Por: Juan Diego Perdomo Alaba
Ilustración: Anez Flórez Corpus @anezbull
Las buenas canciones vienen y van. Están ahí. Y una regresó de la nada: Ordinary People, coescrita e interpretada por John Legend, quien cuenta que la escribió pensando en la complejidad de las relaciones de pareja y su resultado incierto. Sí, nada es tan conflictivo como las relaciones interpersonales entre gente común y corriente que se enoja, ríe, llora, se emociona, ¡Siente! ‘No hay un final de cuento de hadas‘, versa la canción.
Después de escucharla unas 50 veces -porque cuando alguna se queda en el subconsciente no la suelto-, me fui a Instagram a chismosearle la vida a la gente, a la people. Todo es tan bello y perfecto por estos lares, que a veces pienso que cuando Dios hizo el Edén pensó en Instagram.
Sonrisas perfectas, cuerpos tonificados, comidas exquisitas, poses ‘casuales’ de profundo éxtasis. Parejas felices en sus exclusivos viajes de fin de semana. Allí en esa cajita de ensueño lucen como de catálogo porque hay filtros que aclaran la piel, la tersan y eliminan las imperfecciones del rostro. Te cambian el color de los ojos y hasta te hacen ver más delgado. «Un filtrico para no verme tan destruida«, dice alguna por ahí. Todo siempre tan inmaculado que hasta me hace sentir peor persona: ¿Será que no encajo en este mundo de luz tan socialmente bueno y feliz?
El mundo digital impostado nos distrae de la realidad. Recuerdo el caso de una parejita muy bella que subía fotos a Instagram casi a diario presumiendo lo mucho que se amaba, pero de un momento a otro ¡Saz! desapareció. ¿Qué se hizo? Se supo, ya en la vida real, que venía mal y alguno fue infiel. El escándalo dio de comer a los cotilleros de ocasión por varias semanas. Como dice el youtuber barranquillero, El Gyerek: Eso no lo dicen, pero eso pasa. Lo más gracioso es que al mes, cada uno ya tejía su nuevo idilio digital por su lado, compitiendo al que fuera más feliz con su ‘clavo’.
Claro, nadie quiere mostrar sus demonios, sus pesares, sus miedos, sus conflictos, sus sentimientos negativos, sus perturbaciones, porque se nos ha vendido e invadido tanto de esa odiosa positividad toxica que es casi un sacrilegio demostrar debilidad. La sobregeneralización del estado optimista y del excesivo confort y felicidad, resulta en la invalidación y negación de la genuina experiencia emocional humana. Todo esto sería cómico si no fuera trágico. Las redes sociales nos encierra en una burbuja que explota al tocar la realidad. Caer puede resultar nefasto sino se está preparado. Por eso la salud mental y la educación emocional son importantes en estos entornos efímeros tan caóticos.
Ya no queremos ser gente común, como titula la canción de Legend, la civilización del espectáculo que todo lo mediatiza ha encontrado a un aliado de primera, esa tribuna de libre acceso con centenares de filtros y millares de espectadores que nos incita a cederle nuestra cotidianidad -por no decir privacidad- a cambio de unas moronas de aceptación social para alimentar el ego, ese que vive hambriento del mírenme aquí, interactuemos, pregúntame lo que quieras, qué quieres saber de mí, cómo te caigo, qué pensaste cuando me conociste. Lo mejor es que en esa transacción visibilización – privacidad, desde hace rato se puede monetizar. «A las redes sociales hay que sacarles plata porque uno no sabe hasta cuándo dure esto», diría el instagramer pereirano La Liendra.
El filtro de la felicidad de Instagram crea estereotipos que a larga generan frustración en un entorno donde es muy complejo afinar el criterio. Nada más chistoso que ver el montaje de una selfi colectiva con fondo de paraíso, sonrisas de 5 segundos y vidas que continúan siendo una verdadera mierda.
Pero como le leí a mi amigo Jiggy Drama desde San Andrés, «Les deseo que sean tan felices como presumen en Instagram. No tienen que demostrarle a nadie que son felices más que a ustedes mismos».
Una cosa es presumir y otra distinta inspirar.
¿Publico en Instagram, luego existo?