Cosmopolita

Publicado el Juan Gabriel Gomez Albarello

El sentido religioso de la libertad

Sería extraño encontrar una persona cultivada que diserte acerca del sentido religioso de la libertad. La libertad, en la mayoría de sus acepciones, tiene que ver con experiencias políticas y personales de lucha contra poderes establecidos, sobre todo el religioso. ¿De dónde viene entonces alguien a hablar del sentido religioso de la libertad? Si uno es libertario, liberal o simplemente librepensador, se supone, uno ha de ser irreligioso, ateo o por lo menos agnóstico. ¿Religión? Ni los fines de semana.

El siglo XX pareció haberle ganado la batalla a la religión. Ese Siglo XX problemático y febril concluyó lleno de susto no por cuenta de una profecía milenaria sino por un error de programación de las máquinas de computación: el Y2K. Después de la Caída del Muro, parecíamos haber llegado al Fin de la Historia. Por fin, la expansión del mercado y de la democracia le permitiría a la especie humana realizar su prosaico anhelo de holgura y de comodidad. Así las cosas, ¿cómo entender que las mismas fuerzas materialistas que contribuirían al bienestar de la humanidad pudiesen despertar aquellas otras que las contradicen?

El sentido de vida buena prometido por la razón política y la razón económica se ha topado de repente con la vitalidad de la superstición, del literalismo de textos traducidos, del fanatismo, de la intolerancia, del culto a lo sagrado y de la añoranza de lo divino. Ya son muchos los lugares donde las razones pueden mucho menos que la prédica. ¿A quién entonces se le ocurre hablar de un sentido religioso de la libertad?

En esta época, la imaginación política no llega muy lejos. No lo digo sólo a propósito de todas sus fórmulas gastadas acerca de las crisis, las revoluciones, las revaluaciones, las interpretaciones, las reflexiones, las preocupaciones, las revisiones, las transformaciones y todas las demás apelaciones que no riman. Lo digo también acerca de su incapacidad para concebir un sentido religioso de la libertad.

Una de las grandes discusiones de la teoría política contemporánea ha versado acerca de los sentidos negativo y positivo de la libertad, léase de la libertad como ausencia de interferencia externa y de la libertad como la experiencia colectiva de autolegislación. Al mercado se le imputa haber devaluado la vida democrática – haber reducido al ciudadano a la mera condición de consumidor. Si los demócratas convencidos pudieran hacerlo, ya le habrían dado al mundo su remedio de plática, discusión, discurso, debate, foro, ágora, deliberación… mas el mundo continuaría insatisfecho, incompleto de sentido.

¿Le daría un dios ese sentido al mundo? No lo creo. No es en referencia a un dios que hablo de un sentido religioso de la libertad. En mi conocimiento y experiencia, el dios personal de las grandes religiones monoteístas es en gran medida una proyección de deseos infantiles de protección. En ese dios no hallo ningún espacio para la libertad.

Me ha sucedido, sin embargo, debería decir quizá, he experimentado que no me es suficiente la libertad que conocemos, la libertad en su sentido liberal y en su sentido democrático. He descubierto un sentido religioso de la libertad. Lo he descubierto como Cristóforo Colombo descubrió América. El gran continente de la libertad interior ha existido desde mucho antes que lo descubriera, pero como Colombo he puesto en él mi bandera. Es, espero que se entienda, una forma de hablar, una figuración, una metáfora: la del viaje, la de los azares, la de los asombros.

Una música que parece un anhelo de dios me ha hecho recordar la extraordinaria libertad del silencio y de la quietud. En contraste con esa libertad, en el mundo contemporáneo encuentro por todos lados la tiranía del ruido y de la excitación, lo que llamaría los rumores y el estruendo de la sociedad enviagrada. Me refiero al hecho somero de que, a menos que uno sea un adolescente, no me figuro cómo sea posible que uno pueda estar al tope de tanto estímulo sin que uno mismo se llene de químicos hasta el tope. Y no sólo de químicos. También de tarjetas de crédito, de millas recorridas, de amigos en facebook, de libros leídos, de trotar por la mañana o de hacer yoga por la tarde, de horas sin sueño y también de no soñar y de no tener pesadillas.

