Cosmopolita

Publicado el Juan Gabriel Gomez Albarello

El Escandaloso Solipsismo Moral de los Estados Unidos (I)

En el capítulo noveno de la Segunda Parte de La Democracia en América Alexis de Tocqueville acuñó la tesis del carácter excepcional de los Estados Unidos. Aunque la suya era no más que un intento de explicación, sus lectores la incorporaron en otro tipo de discurso. Desde su temprana existencia como país independiente, los Estados Unidos se interpretaron a sí mismos como portadores de grandes designios. La tesis del excepcionalismo estadounidense devino entonces una vocación política. Desde luego, para prosperar, esta tesis tuvo que encontrar sustento en la verdad y si no, al menos, en la representación de los hechos.

Elevada al rango de proyecto histórico mundial, el de promover por toda la tierra los ideales de libertad política y de libertad de comercio, la tesis del excepcionalismo estadounidense tomó un curso distinto del que habían concebido sus proponentes. Se convirtió en instrumento para justificar intervenciones brutales aquí y allá, pero también fue un recurso oportuno para comprender el sentido de tantas y tan continuas frustraciones. En efecto, los excepcionalistas pudieron decirse a sí mismos algo del siguiente tenor: si en todos los pueblos no germina la semilla del emprendimiento ni de la rendición de cuentas ni la de la alternancia en el poder, habrá de ser que no todos están hechos de la misma estofa. Y si, siendo distintos, no todos están a la misma altura, ¿por qué la primera e indispensable nación sobre la tierra habría de aceptar que la midieran con la vara con la cual miden a todas las demás?

Así fue y así ha sido. Mientras prosigue el drama de su vocación perdida, el libreto de los Estados Unidos continúa haciéndose borroso y, de este modo, fallidos muchos de sus actos. ¿Tiene el paciente cura? Los síntomas son graves. Hoy su excepcionalismo ha quedado reducido a los términos de un escandaloso solipsismo.

William Appleman Williams, un historiador del siglo pasado, captó con clarividencia la sustancia de esta transformación. En El Imperio como Forma de Vida, Williams observó que una consecuencia no intencionada de la tesis de la excepcionalidad, aunada a la creencia de que otros pueblos nunca podrían emular su revolución perfecta, llevó a los estadounidenses a sentirse profundamente solos (las cursivas son del original de Williams). Aquí tuvo su origen una actitud dominadora y también, agrego yo, un sentido de ser incomprendidos y de rechazar toda regulación que limitara su capacidad de defenderse. Si el mundo no entiende el mensaje ni tampoco al mensajero, lo mejor será cooperar con todo lo bueno, atrincherarse para prevenir todo lo malo y sospechar, sospechar pues todos los llamados éticos que hacen los demás sólo habrán de servir para que sea uno y nadie más quien se amarre las manos.

Ha sucedido, sin embargo, que en el frío y desolado paisaje de la política, a pesar de su propio pesar, los Estados Unidos han sabido encontrar sus propias afinidades electivas. Es como si en una película de cine negro el protagonista, después de profundas decepciones, hubiese al fin encontrado un amigo. ¿No es éste un buen modo de expresar la condición especial de la relación de Israel con los Estados Unidos?

¿De dónde provienen esas afinidades? Como los Estados Unidos, Israel es una nación que se reclama democrática y respetuosa del imperio del derecho; también se considera incomprendida y percibe a cada tanto que todo el mundo la quiere juzgar; además, en su soledad reclama justicia en términos que parecen los de un lenguaje privado, un lenguaje que no podría existir. La respuesta estadounidense al conflicto en Gaza puede considerarse la evidencia más clara de las aludidas afinidades.

Cuando comenzó la operación Pilar Defensivo, Estados Unidos no tuvo reservas para declarar que Israel tenía derecho a defenderse. Si es un derecho, y si es universal, ¿por qué no lo han de tener quienes se defienden de Israel? Pero en un discurso monológico y solipsista no cabe esta posibilidad.

Walter Russell Mead, profesor de humanidades y relaciones internacionales en Bard College, ha elaborado una interpretación de la respuesta estadounidense al conflicto en Gaza en la que han quedado bien delineados los términos actuales de su solipsismo moral.

En un libro publicado en el 2002, Special Providence: American Foreign Policy and How It Changed the World (Providencia Especial: La Política Exterior Estadounidense y Cómo Cambió el Mundo), Mead afirma que las diferentes posiciones que hay en los Estados Unidos acerca de sus relaciones con el resto del mundo pueden ser reducidas a cuatro tipos ideales: Hamiltonianos, Wilsonianos, Jeffersonianos y Jacksonianos. Cada tipo alude a una figura central en la historia política estadounidense que Mead considera encarnación de un conjunto particular de valores, valores cuya realización corresponde a una toma de postura en dos dimensiones: la primera dimensión es la del realismo versus el idealismo y la segunda dimensión la de la prevalencia de lo interior versus lo exterior. Puesto que se trata de tipos ideales, las posición de cada uno puede ser representada como las esquinas o puntos extremos en el plano.

