Cosmopolita

Publicado el Juan Gabriel Gomez Albarello

Prohibicionismo anti-taurino

He leído opiniones y comentarios de quienes se identifican con el punto de vista anti-taurino y creo que un buen número se queda en el plano emocional de la condena. Muchos de quienes atacan las corridas no han hecho nada para comprenderlas. Para ser más precisos, no han hecho nada para comprender a quienes van a las corridas.

La entrevista que le hizo Alfredo Molano a Fernando Savater sirve mucho para aclarar qué es lo que está en juego en las plazas de toros. No digo en el ruedo, que eso está claro: la vida del torero o la del toro. Me refiero a lo que la audiencia pone en las corridas: lo que se juega de una manera vicaria, es decir, por interpuesta persona. El meollo del asunto está en el triunfo sobre la muerte y, sobre todo, en el triunfo sobre el miedo a la muerte. La muerte a todos nos llega, pero que nos llegue sin miedo es, para ahorrar palabras, una victoria.
A Ernest Hemingway se le atribuye este dicho (no es auténtico, pero podría serlo): “Las carreras de carros, el toreo y la escalada de montañas son los únicos deportes verdaderos … todos los demás son puros juegos.” Yo puedo dar testimonio de aquello a lo que Hemingway se refiere.
Porque íbamos tarde, para ahorrar camino en un parque natural, mi guía me condujo por una ladera muy empinada. Para un montañista, aquella pendiente quizá fuese una cosa trivial, pero una resbalada mía pudo haber sido ser fatal: me habría roto una pierna, por lo menos.
En ruta por otro parque, cruzar un arroyo que corre entre barrancos fue una experiencia parecida. Un paso mal dado y me moría con mi cabeza cuesta abajo rompiéndose contra las piedras.
En esos momentos la intensidad de la vida en es enorme. El gozo de cruzar al otro lado, de alcanzar la cumbre llena la existencia. Brevemente uno delira mientras el universo cambia de color… por supuesto, en los ojos de quien lo mira.
Lo dicho hasta ahora, en lo que tiene ver con las corridas, proporciona una aproximación incompleta. Falta todavía un ingrediente.
En su diccionario personal, el cual podría ser consideradado como una buena adición al Diccionario del Diablo, Marlene Dietriech nos da una suscinta descripción de lo que es la fiesta brava: “El coraje y la gracia son una mezcla formidable. El único lugar para verla es en el ruedo.”
Veamos: el torero no se enfrenta al toro con la fuerza sino con el engaño. Pero no con un engaño ordinario. El suyo no es el engaño del fraude sino el de la astucia. Si el torero pudiese hablar con el toro, como lo hizo Ulises con Polifemo, tal vez le diría: “Mi nombre es Nadie.” El del torero es, como el de Ulises, un engaño gracioso. Es una burla al toro. Es un chiste al pie de la muerte.
A ver, antitaurinos: ¿no han sentido ustedes nada semejante: el gusto por la destreza y el vértigo mientras uno se juega la vida? ¿No conocen un torrente de emoción como el que sienten los que van a las corridas de toros?
Alguna vez Robert Graves escribió: “Los críticos del toreo fila a fila llenan la enorme plaza de toros, pero solamente es uno el que sabe y es quien se enfrenta al toro.” La cita hablaría mal de los aficionados a la tauromaquia si uno la dejara tirada así a la mitad, sin ningún contexto. Para evitar ese mal, quisiera referir esta anécdota. Al concluir una rueda de prensa acerca de la crisis de los misiles en Cuba, John F. Kennedy citó estos versos de Graves. Lo hizo para poner en su lugar a todos los políticos de sillón que pretendían desde su cómoda posición poner en cuestión las decisiones del Presidente.
En otros ruedos, los aficionados a los toros lidian con otras bestias. En muchos casos se enfrentan a fuerzas más grandes que ellos, a fuerzas que pueden ser fatales. Bregan, pelean, disputan, pleitean. No en vano el verbo lidiar que se le aplica al toreo viene del latín litigare. Como el torero con el toro, el aficionado a los toros se le mide a los suyos en un juicio sin jueces: el juicio por combate. ¡Que en el ruedo se escriba el veredicto y así se sepa quién tiene la razón!
