Cosmopolita

Publicado el Juan Gabriel Gomez Albarello

Ganhar ou perder, mas sempre com democracia

Democracia Corintiana

“Ganar o perder, pero siempre con democracia”. Mucho mejor que, “Con amor o con odio, pero siempre con violencia.”

Esta última frase la encontré pintada en una de las paredes de la Sede de Bogotá de la Universidad Nacional. Resume bien la actitud de algunos hinchas del Club Millonarios, quienes el pasado 18 de junio celebraron de forma bastante bochornosa los 68 años de existencia de ese equipo de fútbol.

Para sentirse mejor, algunos querrían poner el dedo acusador en la misma hinchada que rechazó la propuesta de renunciar a una estrella de campeón por haberla obtenido con el apoyo financiero del narcotráfico. Pero se equivocan quienes creen que el problema atañe solamente a estos fanáticos.

¿Qué puede decir de sí mismo un país en el cual las riñas y las muertes aumentan cuando su selección nacional de fútbol gana un partido? En el caso de la Selección Colombia, los fans violentos no son sólo los que visten de azul millonarios. También son violentos los de rojo y los de amarillo.

No nos demos, sin embargo, demasiados golpes de pecho – sería injusto con la pobre autoestima nacional, la cual ya está bastante hichada de tanto pegarle. Tengamos presente que en todo esto hay un fenómeno humano, bastante humano.

Que yo sepa, Chile no tiene los problemas de violencia política y social que tiene Colombia. En ese país austral no han ocurrido tantos eventos que hayan rasgado el tejido social como los que han acontecido aquí. No obstante, en esas latitudes allende el Trópico de Capricornio, los conductores del sistema de transporte público de la capital entraron en huelga para protestar contra los desmanes de la hinchada chilena pues ésta decidió celebrar la última victoria de su Selección golpeando a 40 conductores y averiando 560 vehículos de transporte.

Y que conste que esto no es un fenómeno idiosincrático latinoamericano. En Noviembre de 1945, el Dínamo de Moscú visitó Inglaterra y Escocia con el fin de jugar varios partidos “amistosos”. El primero tuvo un final afortunado: Chelsea y Dínamo empataron 3 a 3, con lo cual el honor de todos los involucrados quedó a salvo. Las cosas se complicaron después con la humillante derrota sufrida por el Cardiff 1-10 contra los visitantes soviéticos.

Para los ingleses, el siguiente partido del Arsenal contra el Dínamo tomó el carácter de una requerida revancha. Sin embargo, el revanchismo enrareció tanto el ambiente que el encuentro se convirtió en una batalla campal. Como si fuera el primer incidente de la Guerra Fría en el campo de juego, los rusos y los ingleses tiraron a matarse, y casi lo lograron. Al final, los rusos ganaron 4-3.

De Londres el Dínamo fue a Glasgow a enfrentarse con los Rangers. Los escoceses quisieron hacer en el norte de la isla lo que los ingleses no pudieron en el sur, pero los rusos resistieron el embate con tenacidad. Luego de numerosos codazos y patadas de aquí para allá y de allá para acá, el partido concluyó 2 a 2. El último partido contra el Aston Villa, se comprende, fue cancelado.

Estos eventos motivaron al escritor George Orwell a escribir su ensayo, “El Espíritu Deportivo”, un texto cuya lectura es muy oportuna en esta época. Se trata de un escrito breve, de manera que si quiere hacer algo útil en el intermedio de alguno de los próximos partidos, entonces podría aplicar su atención a considerar varias de las razones por las cuales el deporte competitivo a escala mundial hace más mal que bien.

No me vale ni me queda ponerme detrás de Orwell cual si fuera mi burladero. En lo que sigue, voy a asumir la carga de la prueba de que el Mundial de Fútbol es un obstáculo al desarrollo del espíritu. Para empezar tengo que admitir que un buen pase y un golazo me producen un gran gozo estético, y también he de decir que encuentro agradable la emoción que produce ver que un equipo que lleva las de perder gane y que uno que vaya perdiendo remonte el marcador. Pero no es con gozos y emociones que uno discute sino con gente razonable que esgrime argumentos muy sesudos a favor de la fiesta mundialista. Uno de esos argumentos concierne al efecto positivo que las victorias de la Selección Colombia podrían tener en la afirmación de nuestra elusiva identidad nacional.