Este ejercicio de representación y resumen del argumento de Mead lo hizo Noah Millman. Pertenece a una familia de análisis de la política en la cual se consideran relevantes dos y no más de dos dimensiones para caracterizar la posición tomada por diferentes actores políticos. Otros gráficos del mismo tipo son los de Jerry Pournell, David Nolan y los de la Brújula Política (si quiere ubicarse en políticamente de acuerdo con esta brújula, puede tomar el siguiente test).

Según Mead, en la postura Jacksoniana está la clave para interpretar la actitud de los Estados Unidos respecto al conflicto en Gaza. Un Jacksoniano que analiza los eventos del mundo a partir de su historia particular no podría sino sentir simpatía por la forma como combate Israel. Estados Unidos, sostiene Mead, nunca ha librado las guerras como lo han hecho sus contrapartes europeas. Para llegar a tener un estado independiente, los estadounidenses tuvieron que enfrentarse al imperio británico de una forma que desafiaba todos los convencionalismos de las guerras regulares. Esta particularidad histórica devino racionalizada en la convicción profundamente arraigada según la cual los esfuerzos para aliviar el sufrimiento de la guerra no hacen sino empeorarla. Así pues, lo que la conciencia estadounidense dictaría en cualquier caso es que es mejor una guerra breve pero de ferocidad ilimitada en vez de una guerra de larga duración y limitada intensidad.

Mead despacha las limitaciones al uso de la fuerza propias del derecho internacional humanitario (DIH) como si fueran una suerte de excrecencia del carácter cortesano de las guerras europeas. Dicho de otro modo, según Mead el DIH habría surgido como una extensión de las maneras de nobles que se enfrentaban con nobles, nunca con plebeyos. De lo cual se sigue que el DIH sería un concepto del todo foráneo a la tradición y cosmovisión estadounidense. En efecto, a diferencia de las guerras entre señores en la que participaron los europeos, los estadounidenses siempre han estado involucrados en guerras populares, en el sentido en el que el pueblo siempre ha hecho parte del grueso de la tropa que marchó al combate. De aquí el gusto por las guerras breves, aunque feroces.

El resto es ser consecuente con el argumento. Si el predicamento de Israel es el de estar en una guerra en Gaza, lo que hay que hacer es apoyarle para que le ponga fin, no para que la alivie. Las sutilezas del DIH acerca de la proporcionalidad y la población civil serían un gusto y una inconsecuencia europea.

Vale la pena resaltar que, según su intención declarada, Mead se propuso explicar un fenómeno de opinión que muchos en el resto del mundo no comprendemos. Sin embargo, creo que el mismo Mead ha de ser consciente que lo suyo no es meramente explicar sino principalmente reforzar esa opinión. Lo creo porque sólo un sentido sectario como el suyo, partista y polémico en su defensa del ataque de Israel en Gaza, podría forzar una interpretación de la historia europea y estadounidense tan maniquea como la suya. En efecto, en lo que concierne a la historia europea, ya para la época de la Revolución Francesa las guerras cortesanas habían quedado reducidas a reliquias del pasado. Luego Napoleón se encargó de generalizar un modo de combatir con ejércitos populares, en el sentido anteriormente aludido. La codificación de normas humanitarias en La Haya y luego en Ginebra fue un esfuerzo realizado para disminuir el sufrimiento asociado a esas nuevas guerras.

En lo que concierne a la historia estadounidense, la retorcida de Mead no es menos grosera. Mead ilustra su punto con la referencia a la política de tierra arrasada que puso en aplicación el general William T. Sherman para romper la resistencia de las fuerzas confederadas durante la Guerra Civil. Sin embargo, el mismo Mead no dice ni una sola palabra acerca de la evidencia que contradice su argumento: la puesta en aplicación de un código de conducta humanitaria por parte de las fuerzas de la Unión, el llamado Código Lieber (por su autor, el jurista y filósofo político germano-estadounidense Francis Lieber). Este código es uno de los antecedentes más importantes de las normas internacionales de DIH.

La postura unilateral de Mead acerca de la forma de conducir la guerra es más común de lo que uno podría creer (si uno le cree al análisis de Mead, es bastante común). Por eso son tan graves los signos del solipsismo moral de los Estados Unidos.

Mead no es el único. En la próxima entrada me voy a referir en detalle a un reciente editorial del diario The New York Times.

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