“Taurofóbicos: Tal vez algunos de ustedes corran carreras de carros, escalen montañas, se tiren en paracaídas, se amarren de los pies y se lancen al vacío, o simplemente se suban a montañas rusas. Nosotros vamos a los toros. ¿Por qué nos quieren imponer sus preferencias? ¿Por qué habríamos de quedar obligados a buscar la adrenalina donde ustedes la encuentran?”
Porque ustedes, taurófilos, causan un sufrimiento innecesario.
Yo no le pido a los amigos de las corridas que dejen de ir a los toros. Sólo les pido que no los hagan sufrir. Que le hagan todos los chistes que quieran a la muerte. Que le aplaudan al torero todas las burlas al toro, pero que al toro no lo lastimen ni lo maten ni le corten el rabo y las orejas.
Todos nos buscamos como podemos el gozo de la vida. Algunos tenemos, más o menos que otros, un gusto por la adrenalina. Pero, para mí, y espero en este tema persuadir a otros, hasta aquí es donde llegan las preferencias personales. Ninguna preferencia puede justificar hacer sufrir deliberadamente a otros.
Un argumento de los taurófilos es más o menos éste: “Pero si son animales. ¿Por qué con ellos no podemos cruzar la raya?” A lo cual se puede replicar que rejonear, clavarle banderillas y después matar al toro es una forma de maltrato. No tendríamos ninguna duda de utilizar este sustantivo si a un ser humano le hicieran lo mismo. Con los toros lo único distinto es que no son seres humanos. El tema, sin embargo, es que el maltrato siempre se ha justificado estableciendo una diferencia entre el maltratador y el maltratado, una diferencia que al cabo del tiempo hemos encontrado injustificable.
Consideremos el caso de la esclavitud y el maltrato a los esclavos. En Grecia y en Roma, los esclavos nunca sufrieron el grado de abuso sistemático y tortura a que fueron sometidos quienes fueron arrancados de sus comunidades en África. En Grecia y en Roma, algunos filosofaron y llegaron a la conclusión de que todos los hombres eran iguales. Por el contrario, en el continente americano, al establecer unas supuestas diferencias entre los europeos y sus descendientes y los africanos y sus descendientes, los primeros se permitieron darle a los segundos un trato que nunca se darían entre ellos.
“¡Precisamente! Los esclavos eran seres humanos. Los toros no lo son.” Ergo, estaría justificado el maltrato a los toros. Pero entonces entramos en el terreno en el que tenemos que definir qué es lo que tenemos los humanos que nos hace humanos y, por lo tanto, dignos de un trato que no merecen los toros.
Podemos hacer varios intentos para establecer la diferencia que justificaría el maltrato en las corridas.
Comencemos: Somos los únicos animales que pueden dudar de sí mismos. Creo que esta es la diferencia más filosófica de todas, pero de la cual creo que es imposible deducir una justificación del rejoneo, las banderillas y los estoques.
Somos los únicos animales que hablan.  Otros animales, empero, también tienen sistemas de comunicación. Aunque no tienen la complejidad y la sofisticación del nuestro, dan al traste con la tesis de que son seres incapaces de transmitir sus emociones.
Somos los únicos animales que ríen. Pero esto tampoco es cierto. Hay otros animales que también lo hacen. Aunque en la lista de los risueños no están los toros, ¿cómo podríamos derivar de este hecho un argumento en favor de las corridas?
Somos los únicos animales que tienen conciencia. Tal sería la diferencia clave en apoyo de la tesis de los taurófilos. Pero esto es falso. Como bien lo destacó el colega bloguero, Javier García-Salcedo, un destacado grupo de neurocientíficos reunidos en Cambridge, Reino Unido, después de estudiar las bases biológicas de la conciencia, llegó a la conclusión de que los humanos no somos los únicos poseedores de este atributo.
