Cosmopolita

Publicado el Juan Gabriel Gomez Albarello

La comedia de los contorsionistas constitucionales

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La tesis según la cual los acuerdos de paz suscritos en La Habana son un acuerdo especial humanitario y de que, en consecuencia, deberían ser incluidos como parte del bloque de constitucionalidad fue enunciada por Eduardo Montealegre, a la sazón Fiscal General de la Nación, en una intervención ante la Corte Constitucional. Se trata de una tesis torcida, articulada y propuesta por un hombre torcido. Este origen no invalida per se la tesis – de otro modo incurriríamos en una falacia genética. Sin embargo, sí nos debería invitar a sospechar. La gestión del exfiscal Montealegre está tan empañada por escándalos que todo lo que tenga el sello de su iniciativa lo deberíamos tomar siempre con un grano de sal.

No hay que gastar mucha tinta para demostrar que los acuerdos de paz no son un acuerdo especial humanitario: los unos procuran ponerle fin a la confrontación armada, en tanto que el otro se limita a regular esa confrontación, con el fin de mitigar el sufrimiento que causan quienes se enfrentan con armas. Procurar confundir estos dos tipos de acuerdo es un ejercicio sofístico y deshonesto, tal y como lo han destacado varios observadores (p. ej. los profesores Cuervo y Garzón). Igualmente sofístico y deshonesto es el intento de equiparar el acuerdo humanitario especial, que pueden suscribir las partes en un conflicto armado interno, a los acuerdos multilaterales de derechos humanos y derecho internacional humanitario que han suscrito los estados en la escala internacional. Aun más falaz y fraudulento es derivar de esa equiparación la conclusión de que los acuerdos firmados por el gobierno y las FARC deberían ser integrados al bloque de constitucionalidad.

Para abrazar la tesis del exfiscal Montealegre se requiere de una gran contorsión cognitiva y ética, un ejercicio que no es, desde luego imposible. Los negociadores del Gobierno nacional y los de las FARC han mostrado que su capacidad de contorsionismo conceptual y moral les permite torcer bastante las cosas y, en estos días, un amplio número de congresistas ha exhibido una misma habilidad. Por tanto, no nos debería extrañar que las FARC, el Gobierno y la clase política esperen de nosotros, ciudadanos ordinarios, una capacidad similar de retorcimiento mental y valorativo.

Para resistirse a tan dañino estiramiento de la conciencia personal basta con poseer los recursos que lo inmunizan a uno contra los efectos del pensamiento de grupo. Estos son la capacidad para ver las cosas sin engaños y la de nombrar el engaño apenas uno lo vea. Esas eran las capacidades que tenía el niño que gritó, «¡Pero si va desnudo!», cuando vio al Emperador desfilar por la calle, presumiendo de su traje nuevo.

Madurar usualmente implica perder la brutal franqueza que alguna vez tuvimos en la infancia. Algunos, empero, han perdido mucho más. Así perdidos, hoy están dispuestos a contradecirse a sí mismos por amor a la paz, como lo hizo Catalina por amor a Petruchio (William Shakespeare, La Doma de la Bravía, Acto IV, Escena 5). El rol que han asumido los defensores de su torcida tesis es patético y algo cómico, claramente uno que yo no quiero jugar en esta comedia.

La rapidez con la cual esos defensores han impuesto su convicción parece darles la razón y, ellos quisieran, la satisfacción de reír de último – en el sentido de quien así lo hace, ríe mejor. La última risa sería en realidad la nuestra, si el espectáculo no fuera tan triste y tan pobre pues pobre y triste es el cuadro de actores que, exhibiendo una increíble ingenuidad, profesan la tesis de que las disposiciones constitucionales son candados imposibles de forzar. La mejor y, al final, la más firme garantía que podrían tener los acuerdos de paz es el asentimiento reflexivo de los ciudadanos, la legitimidad política obtenida mediante un proceso de deliberación razonada. Pero, en el país de la palanca, del atajo y de la intimidación, parece que esto es pedir demasiado.

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