El 25 de julio de 1980 murió en Moscú el cantautor, actor y poeta Vladímir Semionovich Vysotsky.
¿Quién fue este hombre? ¿Qué huella dejó entre quienes le conocieron? ¿Qué relevancia tiene para nosotros su música?
Una descripción anónima, ampliamente difundida en Internet, nos ofrece un primer acercamiento:
“Imagínese la combinación de la relevancia de Bob Dylan, la controversia de John Lennon, la poesía de Leonard Cohen y la popularidad de Elvis Presley y usted entenderá el impacto de Vysotsky en el espíritu ruso.”
Yo llegué a la obra de Vysotsky gracias a Hollywood, a una coreofrafía de Twyla Tharp y a una extraordinaria interpretación del bailarín, actor y también coreógrafo Mijaíl Barishnikov, un grande de nuestros tiempos.
En un memorable film de la época de la Guerra Fría, El Sol de Medianoche (White Nights), Barishnikov interpreta a un bailarín ruso, Nikolai ‘Kolya’ Rodchenko, quien había desertado de la Unión Soviética. El avión que lo llevaba de Londres a Tokio tiene que aterrizar forzosamente en Siberia. Las autoridades soviéticas identifican al desertor y lo conminan a que baile de nuevo para el régimen.
Rodchenko no tiene ninguna ilusión acerca de su futuro, muy al contrario de las esperanzas que todavía abriga su antigua enamorada y pareja en la compañía soviética de ballet: Galina Ivanova (interpretada por Helen Mirren).
Galina le muestra a Kolia los diseños de un proyecto futuro, todavía pendiente de la aprobación de los censores de turno: una coreografía de Balanchine. Rodchenko decide explicarle entonces por qué desertó y lo hace como sólo un bailarín podría hacerlo: danza para revelar con su cuerpo cuál es su vida.
En esta escena, el director, Taylor Hackford, apela a un lugar común entre todos aquellos insatisfechos con el modo de vida soviético: la música de Vladímir Vysotsky. Vysotsky es lo no oficial, lo que está en los límites de lo prohibido, lo que pone en tela de juicio todos los logros y todos los sacrificios. Él es el bardo a quien el régimen soviético siempre vio con sospecha.
Galina todavía escucha a Vysotsky. Todavía ella se conmueve con sus tensiones internas, con su desgarramiento, con su voz melodiosamente áspera. Rodchenko le cuestiona a Galina que cante las canciones de Vysotsky entre susurros. Él, le dice, susurra lo que quiere y, como Vysotsky, grita porque es un hombre libre.
Mientras se escucha en el trasfondo Caballos Caprichosos (???? ?????????????, Koni Privyeryedlivyye), Rodchenko hace estallar el marco apolíneo del ballet clásico: de una forma simétrica primero, ardorosa después, Rodchenko se expande y luego se contrae para volver a expandirse. Como en La Valse de Maurice Ravel, en el entramado de su coreografía se percibe el eco de una armonía ahora lejana. El poeta en su canto se lamenta de los caballos obstinados que le han tocado en suerte; les pide que frenen su marcha; agua les dará de beber y él terminará su canto, pero los suyos son caballos obstinados. Y con la obstinación dionisíaca de quien se dilata y se extiende a lo largo de todo el escenario con su movimiento, Rodchenko transforma el ansia de libertad en un testimonio de libertad creativa. ¡Digno de ver!