Si los animales pueden ser conscientes del maltrato, ¿qué justifica que haya seres humanos que deliberadamente los conduzcan a semejante estado de consciencia? ¿Puede el deseo de experimentar la victoria sobre el miedo a la muerte justificar que matemos a otros? ¿Es realmente necesario el sufrimiento de los toros para alcanzar el triunfo sobre el miedo a la propia finitud?
Yo estoy seguro de que el torrente de emoción que desatan las corridas de toros es muy fuerte, tan fuerte que termina por arrastrar y suprimir de la conciencia de los taurófilos todos los argumentos contra la forma actual del toreo. No son los únicos que obran así. ¿No le sucede lo mismo al paciente que se ha convencido de que debe dejar el cigarrillo pero que no puede abstenerse de fumar? Y, como el fumador, los taurófilos pueden recurrir a toda suerte de racionalizaciones.
Uno de los ataques que hacen los taurófilos a los taurófobos es cuestionarles su supuesta inconsistencia. “¡Deberían ser vegetarianos!” La verdad, muchos lo son y justamente motivados por el principio según el cual no hay nada que justifique el sufrimiento innecesario (punto muy bien articulado en lo blog ya citado del colega Javier García Salcedo).
Otro ataque consiste en ponerle a los taurófobos la etiqueta de prohibicionistas. Un prohibicionista es alguien que tiene la disposición a enfrentarse a los problemas creando prohibiciones. Esto es una falacia, la de la generalización exagerada. Sirve para construir un muñeco de paja al que se le puede derribar fácilmente. Que los taurófobos estén de acuerdo en que se imponga la prohibición de hacer sufrir al toro en las corridas no quiere decir que todo lo quieran resolver a punta de leyes prohibitivas.
Por la misma línea del argumento anterior, otro ataque a los taurófobos consiste en tildarlos de autoritarios. Una forma sofisticada de este argumento la elaboró Andrés Hoyos en respuesta a una crítica que le formuló García-Salcedo. Según Hoyos, el avance de la civilización consiste en la expansión de la libertad y en la reducción de las prohibiciones.
Podemos dar por descontado que Hoyos se refiere a la civilización occidental de la cual hacemos parte. Así que, sin mayor riesgo de deformar su pensamiento, creo que por civilización Hoyos entiende el conjunto político-económico-social-cultural de las sociedades demoliberales.  En otras palabras, entre más demoliberal, más civilizado será un país.
Hoyos parece no considerar el hecho de que en las sociedades demoliberales la expansión de la libertad ha sido alcanzada, paradójicamente, a punta de prohibiciones: al estado se le prohibe que se inmiscuya en la esfera de los ciudadanos y a estos en la esfera de los demás. Al comparar un país demoliberal con otro que lo sea menos, estoy seguro que vamos a encontrar en el primero un número mayor de regulaciones y prohibiciones que en el segundo. No es el número sino el tipo de prohibiciones y la forma como se ponen en vigor lo que diferencia a un país demoliberal de uno autoritario. En la reducción de prohibiciones no está la clave del avance de la civilización (si no fuera así, Freud nunca habría escrito El Malestar en la Cultura).
Pero aquí todavía no hemos llegado al fondo del asunto. Según los taurófilos, y también según los liberales a quienes no les gustan las corridas pero les repugna su prohibición, los taurófobos serían unos autoritarios porque quieren imponer sobre los demás su opinión acerca de algo que les parece reprochable. Si esa fuera la definición de autoritario, entonces todas las sociedades serían autoritarias porque en todas hay prohibiciones de conductas socialmente reprochables.
En unas páginas que demandan una reflexión detenida porque ponen en duda los fundamentos de nuestra cultura, el Marqués de Sade invitó a sus conciudadanos a expandir la esfera de la libertad. Escogió un extraordinario título: “Franceses, un esfuerzo más si quereis ser republicanos.” En esas páginas Sade propone que el estado construya casas de libertinaje, ordene por ley la prostitución de las mujeres y haga efectiva la de los hombres pues sólo así podrá la república garantizar su paz interna.
