Se estima que la población de Colombia en 2024 sea de 52.939.527 habitantes
Se estima que la población de Colombia en 2024 sea de 52.939.527 habitantes
Este artículo lo escribí el 16 de febrero de 2013
Revistas, columnistas, médicos, escritores, periódicos, televisión, muchos hablan de ellas y las mencionan en un tono demostrativo: ellas, ellos, esos, esas. Inclusive, el título de este artículo usa la conjugación verbal “son”; la forma correcta ha debido ser “somos”.
Cuando comencé mi investigación en el Internet, uno de mis encuentros fue la cartilla publicada por el Ministerio del Interior y de Justicia que contiene la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras del año 2011 descrita en 112 páginas. Al tratar de leerla, el principio me dio vértigo y casi me manda a la cama de tantas vueltas que me puso a dar.
SENCAR, el servicio de noticias del Congreso de la República, en un comunicado de prensa publicado el 30 de marzo del 2012 citando al vicepresidente de la República, Argelino Garzón, menciona que la violencia deja en Colombia 3.600.000 víctimas cada año. Si usamos matemática simple al multiplicar ese número por la cantidad de tiempo que tiene el conflicto (asumamos 45 años), el resultado sería más de 160.000.000 de víctimas. Pero ¿cómo si la población colombiana es de menos de 48.000.000?
El gobierno mediante ley establece que las víctimas son (o ¿somos?) aquellas afectadas a partir del 1º de enero de 1985. Reduce el número de años a 27 que seguimos multiplicando por 3.600.000, nos daría un total de 97.200.000, todavía mayor que el número de habitantes.
El documento de Fundagan, “Acabar con el Olvido” tiene 85 páginas nombrando a todos los ganaderos secuestrados o asesinados en todo el país. El nombre de mi hermano ocupa un puesto en esa lista.
Fue un 15 de abril de un año que no recuerdo bien, hará como unos 10 o 12, me dirigía a mi oficina y acababa de entrar a la autopista cuando recibí la llamada de un ex – cuñado dándome la noticia de que mi hermano había sido asesinado el día anterior y no se le había dado la noticia a mi mamá, quien vivía también en Los Ángeles, California. Después de una hora tratando de recuperarme del impacto, asumí mi tarea de decirle.
¿Cómo se le dice a una madre enferma que su hijo fue asesinado? Lo primero que hice fue llamar a su doctor para preguntarle sobre su estado de salud y como la noticia podría afectarla. Me reafirmó que estaba bien, pero que se lo dijera calmadamente. ¿Con calma? ¿Y qué acerca de esa rabia interna que nace de adentro amarrada a un sentido de imposibilidad de poder hacer algo?
Me acerqué a su apartamento al que tenía varios meses sin ir. Algunas familias son raras; la nuestra, disfuncional en todos los sentidos y con algunos miembros rencorosos hasta la muerte. Pero así es la vida.
Por eso cuando me vio, se sorprendió. “¿Qué haces aquí?” Me preguntó después de saludarme de beso. “De visita”, le contesto. Pero me vio la cara de angustia. Le dije, “siéntate, que te tengo que dar una noticia”. Inmediatamente me preguntó que si se trataba de mi hermano. Moví mi cabeza en forma afirmativa, “¿Lo secuestraron?” Mi cabeza contestó negativamente. “¿Lo mataron?” Preguntó. Le contesté que sí.
Su llanto fue incontrolable, la consolé lo mejor que pude, pero me tocó salir y dejarla porque las hijas que vivían acá también iban a venir y no podíamos estar juntos en un mismo lugar. Ni siquiera para consolar la partida de un hermano, que, aunque la vida no nos había enseñado a ser amigos, fue también mi sangre.
Como dos meses antes de su muerte, yo había planeado un viaje por Europa y me iba a demorar un mes en ese recorrido. Me fui el día que había reservado para iniciar el viaje hacia París, mi primera parada. En el vuelo y durante todo el tiempo de mi estadía la idea continuó rondando en mi cabeza. No soy religioso ni creyente, pero lo primero que hacía en cada ciudad que visitaba, fue buscar una iglesia católica y encender una vela, incluyendo una en el Vaticano. ¿Pagando penas? ¿Remordimientos de conciencia? Lo que fuese, todavía tiene su lugar en mi cerebro y corazón.
Un par de años después, asesinaron a su viuda, dejando cuatro hijos huérfanos. Por medio de mi hija me buscaron para decirle a mi mamá nuevamente, pero rehusé. No quise pasar por la experiencia una vez más de decirle a una madre que habían matado otro de sus hijos; esta no era de parto, pero sí de convivencia y además la madre de sus nietos.
Desde el día que le di la noticia a mi madre del asesinato de su hijo, no la volví a ver nunca más en persona. Ni en el lecho de su muerte.
De acuerdo con el DANE, hoy, 11 de Febrero del 2013, Colombia tiene 46.916.172 habitantes. Ese es el número primo de las víctimas colombianas, y súmenle las generaciones venideras hasta quién sabe qué grado; además de las personas aledañas, como en el caso nuestro, vecinos, amigos, socios de negocios, conocidos, personas con quienes trabajamos. Por eso, de cierta forma, concuerdo con el número que el vicepresidente Garzón usa para identificar “cuántas somos las víctimas en Colombia”.
Pero para ser más franco, creo que el número de las víctimas en Colombia es infinito.
Suena drástica esa frase, pero es realista. Quizás, porque “como somos el país más feliz del mundo”, según una de las tantas encuestas, lo que están analizando es nuestra careta exterior, ya que nuestro interior vive la agonía de negar o aceptar nuestra realidad.
¿Cuántas familias como la nuestra han vivido algo similar? ¿O peor? Aun así viviendo tan lejos y por más de 36 años, tengo familiares que no he visto por muchísimo tiempo; cuando supe del secuestro de un primo, lo sentí como si lo tuviese a mi lado. ¿Cuántas “vacunas” siguen persistiendo en los campos y ciudades? ¿Cuántos desmovilizados pertenecen ahora una banda de criminales? Estos datos y estadísticas no se llevan.
Peor aún si hay arreglo con las FARC, ¿cuántos muertos y víctimas más va a traer la solución de este conflicto?
Aunque aparentemente el acabar con la cabeza de una organización se cree que es la solución del problema, la historia, – sin ir tan lejos y analizando solamente a Colombia con la encarcelación de los paramilitares y los hermanos Rodríguez Orejuela, la matanza de Escobar y de las tantas cabecillas narcotraficantes – ha mostrado que el conflicto se agranda. Cuando era controlado por esas personas por lo menos se podían contar con los dedos de una mano o quizás las dos. Ahora, el número de cabecillas es incontable y mucho más difícil de controlar.
Las víctimas en Colombia somos cada uno de nosotros, nuestros hijos, nietos y biznietos en cualquier parte del mundo que nos encontremos. Encendamos velas a todos los santos para que después de esa generación, se puedan parar de contar.
Posted 16th February 2013 by Ben Bustillo
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