De no ser porque fue formulado hace tiempo, yo diría que se trata de un argumento muy original. ¿En qué consiste? Según varios analistas, las victorias en el campo de juego refuerzan la autoestima nacional y nos ayudan a sacudirnos del complejo de inferioridad, típico de los países periféricos del sistema mundial. El éxito en el fútbol nos daría la verdadera medida de nuestras capacidades, las cuales son muchas. Bien empleadas, nos harían un país más próspero y feliz.

Si entiendo bien una de las implicaciones del mencionado argumento, entonces valdría la pena ponerse la camiseta de la Selección y gritar en todos los partidos, y también después, porque en un homogeneizado colorido podríamos encontrar al fin algo que nos identifique como nación. No importa que la camiseta de la Selección haya sido estampada con el sello de una organización mafiosa y corrupta – me refiero a la FIFA, que haya sido diseñada por una empresa alemana a la que le importa un bledo nuestro bienestar – ADIDAS, y que haya sido hecha en China o en cualquier otro lugar del mundo en condiciones laborales que no sirven para unificar a ningún país.

Supongamos, ex hypothesi, que la Selección de Fútbol continúe realizando un meritorio papel y que avance, más allá de lo previsto, digamos, a las semifinales o incluso a la final, luego de dejar vencidos en el campo de juego a rivales con muchos pergaminos. Entonces, si la aludida teoría fuera cierta, observaríamos que más colombianos cooperarían entre sí y competirían exitosamente con los extranjeros. Entonces, con la misma tenacidad de los jugadores de fútbol, muchos lograríamos en el ámbito de la ciencia, de las letras y del comercio un éxito que hasta ahora nos ha sido esquivo. Ya ninguna plaza nos quedaría grande porque habríamos ganado en las más grandes canchas. Atrás quedaría pues nuestro mal definido, pero muy sentido, complejo de inferioridad.

A este complejo se refirió el cronista Nelson Rodrigues hace ya bastante tiempo cuando diagnosticó las razones de la derrota de la selección brasileña en el Mundial de 1954. En un partido que está incluido en la lista de los más violentos – se le conoce como la Batalla de Berna, los amilanados brasileños cayeron ante los orgullosos húngaros 4 a 2 y fueron por tanto eliminados de la Copa Mundo. Rodrigues llamó a la presunta causa de la derrota brasileña el Complejo de Vira-Lata.

Precisamos saber que vira-lata es el perro que nosotros llamamos gozque, esto es, un can sin pedigrí porque proviene de una mezcla entre diversas razas, como el pueblo que somos, sin muchos abolengos, por causa del mestizaje. (En el origen de la expresión gozque hay un poco de ironía. Antiguamente se les llamaba Gozques a unos perros pequeños y muy ladradores, malos para la cacería, pero buenos para cuidar la casa, traídos de una isla sueca, Gotland, en un tiempo llamada Gocia.)

Rodrigues acuñó el término Complejo de Vira-Lata por primera vez en una crónica escrita el 8 de marzo de 1958. Lo hizo en el mismo momento en el cual le adjudicó a Pelé su sentido de realeza. Según Rodrigues, gracias al dribling de Pelé y también a su inmodestia, el equipo brasileño volvería de Suecia coronado campeón. El 31 de mayo del mismo año, poco antes de que comenzara el torneo en Estocolmo, Rodrigues abordó con más profundidad el tema. Afirmó que el mayor problema del equipo no era su técnica ni su táctica sino el complejo que hacía que el pueblo brasileño se sintiera inferior delante del resto del mundo. Parafraseando a Shakespeare, Rodrigues remató su crónica diciendo, “ser o no ser vira-latas; esa es la cuestión.”

El 12 de julio de 1958, luego del maravilloso 5 a 2, un eufórico Rodrigues escribió, “Ya más nadie tiene vergüenza de su condición nacional. Las muchachas en la calle, las dactilógragas, las vendedoras, las colegiales andan por los andenes con un aire de Juana de Arco. El pueblo no se juzga más un vira-lata. Sí, amigos: — el brasileño tiene de sí mismo una nueva imagen. Él ya se ve en la generosa totalidad de sus inmensas virtudes personales y humanas.”

