Por: Juan Diego Perdomo Alaba y Steffy Arellano de la Ossa
«Hombres, hombres tan divinos, no queda otro camino que aguantarlos», taran tan tarán, taran tan tarán ¡tantán! Hilarante pero con premeditada voz desgarradora, Daisy Jay Julio, de unos 50 años, remata con júbilo su versión de Mujeres Divinas, de Vicente Fernández. No menos de cien personas la aplauden. La mayoría de pie, porque solo hay cinco bancas con cupo para siete.
El karaoke del centro comercial La Plazuela, se ubica afuera de este en las escalinatas de la primera entrada, diagonal al semáforo del sector. Es, dicen los asiduos al lugar, el único karaoke público de Cartagena. Daisy, suelta de palabra, cuenta con nostalgia que no habrá uno que supere al que hubo hace años en el Supercentro Los Ejecutivos.
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En febrero del 2000, se inaugura Discovery Palace en Los Ejecutivos. Un centro de entretenimiento familiar con atracciones mecánicas para niños, juegos de video, deslizaderos, piscina de pelotas, rockola y un karaoke. Funcionó en el local donde hoy está el centro de servicios de Claro. Era lo último en guaracha no solo en el sector sino en toda la ciudad. Siempre se rumoró sobre quién era el dueño, pero solo se supo que lo administraba un comerciante bogotano que vivía en el edificio contiguo del mismo nombre del centro comercial.
El karaoke estuvo allí, incólume por algunos días. Lo ubicaron cerca a la entrada, en el ala derecha del local frente a un ventanal. Para el público ubicaron cuatro bancas con puesto para cinco personas, y la ficha para reproducir una pista costaba $500. El primer fin de semana, luego se su inauguración, era un hervidero. El aire acondicionado no se sentía. Parecía una fiesta privada de traqueto nuevo. Niños corrían y gritaban, otros saltaban. Parejas de novios se dedicaban canciones en la rockola y los más grandes hundían el gatillo de la pistola de Duck Hunt, el videojuego. Para poder cantar, ya había quien organizara los turnos. El karaoke estaba rodeado. La lista de turnos iba por treinta. Quien quisiera dárselas de Ricky Martin tenía que esperar sendas canciones.
El lugar se hizo pequeño para ese concierto de voces aficionadas ávidas de un oído desprevenido y un aplauso alentador. Hubo, durante la estadía del karaoke en Discovery Palace, desde el más desafinado hasta el más entonado tenor. El karaoke no sabe de prejuicios: no es jurado que califique afinación, métrica, técnica vocal o expresión corporal. «Aquí lo único que importa es la personalidad» decía Remberto Pérez, ese escuálido karaokero de piel aceitunada que siempre cantó ‘El Triste’ de José José. Sin embargo, el sistema o software reproductor de canciones, arrojaba una calificación de 0 a 100, que por supuesto, nunca correspondía a la calidad interpretativa de los amateur. Los aplausos eran acorde al puntaje: 75, 80, 100 ¡Uff! Qué bien cantó, ¡Bravo!
En el local, de domingo a domingo, el karaoke duró cinco años. Ya en 2005, tras la masiva demanda, la administración de Discovery determinó, previa autorización del centro comercial, sacarlo los fines de semana a la plazoleta principal, frente a la avenida Pedro de Heredia. A las cuatro de la tarde, cuando lo instalaban, ya había el primer osado metiendo una ficha. Los más tímidos lo hacían a esa hora, teloneros cándidos del show central que iniciaba después de siete, cuando la plazoleta estaba atestada de curiosos.
El combo karaoke
Daisy le dice la Familia karaoke. Ellos eran los del show. Toda una cofradía de aficionados al canto. Gente de todas las edades y roles sociales. Pensionados, desempleados, estudiantes, mototaxistas, taxistas, comerciantes. Esquizofrénicos, despechados. Todos. «Aquí somos una familia, la familia karaoke. Todos somos amigos, nos queremos, nos cuidamos…A veces han habido problemitas pero nada que no se pueda resolver. Nos queremos mucho. Lo que le pasa al uno le pasa al otro», explica la veterana morena a quien le dicen en el karaoke de La Plazuela, ‘La Ronca de Oro’.
El combo karaoke se hizo en Los Ejecutivos. Eran cerca de treinta personas que se congregaban todos los fines de semana sin cita previa. El que llegaba repartía besos y estrechones de manos, abrazos. El primero en arribar organizaba los turnos para cantar. Poco chance daban al que no era asociado. No cantaba. Tenía que llegar temprano si quería tener una palomita para robarse un par de aplausos obligados.