Según Sade, cada hombre, y cada mujer, debería contar con los medios para “exhalar la dosis de despotismo que la naturaleza puso en su corazón (…).” De otro modo, privado de esos medios, el despotismo de cada individuo “se arrojará sobre los objetos que lo rodean y perturbará al gobierno.” Cada uno debería tener toda la libertad para gozar de su objeto, arguye Sade, lo cual no debe confundirse con un derecho a tener esclavos. En primer lugar, porque en el esquema del vilipendiado marqués ningún ser humano puede ser propiedad de otro y, en segundo lugar, porque la posesión del objeto cesa con el fin de goce que éste produce. Hombres y mujeres podrían recurrir pues a las autoridades con el fin de que el objeto de su deseo se presentara a una de las casas de libertinaje. Ninguno podría rehusarse.
Sade afirma que la edad no podría ser un criterio relevante para poner un límite a los deseos de hombres y mujeres. “Quien tiene derecho a comer el fruto de un árbol puede, sin duda, cogerlo maduro o verde, según las inspiraciones de su gusto.” Puesto que sobre el objeto recae un derecho de propiedad de goce, los efectos de este goce nos deberían ser indiferentes. El daño a la salud de la muchacha o el muchacho sería una consideración carente de peso porque lo relevante no es “lo que pueda sentir el objeto condenado por la naturaleza (…).” Lo relevante es “lo que conviene a quien desea.”
¿Qué liberal expresaría repugnancia hacia las prohibiciones de casas de libertinaje donde se practique la pedofilia? Al ser considerada socialmente reprochable, a la pedofilia se la prohíbe. A la tauromaquia también se la considera socialmente reprochable. No es una práctica universalmente reprochada. Aunque sobre el asunto no hay unanimidad, sí hay una opinión ampliamente extendida en su contra. ¿Por qué? Porque no hay buenas razones que justifiquen el sufrimiento que causa. Quisiera repetir lo dicho anteriormente: la victoria sobre el miedo a la propia muerte no puede justificar el sufrimiento de otros.
Los taurófilos podrían replicar que para ellos el toreo es una necesidad. Y lo mismo podrían alegar los pederastas. Y, sin embargo, a unos y otros uno podemos oponerles la pregunta, ¿lo relevante es únicamente lo que conviene a quien desea? Con esto no quiero sugerir que a los taurófilos y a los pederastas haya que ponerlos en el mismo saco. Simplemente afirmo que la defensa que cada uno hace de su práctica tiene las mismas características y que es una defensa igualmente mala. Es mala porque es terriblemente miope: solamente ven un lado de la cosa.
La miopía en este tema no quiere decir que los taurófilos carezcan de visión aguda en otros asuntos. Los seres humanos no desarrollamos nuestras capacidades de manera uniforme. Muchos taurófilos son amables y benevolentes, razonables y ecuánimes, hasta cuando uno les discute su conjuro del miedo a la muerte. Ahí sacan su capote de burlas y su estoque de ataques.
No hay por qué sorprenderse. Pero tampoco hay que cruzarse de brazos. A la tauromaquia –me refiero a la tauromaquia en su versión de hacer sufrir al toro, matarlo y cortarle el rabo y las orejas– la tenemos que arrancar del espíritu: eso se hace poniendo en evidencia el carácter antropocéntricamente miope de todo su gozo y de todas sus justificaciones, así como sacudiendo varios equívocos acerca de la libertad y la tolerancia con los que se ataca su prohibición.
La decisión de la Corte Constitucional sobre las corridas es de obligatorio cumplimiento para todas las autoridades. Sin embargo, esa decisión no cancela el debate ciudadano. Así que, por muy antipático que  a algunos les parezca, este debate va a seguir por un buen rato.
Seguramente, ya lo explicará el Alcalde Petro cuando corresponda. Por ahora, a mí me parece que la Alcaldía no está obligada a contratar con nadie para que el edificio donde se hacían las corridas se use para rejonear, poner banderillas y clavar estoques.