Es sabido que después de esa victoria, el scratch brasileño conquistó muchas otras y que la holgura con la cual la gente de Brasil se refiere a sí misma, por lo menos en lo que concierne al fútbol, sobrepasa con creces la de muchos latinoamericanos. Sin embargo, el complejo de vira-lata persiste en la cultura brasileña de un modo tan intenso como en las demás culturas del centro y sur del Continente.

En la vida cotidiana, aquí y allá, abundan las manifestaciones de este fenómeno – síntomas, podría uno decir. Los edificios de residencia llevan nombres de lugares foráneos, como si eso les diera un poco más de glamour. La reverencia a las personas llegadas del extranjero es una constante psicológica y las creaciones artísticas locales ganan mayor reconocimiento cuando son objeto de un premio en el exterior. En efecto, muchos brasileños sueñan con un Óscar para una película hecha en su país – un deseo que los mismos brasileños parodian. Nosotros, entretanto, ya vivimos la pesadilla de que un advenedizo jurado en la ciudad de Los Ángeles decida cuál es la mejor cumbia o el mejor vallenato.

Si el fútbol hiciera milagros de unificación nacional, Brasil no habría sufrido el golpe militar de 1964. Si el tricampeonato mundial fuese un antídoto contra políticas económicas desastrosas, los brasileños no habrían tenido que soportar los graves fenómenos de hiperinflación que comenzaron a finales de los años 1970 y que duraron hasta bien entrados los años 1990. Con una exitosa selección de fútbol, en el último cuarto del Siglo XX, en Brasil aumentaron la desigualdad, la corrupción, el crimen y la violencia. En fin, si el fútbol de selección fuese una fuerza cultural positiva, la identidad brasileña no tendría tantas grietas y abolladuras. Que no se nos olvide: el país anfitrión del Mundial de Fútbol es también el país de los rolezinhos. ¿Para qué, me pregunto yo entonces, repetir en estas tierras tan fracasado experimento?

Yo veo un poco con horror la exaltación de lo nacional que se hace a través del fútbol. Se trata de una afirmación bastante reactiva y circunstancial – depende siempre de los torneos contra otras selecciones nacionales. Además, no provoca en los espectadores ningún esfuerzo racional concertado; apenas las rutinas de la oración, del agüerismo y de la gritería.

Digamos, en pro del argumento, que sentados frente al televisor no es donde los colombianos reconstruiremos la identidad nacional sino meramente donde hemos de adquirir la fuerza inicial para iniciar esa reconstrucción. El esfuerzo se desplegará después dulcificado por el mutuo reconocimiento de pertenecer a un país de ganadores.

¡Pamplinas! Un sentido de ganadores tan pueril y regalado no va servir de fundamento para la construcción de nada distinto que nuevas frustraciones. Un país dividido por la desigualdad y la intolerancia precisa de capacidades distintas a la de expresar un sentido bastante superficial de solidaridad y de identificación.

Un ciudadano indio me describió una vez la importancia que tienen los encuentros de criquet en la cultura nacional india. Me dijo, “En India, uno se identifica primero por referencia a la religión. Uno es hindú, musulmán, budista, católico, jainista, etc. Luego, uno se identifica por referencia al estado donde nació o donde nacieron sus padres: Punjab, Gujarat, Bengala Occidental, Andra-Pradesh, etc. Pero cuando India juega con Pakistán, por fin todos somos solamente indios.”

Esta descripción capta el aspecto esencial del deporte competitivo a escala mundial: nos permite identificarnos con otros por la vía de contraponernos a otros más. Gracias a la Selección Colombia creemos saber quienes somos. Sin ella, entonces, ¿quiénes seríamos? Infelizmente, esta pregunta a pocos importa. Lo que cuenta es que la emoción se contagie y que, por fin, nos hagamos valer como nación gracias al común denominador de los espectáculos deportivos.

No exagero cuando digo que en todo esto hay un poco de incipiente fascismo. Si uno se detiene a considerar lo que proponen los empresarios culturales de la identidad, entonces encontrará un vehículo para satisfacer el anhelo de pertenencia – un vehículo, sin embargo, que no le da mucho campo a la diferencia, a la reflexión y mucho menos a la discusión. Se trata, por tanto, de un dispositivo cultural bastante reaccionario y conservador.

Dele a cualquier ser humano un sentido de comunidad de este tipo y quizá se asombre de lo que ese ser humano puede llegar a hacer. El experimento ya se hizo en gran escala en Italia y en Alemania durante varios años. Lo que los incrédulos encontrarán extraordinario es que ese experimento haya podido ser replicado en pequeña escala, con resultados muy parecidos, en una nación que se precia de ser respetuosa de las libertades de los individuos.