Una música que parece un anhelo de dios me ha puesto de nuevo de presente lo poco libre que somos sin un sentido religioso de la libertad. Me refiero a una canción, “Se eu quiser falar com deus”, de Gilberto Gil, a quien Elis Regina, en una versión que parece a capela, le ha dado su expresión más cabal – otras versiones llenan esa canción del ruido que impugna su letra. No es un miserere. No es una plegaria. Es un recordatorio de una libertad allende nuestras convenciones, nuestras seguridades y nuestros apegos. Se trata de una libertad indefinida, inefable, una libertad a la que por costumbre para designar algo que rebasa la tiranía de los apegos, las seguridades y las convenciones llamamos divina. Yo diría religiosa.

 

Si quisiera hablar con dios

A solas tengo que estar

Tengo que apagar la luz

Tengo que callar la voz

Tengo que encontrar la paz

Tengo que aflojar los nudos

De los zapatos, de la corbata

De los deseos, de los recelos

Tengo que olvidar la data

Tengo que perder la cuenta

Tengo que vaciar mis manos

Desnudar el cuerpo, desnudar el alma

Si quisiera hablar con dios

Tengo que aceptar el dolor

Tengo que comer el pan

Que el diablo amasó

Tengo que humillarme

Tengo que lamer el piso

De los palacios, los castillos

Suntuosos de mi sueño

Debo verme taciturno

Me tengo que encontrar atroz

Y a pesar del infortunio

Alegrar mi corazón

Si quisiere hablar con dios

Me tengo que aventurar

Tengo que subir al cielo

Sin cuerdas que agarrar

Tengo que decir adiós

Dar la espalda, caminar

Decidido, por la calle

Que al final no va acabar en nada

Nada, nada, nada, nada

Nada, nada, nada, nada

Nada, nada, nada, nada

De lo que pensaba encontrar

 

Con ocasión de un libro acerca de las letras de las canciones de Gilberto Gil, su editor, Luis Schwarcz le pidió al famoso cantautor brasileño que leyera Una Historia de Dios de Karen Armstrong. Carlos Rennó cuenta que Gil se entregó de inmediato a su lectura y que en la tarde siguiente le habló del texto de Armstrong y de su canción “Se eu quiser falar com deus”, de la cual habían conversado el día anterior. Gil le leyó este pasaje:

“Sin duda, [Dios] parece estar desapareciendo de la vida de un número cresciente de personas, sobre todo en Europa Occidental. Hablan de un hueco en forma de Dios en su consciencia, donde antes estaba Él: donde antes estaba Dios, hoy hay un hueco en forma de Dios.” A renglón seguido, Gil agregó, “Alguna cosa de ese Dios-hueco parece estar contenida en la letra de la canción.” Rennó agrega que con ello Gil quería referirse especialmente a la parte final.

Me parece que la canción de Gil admite otra interpretación, sobre todo esa misma parte final. A este propósito, otro texto de Armstrong puede resultar más ilustrativo. Se trata de un extracto de la introducción que ella le escribió al volumen de Patrick Leigh Fermor A Time to Keep Silence (Un tiempo para guardar silencio).

«La vida monástica demanda una especie de muerte – la muerte del ego que tan vorazmente alimentamos en la vida secular. Estamos, quizá, biológicamente programados para la auto-preservación. Incluso cuando nuestra superviviencia física no está en peligro, buscamos promovernos a nosotros mismos, hacernos querer, amar y admirar; desplegar nuestra persona para obtener la mayor ventaja; y luchar por nuestros propios intereses – usualmente de forma implacable. Pero esta preocupación con uno mismo, nos lo dicen todas las religiones, paradójicamente nos refrena de lo mejor de nosotros mismos. Muchos de nuestros problemas surgen de un egocentrismo frustrado. Resentimos el éxito de los demás; en nuestros momentos más sombríos y autocompasivos, nos sentimos singularmente maltratados y menospreciados; somos miserablemente conscientes de nuestros defectos. En el mundo fuera del claustro monástico, siempre es posible escapar a esa insatisfacción personal: podemos telefonear a un amigo, servirnos un trago o prender la televisión. Pero la persona religiosa tiene que encarar su mezquindad las veinticuatro horas del día, trescientos sesenta y cinco días al año. Si nos dedicamos correcta y sinceramente a la vida monástica, ella nos libera de nosotros mismos – de forma progresiva, lenta e imperceptiblemente. Una vez que un monje ha trascendido su ego, experimentará un modo de vida alternativo. Es un ekstasis, un “salirse” de los confines de uno mismo.»

Liberarse, escultura de Zenos Frudakis, Filadelfia
Liberarse, escultura de Zenos Frudakis, Filadelfia

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