Después de leer la última columna de Jorge Humberto Botero Angulo en Semana (“El costo Colombia”), caigo en cuenta de que soy conservador en muchos sentidos de la palabra. En línea con los planteamientos de Michael Oakeshott y también con los del mismo Botero Angulo, creo que es una desgracia que en este país nuestro haya tanta inseguridad jurídica. La falta de claridad acerca de las reglas de juego dificulta enormemente, cuando no impide, esfuerzos e inversiones de gran envergadura.
Las causas de esta desgracia son varias. Una de ellas es tener un poder legislativo integrado por gente que tiene capturado el estado a nivel regional y que, como en todos los demás regímenes representativos basados en la competencia electoral, tiene mucho más interés en permanecer en sus curules que en ponerse de acuerdo con otros con el propósito de crear un entorno seguro para el emprendimiento, así como de hacer efectivo el principio constitucional de la igualdad de oportunidades.
Esta causa de nuestra inseguridad jurídica va de la mano de otra: la pronunciada tendencia que tenemos los colombianos a buscar remedios judiciales a nuestras deficiencias políticas (este es un fenómeno que abordé en un trabajo que publiqué hace ya un buen número de años: “Justicia y Democracia en Colombia: ¿en entredicho?” Análisis Político No. 28, May.-Ago., 1996). Conviene observar que, además de la mala calidad de nuestra producción legislativa, muchos conflictos que dan lugar a la búsqueda de remedios judiciales no pueden preverse de antemano. Por tanto, es apenas comprensible que los razonamientos a los cuales recurren abogados, primero, para promover la acción de los jueces, y a los que recurren los jueces, después de que entran en acción los abogados, tengan también un cierto carácter de impredicibilidad. Del viejo modo de razonar basado en una lógica formal muy elemental, el silogismo, hemos pasado a otro modo que tiene mucho que ver con la tópica de los juristas romanos: al tener que hacer un balance entre varios principios de igual rango -como sucede con los principios constitucionales- y al tomar en cuenta el grado de realización posible de esos principios (según la fórmula de ponderación del jurista alemán Robert Alexi), es inevitable que lleguemos por ese camino a soluciones ad hoc, que no corresponden a ningún esquema lógico previo.
Este cambio es, en muchos aspectos, positivo. Jueces que toman sus decisiones apegados a los textos legales, sin procurar ninguna adaptación de esos textos a realidades complejas y cambiantes, usualmente producen decisiones irrazonables. Para ser razonables, en los términos propuestos por el filósofo del derecho Chaïm Perelman, los jueces tienen que procurar soluciones con las cuales ganen la adhesión no sólo de las partes sino de la sociedad entera mediante razonamientos que logren un equilibrio entre los distintos principios e intereses en juego, y de cara a las probables consecuencias que tendrán sus decisiones. Necesariamente, esto da lugar a un cierto grado de activismo judicial.
El tema es que el activismo judicial no es igual en todas partes. Entre nosotros opera como un mecanismo de compensación, bastante imperfecto y limitado, mucho más limitado de lo que sus defensores estarían dispuestos a admitir, de las fallas de nuestro proceso político. Como lo señalé en el texto referido anteriormente (“Justicia y Democracia en Colombia: ¿en entredicho?” p. 64), en contraste con lo que sucede en Colombia, en los países en los cuales hay una fuerte confianza en los procedimientos democráticos, p. ej. Suecia, la garantía de los derechos es más política que judicial. En otras palabras, gracias a la calidad de su proceso político, en Suecia hay menos activismo judicial que en Colombia, lo cual implica, de suyo, esta otra proposición: ¡allá hay menos incertidumbre jurídica que aquí! Ergo, no sigamos buscando remedios que dejan inalteradas las causas de nuestros problemas; afrontemos de una vez el hecho de que tenemos proceso político que no es democrático. Capturado por gamonales de toda clase, tenemos un sistema de caciques y oligarcas que se ha convertido en un extraordinario obstáculo para que este país despliegue toda la potencialidad que tiene.
Afirmaciones de este tenor son anatema para todos aquellos que no cesan de afirmar el carácter democrático de nuestras instituciones. De ahí que quienes criticamos de este modo al régimen político seamos usualmente estereotipados de increíbles colaboradores de quienes tienen como propósito derribar la sociedad abierta y la democracia liberal. Pero, ¿cuál sociedad abierta y cuál democracia liberal en Colombia? En las periferias rurales y urbanas del país, impera la ley del más fuerte, no el gobierno de la ley. Por eso, cuando escucho sus loas al régimen colombiano, no puedo pensar sino en la acérrima defensa que hizo el Duque de Wellington del statu quo contra todos aquellos que promovían en el Reino Unido una reforma que incluyera a muchos hombres adultos que no tenían la capacidad para votar y que también acabara con los burgos podridos (distritos electorales muy pequeños sometidos al control de un patrón, lo cuales daba una exagerada influencia en el proceso legislativo).