El nacionalismo cultural, especialmente el de corte futbolero, moviliza las fuerzas menos dispuestas al cultivo de una disposición racional. En efecto, para superar el complejo de inferioridad, apela de modo reactivo a su contrario, al complejo de superioridad, a la desvalorización de todo aquello que es percibido como extranjero-elistista. Por este camino, el nacionalismo cultural se torna en una caricatura de sí mismo y termina por entregarse a todo lo que se opone. Como bien lo ha observado el ensayista brasileño Humberto Mariotti, el nacionalismo cultural popular nos conduce a imitar todo lo peor de la cultura foránea que se rechaza – la masificación, la competencia depredadora y el inmediatismo, dejando de lado todo lo que esa cultura puede tener de bueno y que merece ser imitado y aprendido, como la puntualidad y la objetividad.

En aras de la discusión, digamos que hay otro argumento a favor de la competencia deportiva a escala mundial. Torneos como el que organiza la FIFA cada cuatro años servirían para canalizar y sublimar los sentimientos de agresión que se profesan los distintos pueblos que habitan el planeta Tierra. En ausencia de encuentros con árbitros y reglas de juego limpio, seríamos espectadores y quizá partícipes de lides más cruentas y feroces. La especie humana precisa, tal es la tesis, de espectáculos para expresar y divertir su agresividad.

Si uno quisiera revestir este planteamiento con una cierta honorabilidad histórica, podría entonces apelar a la crónica de Claudio Eliano según la cual, para conmemorar la forma en la cual Temístocles animó a los Atenienses a luchar contra los Persas, sus conciudadanos aprobaron una ley que mandaba que un día al año tuviese lugar una pelea de gallos en el mismísimo Teatro. (Si nos atenemos a la traducción y notas de Bernardo Perea Morales, la referencia que hace Esquilo a los combates de las aves domésticas en Las Euménides no es para prohibirlos sino para simbolizar la condena de las guerras civiles.)

Esta referencia, me parece, no es del todo inapropiada. En todos los partidos los jugadores se disputan la posesión de la bola y muchas veces lo hacen cual si fueran gallos de pelea. Aunque el propósito de estos combates no es la eliminación del otro, uno podría decir que la finalidad del juego es en un cierto sentido equivalente a meterse cuantas veces uno pueda en el gallinero del equipo contrario. Creo que esta es la razón por la cual el fútbol despierta pasiones más intensas que otras competencias como los Juegos Olímpicos o las carreras de ciclismo como el Giro de Italia o el Tour de Francia. Razón de más, dirían los defensores de los campeonatos mundiales de balompié, para que existan torneos en los cuales la gente juegue y celebre sin matarse.

Si el campo de juego estuviese nivelado, esto es, si todos los países tuvieran las mismas oportunidades, quizá el argumento tendría más peso. Pero las cosas no son así. Hitler hizo de los Olímpicos un medio de afirmación de su doctrina de superioridad racial. Posteriormente, los soviéticos y sus satélites impulsaron la profesionalización de sus deportistas para demostrarle al mundo que su modelo económico y social era superior al de sus rivales. Los empresarios del deporte de Alemania Oriental fueron más allá: se inventaron la máquina del dopping y con ella lograron un número de medallas per cápita que no ha igualado ningún país.

En el caso del fútbol, las cosas no son muy diferentes. La profesionalización del deporte lo ha convertido en una cosa muy distinta de lo que alguna vez fue. La balanza está desequilibrada a favor de quienes tienen una liga altamente competitiva o tienen jugadores que compiten en ligas de ese tipo. Si las cosas fueran distintas, uno debería ver que la distribución regional de la Copa Mundo de Fútbol sería relativamente amplia. Por el contrario, los 19 títulos han quedado en muy pocas manos. Uno podría decir que hay casi que un oligopolio futbolero. Como en el resto de la economía, en la del fútbol la riqueza también está muy concentrada.