La entrevista que le hizo Alfredo Molano a Fernando Savater sirve mucho para aclarar qué es lo que está en juego en las plazas de toros. No digo en el ruedo, que eso está claro: la vida del torero o la del toro. Me refiero a lo que la audiencia pone en las corridas: lo que se juega de una manera vicaria, es decir, por interpuesta persona. El meollo del asunto está en el triunfo sobre la muerte; en realidad, en el triunfo sobre el miedo a la muerte. La muerte a todos nos llega, pero que nos llegue sin miedo es, para ahorrar palabras, una victoria.

A Ernest Hemingway se le atribuye este dicho (no es auténtico, pero podría serlo): “Las carreras de carros, el toreo y la escalada de montañas son los únicos deportes verdaderos … todos los demás son puros juegos.” Yo puedo dar testimonio de aquello a lo que Hemingway se refiere.

Porque íbamos tarde, para ahorrar camino en un parque natural, mi guía me condujo por una ladera muy empinada. Para un montañista aquella pendiente quizá fuese una cosa trivial, pero una resbalada mía pudo haber sido ser fatal: me habría roto una pierna, por lo menos.

En ruta por otro parque, cruzar un arroyo que corre entre barrancos fue una experiencia parecida. Un paso mal dado y me moría con mi cabeza cuesta abajo rompiéndose contra las piedras.

En esos momentos la intensidad de la vida en es enorme. El gozo de pasar al otro lado, de alcanzar la cumbre llena la existencia. Brevemente uno delira mientras el universo cambia de color… por supuesto, en los ojos de quien lo mira.

Lo dicho hasta ahora, en lo que tiene ver con las corridas, proporciona una aproximación incompleta. Falta todavía un ingrediente.

En su diccionario personal, el cual podría ser considerado como una buena adición al Diccionario del Diablo, Marlene Dietriech nos da una suscinta descripción de lo que es la fiesta brava: “El coraje y la gracia son una mezcla formidable. El único lugar para verla es en el ruedo.”

Veamos: el torero no se enfrenta al toro con la fuerza sino con el engaño. Pero no con un engaño ordinario. El suyo no es el engaño del fraude sino el de la astucia. Si el torero pudiese hablar con el toro, como lo hizo Ulises con Polifemo, tal vez le diría: “Mi nombre es Nadie.” El del torero es, como el de Ulises, un engaño gracioso. Es una burla al toro. Es un chiste al pie de la muerte.

A ver, antitaurinos: ¿no han sentido ustedes nada semejante: el gusto por la destreza y el vértigo mientras uno se juega la vida? ¿No conocen un torrente de emoción como el que sienten los que van a las corridas de toros?

Alguna vez Robert Graves escribió: “Los críticos del toreo fila a fila llenan la enorme plaza de toros, pero solamente es uno el que sabe y es quien se enfrenta al toro.” La cita hablaría mal de los aficionados a la tauromaquia si uno la dejara tirada así a la mitad, sin ningún contexto. Para evitar ese mal, quisiera referir esta anécdota. Al concluir una rueda de prensa acerca de la crisis de los misiles en Cuba, John F. Kennedy citó estos versos de Graves. Lo hizo para poner en su lugar a todos los políticos de sillón que pretendían desde su cómoda posición poner en cuestión las decisiones del Presidente.

En otros ruedos, los aficionados a los toros lidian con otras bestias. En muchos casos se enfrentan a fuerzas más grandes que ellos, a fuerzas que pueden ser fatales. Bregan, pelean, disputan, pleitean. No en vano el verbo lidiar que se le aplica al toreo viene del latín litigare. Como el torero con los toros, el aficionado a las corridas se le mide a los suyos en un juicio sin jueces: el juicio por combate. ¡Que en el ruedo se escriba el veredicto y así se sepa quién tiene la razón!