Del combo unos cantaban bien, otros no tanto. No importaba. No era requisito. Cantar como fuera era la excusa para zafarse de la pesadez de sus vidas. Una válvula de escape. Pretexto para una amistad segura, sin condiciones. Luego que cerraban el centro comercial, entre nueve y diez de la noche, alguno invitaba a seguir la cantada en su casa con cervezas y un asado.
A propósito, Daisy, tan amable, nos invita a un asado karaoke el próximo sábado en la casa de la señora Margarita. A veces, cuenta, se reúnen en casa de algún compañero que tenga karaoke después que salen de La Plazuela, o en fechas especiales para cantar. Lo hacen hasta la una o dos de la madrugada.
En 2009, el karaoke de Los Ejecutivos cerró. Discovery deja de funcionar. El centro comercial, pese su éxito, no logró continuar con ese espacio de entretenimiento musical, que tan buenos réditos deja. Haga cuentas: 300 canciones en una noche a $1.000 –que para la época ya había subido $500 más- son $300mil. La inversión es poca y el retorno es inmediato.
¿Qué iba a pasar con El combo karaoke?
Cuenta Pedro Pablo Franco, de 60 años, agremiado desde 2004, apasionado de la música salsa, que hubo desazón, angustia: «Imagínate, dónde nos íbamos a reunir a cantar; fue bien difícil para todos, pero algo iba pasar» cuenta. En el centro comercial La Castellana, recuerda Fernando Mora, cantante aficionado miembro del combo, que colocaron un karaoke pero no duró ni medio año.
Karaoke hacedor de talentos
Una carrera artística ampliamente reconocida, con decenas de cedés prensados, es una forma de dictadura frente al democrático karaoke. En 2006, el monopolio de las disqueras, y estudios de grabación, cedió ante el cada vez más fácil y económico acceso a la tecnología. En Cartagena, se montaron decenas de estudios de grabación caseros. Solo bastaba un cuarto con aislamiento acústico, un buen micrófono, un computador, una tarjeta de sonido y un intuitivo programa para hacer pistas. Para la época era usado el famoso frutilup. Ya no era necesario pensar en millonadas para alquilar una hora de estudio en Playa Production; donde Stevenson Arnedo, o si se quería algo de calidad, donde Henry Char.
Muchos de los asiduos karaokeros que tenían nivel para hacerse a una carrera artística se fueron. No volvieron al centro comercial. Unos se embarcaron en cruceros como cantantes de planta, otros emigraron a países asiáticos a cantar en hoteles reconocidos. Algunos se fueron a probar suerte a Bogotá y un par se quedaron montando proyectos musicales en la ciudad. Uno es periodista y escribe esta crónica a cuatro manos con su esposa. Muchos encontraron esas oportunidades ahí, pagando por cantar, esperando, con paciencia y estoicismo, que una suerte de cazatalentos los firmara.
Jair Torres, ‘El Yao’, cantante de la agrupación de champeta urbana ‘Yao y Zaa’, es uno de ellos. Cuenta con emoción, que antes de comenzar su trayectoria como champetero, se formó musicalmente en el karaoke de Los Ejecutivos. «Tiempos aquellos…me sentía feliz, además alimentaba mi espiritualidad y descubría que cantar era mi pasión y por lo que debía luchar para salir adelante». El intérprete de El Celular, canción que lo dio a conocer en todo país, explica que su experiencia en el karaoke le aportó mucho porque aprendió a manejar su voz y paliar sus miedos frente al público: «Lo demás fue constancia».
Jair destaca que además de él, salieron grandes talentos como Donny Caballero, de Dragón y Caballero o Julio César Meza, el ganador del Factor X 2005. «Hemos demostrado cómo se hace buena música surgiendo de abajo… (Sic) Y saber que todo empezó cantando en un karaoke».
El karaoke de La Plazuela: los sobrevivientes de El combo
La palabra «Karaoke» está formada por dos palabras japonesas juntas. «Kara» que viene del «karappo» que significa vacío y «Oke» acrónimo de «okesutura», que significa orquesta. Karaoke es entonces: «Orquesta vacía».
Internet habla de él como un «entretenimiento increíblemente popular», que nació hace unos 30 años, en la ciudad de Kobe, una de las tres grandes ciudades de Kansai, en Japón.
Otra fuente sostiene que el karaoke es anterior a los años 70 y que se inició en un show de la televisión norteamericana. Según esta versión el karaoke se remontaría a los años 50 y 60, donde los espectadores cantaban siguiendo una bola sobre el texto en sus televisores.
Un televisor, una consola de karaoke, un micrófono y a cantar. El karaoke es noble si el software que lo reproduce deja manipular el tempo y el tono de la canción. No se necesita ser Sinatra. El único requisito es tener la disposición y despojarse de la vergüenza. León James, de 55 años, sí que sabe de esto último.