Ganadores de la Copa Mundo de Fútbol

Puede ser que el hincha sea tan fiel a su equipo como el comprador habitual de lotería o el adicto a las apuestas. La evidencia acumulada por psicólogos sociales muestra que los apostadores hablan más acerca de sus fracasos que de sus éxitos: los inspeccionan con más cuidado, pero tienden a categorizarlos como una éxito que pudo haber sido y no fue, en vez de hacerlo en los términos de una verdadera pérdida. Si el perfil del hincha es parecido, creo que acertaría si dijera que un buen número de colombianos, contra toda distribución razonable de probabilidades, ya sueñan con la Copa Mundo. Lo importante es la expectativa, no el patrón del juego.

Esto es importante para la salud del torneo. Si todo estuviera decidido de antemano, como protestaron los croatas después de su partido contra Brasil, el campeonato no suscitaría mayor interés. No habría ocurrido ninguna conmoción si España le hubiese ganado a Chile, Italia a Costa Rica o si Ghana hubiese perdido contra Alemania. Pero a medida que el torneo avanza, la jerarquía se impone, como bien dicen los comentaristas. Poco a poco la ilusión de muchos hinchas se irá desvaneciendo. Solamente un milagro podría darle a este Mundial de Fútbol un descenlace tan inesperado como el de Los Juegos del Hambre.

En la mencionada novela, “los juegos del hambre” son organizados por un régimen despótico y corrupto. ¿Hay entre nosotros alguna duda acerca de la extraordinaria semejanza entre la ficción y la realidad? Pero como sucede con el cigarrillo, el alcohol y otras sustancias que nos hacen psicodependientes, el afán de pegarse al televisor puede ser más fuerte que toda convicción razonable. Si la razón fuese más fuerte que la pasión, para apagar el televisor bastaría mencionar el escándalo acerca de la adjudicación a Catar de la sede del Mundial del 2022, la forma en la cual Josep Blatter quiso impedir la publicación de un libro en el cual lo caricaturizan o la manera en la cual la FIFA obligó a Brasil a modificar una ley que impedía la venta de bebidas alcohólicas en los estadios – todo porque Budweiser es uno de sus patrocinadores oficiales.

Con ocasión de este asunto, la FIFA se comportó igual o peor que los organismos financieros multilaterales. Blatter se reunió con la Presidenta Dilma Rousseff a puerta cerrada. Ninguno de los diputados responsables del trámite de la Ley de la Copa fue incluido en la discusión. No obstante, con una gran celeridad, el Congreso brasileño revocó su propia decisión, contradiciendo todo lo dicho acerca de un nuevo modelo de salud pública orientado a romper la asociación entre el alcohol y el deporte.

Mafalda y la obediencia

¡Qué tristeza! Y pensar que el fútbol nos ha deparado tantas alegrías. A mí todavía me conmueven muchas cosas que han ocurrido en el campo de juego y también fuera de él. Aquí quisiera compartir una, la historia de la Democracia Corintiana.

El Corinthians es un club de fútbol de São Paulo con una historia de más de cien años. Fue fundado por trabajadores inspirados por el que entonces fuera un exitoso club inglés de gira en Brasil. Un artículo en Wikipedia  refiere lo que supuestamente dijo su primer presidente, Miguel Battaglia: “El Corinthians va a ser el equipo del pueblo y el pueblo es quien va a formar el equipo.” Aparte del mencionado artículo, del sitio oficial del Corinthians y de las innumerables páginas de hinchas, no pude encontrar ninguna otra fuente que confirmara este hecho. No sé si esta pretendida raigambre popular tenga algo que ver con lo que aconteció después en los años 1980. Parece al menos plausible.

Durante muchos años, 23 para ser exactos, el Corinthians no ganó ningún título. Rompió su mala racha cuando ganó el Campeonato Paulista de 1977, pero las cosas volvieron a empeorar. En la primera mitad de 1982, el Corinthians tuvo que jugar la Copa de Plata, una especie de torneo de segunda división. En ese mismo semestre hubo un cambio de presidente, lo que dio lugar a la escogencia de un nuevo director de fútbol. Al Corinthians llegó un sociólogo, Adílson Monteiro Alves, convencido de que las decisiones del equipo tenían que ser tomadas luego de escuchar a los jugadores. Tres de ellos se tomaron la cosa muy en serio: el mediocampista bohemio con nombre de filósofo y título de médico, Sócrates; el lateral izquierdo comunista Wladimir; y el centro-atacante Casagrande, un jugador aficionado al rock, la marihuana y el teatro. Ellos contribuyeron a realizar la mayor revolución en la gestión de un equipo profesional de fútbol: la institución de la Democracia Corintiana.