“Taurofóbicos: Tal vez algunos de ustedes corran carreras de carros, escalen montañas, se tiren en paracaídas, se amarren de los pies y se lancen al vacío, o simplemente se suban a montañas rusas. Nosotros vamos a los toros. ¿Por qué nos quieren imponer sus preferencias? ¿Por qué habríamos de quedar obligados a buscar la adrenalina donde ustedes la encuentran?”

Porque ustedes, taurófilos, causan un sufrimiento innecesario.

Yo no le pido a los amigos de las corridas que dejen de ir a los toros. Sólo les pido que no los hagan sufrir. Que le hagan todos los chistes que quieran a la muerte. Que le aplaudan al torero todas las burlas al toro, pero que al toro no lo lastimen ni lo maten ni le corten el rabo y las orejas.

Todos nos buscamos como podemos el gozo de la vida. Algunos tenemos, más o menos que otros, un gusto por la adrenalina. Pero, para mí, y espero en este tema persuadir a otros, hasta aquí es donde llegan las preferencias personales. Ninguna preferencia puede justificar hacer sufrir deliberadamente a otros.

Un argumento de los taurófilos es más o menos éste: “Pero si son animales. ¿Por qué con ellos no podemos cruzar la raya?” A lo cual se puede replicar que rejonear, clavarle banderillas y después matar al toro es una forma de maltrato. No tendríamos ninguna duda de utilizar este sustantivo si a un ser humano le hicieran lo mismo. Con los toros lo único distinto es que no son seres humanos. El tema, sin embargo, es que el maltrato siempre se ha justificado estableciendo una diferencia entre el maltratador y el maltratado, una diferencia que al cabo del tiempo hemos encontrado injustificable.

Consideremos el caso de la esclavitud y el maltrato a los esclavos. En Grecia y en Roma, los esclavos nunca sufrieron el grado de abuso sistemático y tortura a que fueron sometidos quienes fueron arrancados de sus comunidades en África. En Grecia y en Roma, algunos filosofaron y llegaron a la conclusión de que todos los hombres eran iguales. Por el contrario, en el continente americano, al establecer unas supuestas diferencias entre los europeos y sus descendientes y los africanos y sus descendientes, los primeros se permitieron darle a los segundos un trato que nunca se darían entre ellos.

“¡Precisamente! Los esclavos eran seres humanos. Los toros no lo son.” Ergo, estaría justificado el maltrato a los toros. Pero entonces entramos en el terreno en el que tenemos que definir qué es lo que tenemos los humanos que nos hace humanos y, por lo tanto, dignos de un trato que no merecen los toros.

Podemos hacer varios intentos para establecer la diferencia que justificaría el maltrato en las corridas.

Comencemos: Somos los únicos animales que pueden dudar de sí mismos. Esta es la diferencia más filosófica de todas, pero de la cual creo que es imposible deducir una justificación del rejoneo, las banderillas y los estoques.

Somos los únicos animales que hablan.  Otros animales, empero, también tienen sistemas de comunicación. Aunque no tienen la complejidad y la sofisticación del nuestro, dan al traste con la tesis de que son seres incapaces de transmitir sus emociones.

Somos los únicos animales que ríen. Pero esto tampoco es cierto. Hay otros animales que también lo hacen. Aunque en la lista de los risueños no están los toros, ¿cómo podríamos derivar de este hecho un argumento en favor de las corridas?

Somos los únicos animales que tienen conciencia. Tal sería la diferencia clave en apoyo de la tesis de los taurófilos. Pero esto es falso. Como bien lo destacó el colega bloguero, Javier García-Salcedo, un destacado grupo de neurocientíficos reunidos en Cambridge, Reino Unido, después de estudiar las bases biológicas de la conciencia, llegó a la conclusión de que los humanos no somos los únicos poseedores de este atributo.

Si los animales pueden ser conscientes del maltrato, ¿qué justifica que haya seres humanos que deliberadamente los conduzcan a semejante estado de consciencia? ¿Puede el deseo de experimentar la victoria sobre el miedo a la muerte justificar que matemos a otros? ¿Es realmente necesario el sufrimiento de los toros para alcanzar el triunfo sobre el miedo a la propia finitud?