De estatura media, delgado. Oriundo de Medellín. Cabellos canos ondulados y largos hasta abajo de las orejas. Usa gorra y gafas. Hacen parte de su ornamentación artística, explica. Ademanes ágiles y extraños que simulan tocar piano mientras escucha cantar. Masculla con gracia las interpretaciones de otros. Insiste en un muequeo invariable y exagerado, que es inevitable no reparar sin sonreír.
Llega su turno. Le pide a Daniela, quien opera el karaoke de La Plazuela, que ponga la pista. Pega un alarido: « ¡Grabé en la penca de un maguey tu nombre, unido al mío, entrelazados!». Las cerca de cien personas que lo escuchan, se carcajean. No hay opción. Pero hay más. León, el que dice que «el talento se trata de confiar en ti y no tener pena», se quita la gorra y zarandea su rizos de plata, mientras mueve su cadera y se desliza de un lado hacia otro como haciendo el Moonwalk de Michael Jackson. El respetable le hace corrillo, lo anima. Es un showman. Pero qué va, esa ovación que recibe, cual ganador de un Grammy, muere ahí, en esa orquesta vacía, como su vida. León James, no tiene esposa ni novia ni hijos. Comenta llevar una vida difícil. Convive con su madre y un hermano en un segundo piso de no sé qué barrio lejano.
Afirma con pesar que le dicen loco pero dice que él es como Descartes, que piensa y luego existe, «entonces como me ven pensando me dicen loco».
Carga una botella de agua y aliento a alcohol. Saca una botella verde traslucida, delgada y pequeña de whisky Macgregor de una mochila. Se riega un poco en los dedos, y me los pone en la nariz. Sentencia: «Tomaba Diomedes, ahora que no tome yo».
Sigue Daisy. Canta: ‘Usted es un mal hombre’ de Helenita Vargas, la Ronca de verdad. Su voz es rica en carisma y perrenque, que no afinada. Agitada, dice que de la Familia karaoke no quedan sino algunos diez o quince de lo originales. «Este año murieron dos y hasta el cementerio fuimos a cantarles».
Se prepara Fernando Mora, ‘Fer’, como lo llaman sus cercanos. Coreógrafo, 30 años, de los clásicos karaokeros de la ciudad. Fue uno de los que inauguró el de Los Ejecutivos. No deja de ser histriónico, grande en ese cortito espacio entre él y el televisor. Espigado de piel cobriza. Siempre pulcro. Bien peinado con gomina. Encajado con la camisa abierta hasta la mitad del pecho donde cae un rosario de algún material lustroso. Se empecinó en interpretar canciones de Marc Anthony. Muy majo comienza a frasear ‘Nadie como ella’, de las más bajas en tono del repertorio del monstruo boricua. Se pasea, muy orondo, en toda la canción, medio tono abajo del original. ‘Fer’, nunca entendió, que a pesar de que canta muy bien, los registros vocales son disímiles y pocos tienen el rango vocal del salsero. Pero arrebató aplausos, porque sus movimientos pélvicos así lo ameritaron.
Hermes Gil, lleva tres días visitando el karaoke. Recién cumplió 37 años. Tuvo una banda de rock en su natal Venezuela y tiene un timbre de voz aguda que no corresponde con su cuerpo. Trabaja cerca al sector de Los Cuatro Vientos. Descubrió el karaoke camino a su casa montado en una buseta que iba por el sector de La Plazuela. No dudó, se bajó a explorarlo. Explica que esos espacios para cantantes aficionados son maravillosos porque no hay que pagar cover ni encerrase en un bar para poder cantar: «Pagar $1.000 por cantar lo que te gusta, relajarte, liberarte del tedio y la cotidianidad del trabajo no es nada». Gil, busca en un libro plastificado, de no menos de treinta hojas, el código de ‘Barakunatana’ del grupo Aterciopelados, una de las más de cinco mil canciones que tiene el karaoke. Daniela marca el código y Hermes empieza a cantar. Es un regular contratenor. Vocecita pendeja, con un gallito irritante y azaroso al final de las freses. Alcanza con cierta facilidad, las notas que Andrea Echeverry entona en esa cantinela de antaño. Le va bien, se escuchan buenos comentarios.
El karaoke de La Plazuela, el único público actualmente en Cartagena, abre de jueves a domingo de seis de la tarde a diez de la noche. Su dueño, Rubén Ortiz, lleva más de tres años sacándolo. Su hija, Daniela, explica que el programa que reproduce las pistas [Ecuakaraoke], lo compró su padre en Cali y es el primer karaoke profesional del país debidamente legalizado y registrado. En la parte superior de las hojas de la cartilla que contiene los códigos de las canciones dice: “Kantar te hace bien, Ecuakaraoke es otro kantar”.