En la Democracia Corintiana, las decisiones acerca de los entrenamientos, las contrataciones, los pagos y el escalafón eran tomadas luego de deliberaciones y votaciones en las cuales los jugadores, los funcionarios, la comisión técnica y los directivos estaban todos en el mismo nivel. En otras palabras, aquello era una aplicación del viejo principio, “un hombre, un voto”. Por cuenta de este principio, en 1983 el lateral derecho Zé María fue promovido al cargo de director técnico. Fue tan fuerte la impresión que causó esa decisión que el diario Jornal da Tarde tituló, “Los jugadores llegan al poder.” De este modo, por un breve intervalo y en un pequeño rincón de la tierra, quedó sepultado el esquema típico del fútbol profesional en el cual los empresarios son empresarios y los jugadores a lo sumo jornaleros bien pagos.

La realidad interna de la Democracia Corintiana contrastaba fuertemente con su entorno político y social. Aunque el peor período de represión de la dictadura brasileña ya había pasado, los militares continuaban al mando del país. Había censura y no faltaban las detenciones arbitrarias. Por iniciativa del publicista corintiano Washington Olivetto, el equipo decidió hacer su propio pronunciamiento sobre la situación. Los jugadores empezaron a vestir camisetas en las cuales se leía, “Direitas já” (Elecciones directas ya), “Eu quero votar para presidente” o simplemente “Democracia Corinthiana”. En varios partidos, los jugadores salieron a la cancha portando un anuncio que decía, “Ganhar ou perder, mas sempre com democracia.”

Los militares se alarmaron. El director del Consejo Nacional de Deportes, el brigadier Jerónimo Bastos, advirtió al Corinthians que no podía usar la cancha con fines políticos y, que de persistir en ello, el club sería intervenido. Pero eso era como querer parar un tornado. Corinthians ganó el Campeonato Paulista de 1982 y de 1983, y por poco gana el de 1984. “Todos nos volvimos ídolos de políticos, artistas e intelectuales – cuenta Casagrande; recibíamos cartas de apoyo del mundo entero y eso hizo que comenzáramos a tener más lecturas sobre la realidad social y política del país; leíamos mucho, leíamos hasta en los intervalos de los entrenamientos.”

Pero también se gozó mucho. El testimonio de Wladimir es que jugaban “con un enorme placer, sobretodo porque sabíamos que estábamos contribuyendo, de alguna forma, a la redemocratización del país.” Sócrates lo expresó a su modo. Al referirse a la final del Campeonato Paulista de 1983, señaló que los jugadores del São Paulo vivían encerrados en su concentración. Por lo tanto, para ellos jugar era cumplir una obligación después de la cual vendría su ansiada liberación. Por el contrario, para los Corinthianos la liberación estaba en el campo de juego donde podían expresarse a sus anchas.

Los jugadores menos politizados empezaron a decir cosas sensatas, cosas que a mucha gente, sin embargo, les pueden parecer increíbles. En efecto, Biro-Biro afirmó alguna vez, “La Democracia [Corintiana] me hizo aprender a respetar la diferencia, pero jamás a aceptar la desigualdad.” A su turno, Juninho dijo algo de un mismo calibre, “Después de haber pasado por la Democracia Corintiana, nunca más tuve miedo de decir la verdad, de defender lo que creo, sin preocuparme de agradar a quien sea.”

La Democracia Corintiana se disolvió en 1984 luego de que Sócrates partiera de Brasil a Italia y de que nuevos jugadores llegaran con la idea de que sus opiniones valían más que las de los demás. No obstante, su legado permanece.

En un libro escrito con Ricardo Gozzi, el filósofo Sócrates afirma, “Conseguimos probarle al público que cualquier sociedad puede y debe ser igualitaria. Que podemos renunciar a nuestros poderes y privilegios en pro del bien común. Que debemos estimular a que todos se reconozcan y puedan participar activamente en los designios de sus vidas. Que la opresión no es imbatible. Que la unión es fundamental para superar obstáculos inaceptables. Que una comunidad solamente crece y da frutos si respeta la voluntad de la mayoría de sus integrantes. Que es posible darse las manos.”

Para Sócrates Brasileiro Sampaio de Souza Vieira de Oliveira, in memoriam.

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