He llegado a creer que el torrente de emoción que desatan las corridas de toros es muy fuerte, tan fuerte que termina por arrastrar y suprimir de la conciencia de los taurófilos todos los argumentos contra la forma actual del toreo. No son los únicos que obran así. ¿No le sucede lo mismo al paciente que se ha convencido de que debe dejar el cigarrillo pero que no puede abstenerse de fumar? Y, como el fumador, los taurófilos pueden recurrir a toda suerte de racionalizaciones.

Uno de los ataques que hacen los taurófilos a los taurófobos es cuestionarles su supuesta inconsistencia. “¡Deberían ser vegetarianos!” La verdad, muchos lo son y justamente motivados por el principio según el cual no hay nada que justifique el sufrimiento innecesario (punto muy bien articulado en el blog ya citado del colega Javier García Salcedo).

Otro ataque consiste en ponerle a los taurófobos la etiqueta de prohibicionistas. Un prohibicionista es alguien que tiene la disposición a enfrentarse a los problemas creando prohibiciones. Esto es una falacia, la de la generalización exagerada. Sirve para construir un muñeco de paja al que se le puede derribar fácilmente. Que los taurófobos estén de acuerdo en que se imponga la prohibición de hacer sufrir al toro en las corridas no quiere decir que todo lo quieran resolver a punta de leyes prohibitivas.

Por la misma línea del argumento anterior, otro ataque a los taurófobos consiste en tildarlos de autoritarios. Una forma sofisticada de este argumento se le puede atribuir a Andrés Hoyos en respuesta a una crítica que le formuló García-Salcedo. Según Hoyos, el avance de la civilización consiste en la expansión de la libertad y en la reducción de las prohibiciones.

Podemos dar por descontado que Hoyos se refiere a la civilización occidental de la cual hacemos parte. Así que, sin mayor riesgo de deformar su pensamiento, creo que por civilización Hoyos entiende el conjunto político-económico-social-cultural de las sociedades demoliberales.  En otras palabras, entre más demoliberal, más civilizado será un país.

Hoyos parece no considerar el hecho de que en las sociedades demoliberales la expansión de la libertad ha sido alcanzada, paradójicamente, a punta de prohibiciones: al estado se le prohibe que se inmiscuya en la esfera de los ciudadanos y a estos en la esfera de los demás. Al comparar un país demoliberal con otro que lo sea menos, estoy seguro que vamos a encontrar en el primero un número mayor de regulaciones y prohibiciones que en el segundo. En el número, en el tipo de prohibiciones y en la forma como se ponen en vigor encontraremos lo que diferencia a un país demoliberal de uno autoritario. En la reducción de prohibiciones no está la clave del avance de la civilización (Si las cosas fueran de otro modo, Freud nunca habría escrito El Malestar en la Cultura).

Pero aquí todavía no hemos llegado al fondo del asunto. Según los taurófilos, y también según los liberales a quienes no les gustan las corridas pero les repugna su prohibición, los taurófobos serían unos autoritarios porque quieren imponer sobre los demás su opinión acerca de algo que les parece reprochable. Si esa fuera la definición de autoritario, entonces todas las sociedades serían autoritarias porque en todas hay prohibiciones de conductas socialmente reprochables.

En unas páginas que demandan una reflexión detenida porque ponen en duda los fundamentos de nuestra cultura, el Marqués de Sade invitó a sus conciudadanos a expandir la esfera de la libertad. Escogió un extraordinario título: “Franceses, un esfuerzo más si queréis ser republicanos.” En esas páginas Sade propone que el estado construya casas de libertinaje, ordene por ley la prostitución de las mujeres y haga efectiva la de los hombres pues sólo así podrá la república garantizar su paz interna.