En la biografía del vencedor en Waterloo (1860, pp.102-103), que escribió Edward B. Hamley (un general y político conservador), podemos leer un aparte de un discurso que pronunció Wellington en el Parlamento en 1830, poco después de la Revolución de Julio en Francia, contra los intentos de reforma al sistema político existente en el Reino Unido:
“Nunca he leído”, dijo [Wellington], “ni he oído hablar de ninguna medida, hasta el momento presente, que de alguna manera pueda satisfacer mi consciencia de que el estado de la representación podría mejorarse o volverse más satisfactorio para el conjunto del país en este momento. Estoy plenamente convencido de que el país posee en el momento actual una legislatura que responde a todos los buenos propósitos de la legislación, y que en mayor grado que cualquier otra legislatura ha respondido en cualquier país. Iré más lejos diré que la legislatura y el sistema de representación poseen la plena y total confianza del país – merecidamente poseen esa confianza, y las discusiones en la legislatura tienen merecidamente una gran influencia sobre las opiniones del país. Iré más lejos y diré que si, en el momento presente, hubiese recaísdo sobre mí el deber de formar una legislatura para cualquier país, y particularmente para un país como éste, en posesión de grandes propiedades de diversas descripciones, no creo que pudiese formar una legislatura como la que poseemos ahora, porque la naturaleza del hombre es incapaz de alcanzar tal excelencia sino progresivamente, pero mi habría puesto todo mi empeño en formar una legislatura de este tipo que produjera los mismos resultados.”
A primera vista, este conservatismo tiene mucho que ver con el de Oakeshott, particularmente, con la convicción compartida con otros pensadores, como Edmund Burke, de que es preciso sospechar de todas las grandes transformaciones institucionales pues, como aquellas que fueron realizadas con ocasión de la Revolución Francesa de 1789 por hombres imbuídos de una hybris racionalista, usualmente conducen, en el mejor de los casos, a más desorden, no a menos; en el peor, a insufribles tiranías. Sin embargo, como la propia historia política del Reino Unido lo demostró, la Ley de Reforma de 1832 no era de ningún modo comparable a la Revolución Francesa. Era, en los términos del propio Oakeshoot, una reforma gradual, que fue ampliada y profundizada por reformas posteriores (la de 1867, 1884 y 1918). No obstante, Wellington la caracterizó como la más grande revolución incruenta ocurrida en algún país, de la cual se seguirían las más desastrosas consecuencias para el estado y la sociedad. Sabemos que las historia se apartó de las predicciones de Wellington, especialmente, en lo que concierne al hecho de que los pobres no expropiaron a los ricos. Antes bien, el régimen del Reino Unido, al devenir más incluyente, elevó considerablemente el bienestar del conjunto de la población.
Dicho esto, creo que hay en Colombia un prejuicio wellingtoniano a favor del statu quo político y económico, y una correspondiente aprensión wellingtoniana contra los intentos de reforma. Se trata de un prejuicio y una aprensión totalmente inconsecuentes. No se puede ser conservador para exigir seguridad jurídica y ser, al mismo tiempo, conservador de un régimen de oligarquía y cacicazgos. No se pueden tener las dos cosas – como se dice coloquialmente, ‘no se puede estar [a la vez] en misa y en procesión’. En las actuales condiciones, nuestro régimen político no puede generar seguridad jurídica. Es preciso reformarlo. El tema es que algunos defensores del statu quo están convencidos de que la reforma que hay que hacer es una que suprima el poder de control de los jueces respecto de los múltiples y más diversos adefesios y esperpentos jurídico-políticos de que son capaces el Congreso y el Gobierno. De manera análoga a Donald Trump, quien idealiza la década de los 1950s en los Estados Unidos, con todo su macartismo, racismo y machismo, en Colombia hay quienes idealizan el constitucionalismo de los libros de Luis Carlos Sáchica y Jaime Betancur Cuartas, así como algunas ponencias y salvamentos de voto de magistrados de la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, como las de Hernando Yepes Arcila, y quisieran restaurar interpretaciones constitucionales bastante restrictivas y autoritarias.
Desde luego, idealizar la Corte Constitucional, a cuenta del copy-paste que ha hecho de la doctrina de otras cortes y tribunales, como la del bloque de constitucionalidad o la sustitución de la Constitución, sería igualmente insensato. En efecto, esta corte pudo habernos ahorrado la profundización de la división política del país, si hubiese tenido el buen juicio de declarar inconstitucional la ley que modificó el umbral de validez de los plebiscitos. Le habría bastado el argumento de que un gobierno no puede modificar burdamente los procedimientos de decisión para asegurar un resultado por loable que fuera. Antes bien, le dio curso a una contorsión constitucional de la cual todavía no nos hemos recuperado. Sin embargo, al mismo tiempo, no se puede perder de vista el hecho de que la Corte Constitucional le ha proporcionado al régimen una válvula de escape a las profundas tensiones que se han acumulado en el estado y la sociedad con doctrinas tales como ‘el estado de cosas inconstitucional’. Sin esta doctrina, la situación de poblaciones vulnerables, como los desplazados forzadamente o los reclusos, no habría sido objeto de ningún tipo de mejoría.
Entusiasmados por este tipo de soluciones, hay quienes se figuran que se podría poner a las periferias del país bajo la tutela de los jueces pues, a contrapelo de los políticos profesionales, harían efectiva la Constitución, especialmente, su Carta de Derechos. Este remedio, sin embargo, puede ser peor que la enfermedad. La judicialización de la política conduce a la politización de la justicia, en el peor sentido de la palabra. Los jueces terminarían perdiéndose en los vericuetos de la política del día a día. Los ciudadanos, además, quedaríamos privados de la oportunidad de exigir responsabildad política a esos jueces por sus decisiones. Todos, al final, estaríamos peor pues agregaríamos al problema de fondo –las distorsiones oligárquicas, clientelistas y corruptas de nuestro proceso político– otro problema más: la más absurda concentración de poder y confusión de roles institucionales.
La solución de fondo es hacer democrático nuestro régimen político. Los argumentos a favor de la sabiduría de las decisiones de una asamblea democrática fueron enunciados hace ya mucho tiempo. En una próxima entrada, asumiré la tarea de recapitularlos mostrando porqué una democracia más amplia y más profunda produciría más, no menos, seguridad jurídica.