegar de A a B nada dice sobre cómo debería ser B. Metas como la felicidad, el conocimiento, el amor, la belleza y la perspicacia no son en modo alguno antítesis de la razón. De hecho, la razón puede ser un medio de lograr esas metas que son más valiosas y duraderas: para evitar atracciones fatales o seductores lengüilargos o déspotas carismáticos que ofrecen frenesí a corto plazo pero miseria a largo plazo.

AR: ¿Qué debería leer el presidente? ¿Y por qué?

SP: Por mucho que valore la lectura, la mera exposición a un libro raras veces ilumina a una persona o cambia su mente; la persona debe estar inmersa en una comunidad abierta al debate. Pero para responder a la pregunta retórica: comencemos con un libro sobre la democracia, que incluya aspectos como por qué necesitamos la división de poderes y un «estado administrativo», en vez de un libro que empodere a quien piensa «yo puedo arreglarlo solo». Sería muy difícil lograr algo mejor que lo que se lograría con The Federalist Papers (Los artículos federalistas). Luego, un libro duro y serio sobre las armas nucleares, como lo es Arsenals of Folly (Los arsenales de la locura) de Richard Rhodes, o el libro Five Myths About Nuclear Weapons (Los cinco mitos sobre las armas nucleares), de Ward Wilson. Igualmente importante es el libro sobre el cambio climático, de William Nordhaus, The Climate Casino.

Traducción autorizada por Steven Pinker

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