Según Sade, cada hombre, y cada mujer, debería contar con los medios para “exhalar la dosis de despotismo que la naturaleza puso en su corazón (…).” De otro modo, privado de esos medios, el despotismo de cada individuo “se arrojará sobre los objetos que lo rodean y perturbará al gobierno.” Cada uno debería tener toda la libertad para gozar de su objeto, arguye Sade, lo cual no debe confundirse con un derecho a tener esclavos. En primer lugar, porque en el esquema del vilipendiado marqués ningún ser humano puede ser propiedad de otro y, en segundo lugar, porque la posesión del objeto cesa con el fin del goce que éste produce. Hombres y mujeres podrían recurrir pues a las autoridades con el fin de que el objeto de su deseo se presentara a una de las casas de libertinaje. Nadie podría rehusarse.

Sade afirma que la edad no podría ser un criterio relevante para poner un límite a los deseos de hombres y mujeres. “Quien tiene derecho a comer el fruto de un árbol puede, sin duda, cogerlo maduro o verde, según las inspiraciones de su gusto.” Puesto que sobre el objeto recae un derecho de propiedad de goce, los efectos de este goce nos deberían ser indiferentes. El daño a la salud de la muchacha o el muchacho sería una consideración carente de peso porque lo relevante no es “lo que pueda sentir el objeto condenado por la naturaleza (…).” Lo relevante es “lo que conviene a quien desea.”

¿Qué liberal expresaría repugnancia hacia las prohibiciones de casas de libertinaje donde se practique la pedofilia? Al ser considerada reprochable, a la pedofilia se la prohíbe. A la tauromaquia también se la considera socialmente reprochable. Aunque sobre el asunto no hay unanimidad, sí hay una opinión ampliamente extendida en su contra. ¿Por qué? Porque no hay buenas razones que justifiquen el sufrimiento que causa. Quisiera repetir lo dicho anteriormente: la búsqueda de la victoria sobre el miedo a la propia muerte no justifica el sufrimiento de otros. Ese es un sufrimiento innecesario.

Los taurófilos podrían replicar que para ellos el toreo es una necesidad. Y lo mismo podrían alegar los pederastas. Y, sin embargo, a unos y otros podemos oponerles la pregunta, ¿lo relevante es únicamente lo que conviene a quien desea? Con esto no quiero sugerir que a los taurófilos y a los pederastas haya que ponerlos en el mismo saco. Simplemente afirmo que la defensa que cada uno hace de su práctica tiene las mismas características y que es una defensa igualmente mala. Es mala porque es terriblemente miope: solamente ven un lado de la cosa.

La miopía en este tema no quiere decir que los taurófilos carezcan de visión aguda en otros asuntos. Los seres humanos no desarrollamos nuestras capacidades de manera uniforme. Muchos taurófilos son amables y benevolentes, razonables y ecuánimes, hasta cuando uno les discute su conjuro del miedo a la muerte. Ahí sacan su capote de burlas y su estoque de ataques.

No hay por qué sorprenderse. Pero tampoco hay que cruzarse de brazos. A la tauromaquia –me refiero a la tauromaquia en su versión de hacer sufrir al toro, matarlo y cortarle el rabo y las orejas– la tenemos que arrancar del espíritu: eso se hace poniendo en evidencia el carácter antropocéntricamente miope de todo su gozo y de todas sus justificaciones, así como sacudiendo varios equívocos acerca de la libertad y la tolerancia con los que se ataca su prohibición.

La decisión de la Corte Constitucional sobre las corridas es de obligatorio cumplimiento para todas las autoridades. Sin embargo, esa decisión no cancela el debate ciudadano. Así que, por muy antipático que a algunos les parezca, este debate va a seguir por un buen rato.

Seguramente, ya lo explicará el Alcalde Petro cuando corresponda. Por ahora, a mí me parece que la Alcaldía no está obligada a contratar con nadie para que el edificio donde se hacían las corridas se use para rejonear, poner banderillas y clavar estoques.

Coda: en un reciente artículo, Klaus Ziegler defiende una posición similar a la mía con muy buenos argumentos y de manera más suscinta. No podía poner esto al principio porque de otro modo no se habrían leído esta entrada.

😉

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