Cosmopolita

Publicado el Juan Gabriel Gomez Albarello

El Coliseo romano, el monumento más importante de la civilización occidental

Los hechos lo demuestran. Si un monumento encarna lo que una civilización estima digno de recordar o de dedicarle atención, aquello que mejor expresa sus valores, entonces no debería haber duda alguna de que el Coliseo romano es la construcción más importante de Occidente. Olvidémonos del Partenón, de la Torre Eiffel y de la Estatua de la Libertad. El Coliseo de Roma encarna la contribución decisiva de la civilización occidental al “desarrollo” de la humanidad.

Coliseo romano, foto tomada por David Iliff, licencia: CC-BY-SA 3.0
Coliseo romano, foto tomada por David Iliff, licencia: CC-BY-SA 3.0

Todo monumento notable encarna, por lo menos, las siguientes características: primero, un sentido de proporción que refleja los ideales estéticos de una cultura; segundo, una demostración palpable de las destrezas técnicas adquiridas por esa cultura para realizar en gran escala una demostración de esos ideales estéticos – de aquí proviene el adjetivo monumental; y, tercero, una correspondencia con prácticas sociales que se consideran orientadas por el valor que el monumento representa. En el caso de civilizaciones extintas o en decadencia, las características aparentes son las dos primeras. Sin embargo, no podemos prescindir de una referencia, así sea somera, a la tercera característica si uno quiere hacerse una idea del significado que tuvieron los monumentos de esas civilizaciones.

Si nos atenemos a las tres características mencionadas, podemos descartar varios candidatos a ocupar el puesto de monumento más importante de la civilización occidental. Consideremos, de partida, los monumentos que celebran el valor marcial. Ninguno tiene hoy un lugar particularmente destacado, y eso que, sin muchos remordimientos, los países occidentales han librado numerosas guerras. Aunque la guerra es un valor importante en Occidente, como lo atestiguan los “arcos del triunfo” y las “tumbas del soldado desconocido”, ante un creciente movimiento en favor de la no violencia y, sobre todo, por cuenta de la confusión causada por las intervenciones militares en países como Vietnam, Afganistán e Irak, el valor de lo bélico ha perdido buena parte de su fuerza motivadora. A medida que crece el número de países donde se ha abolido el servicio militar y el pro patria mori se sustituye por la realización individual, los monumentos marciales devienen una especie de anacronismo.

Monumentos de otro tipo provocaron en Occidente profundo sobrecogimiento, asombro y respeto, pero su efecto hoy es muy limitado. Me refiero a los monumentos religiosos. No hay templo que encarne hoy los valores más nobles de la civilización occidental. La Catedral de Colonia, que compitió por algunos años por el título de edificio más alto, hoy es el símbolo de un mundo que ha sido dejado atrás. Otro tanto se puede decir de todas las demás iglesias que fueron erigidas para ser admirables por su tamaño o esplendor (por ejemplo, el Duomo de Milán o la mismísima Basílica de San Pedro).

Aunque el Templo de la Sagrada Familia en Barcelona ha sido hecho con base en conceptos arquitectónicos revolucionarios, estos no coinciden con prácticas sociales que se consideren radicalmente innovadoras. Si bien el materialismo de Occidente da pruebas suficientes de agotamiento, los valores religiosos han dejado de ser el eje cardinal de esta civilización. Las reacciones frente al Islam son sólo eso, reacciones. No hay todavía un movimiento espiritual que le libere del yugo de la producción, del intercambio y del consumo.

Cabe notar, sin embargo, lo siguiente. A pesar de que la riqueza parece haber adquirido el lugar de la divinidad pues se la procura como otrora se procuraba la unión con Dios, no hay construcción alguna que la celebre de forma monumental. Lombard Street y Wall Street han sido los lugares por donde más riqueza ha circulado en el mundo, pero no hay nada en esas calles ni en sus alrededores que exteriorice en gran escala y de manera celebratoria semejante éxito. Lo más probable es que el carácter mismo de la riqueza producida en Occidente impida la construcción de monumentos en su nombre. En efecto, esta riqueza satisface a sus poseedores con la saciedad que ella promete, no con la que ella misma causa, que parece ser poca, y sólo ocasionalmente exige algunos sacrificios, un rasgo que seguramente notarán los historiadores del futuro.

No deja de causar extrañeza, sin embargo, que un templo sea tenido como uno de los principales símbolos de la civilización occidental, precisamente porque se trata de un símbolo que ha sido disociado de todo su contenido religioso. Me refiero al Partenón. Creo no equivocarme al afirmar que a este monumento se lo asocia más con Pericles y con Sócrates que con el culto a la diosa Atenea, patrona y protectora de Atenas. En el Partenón Occidente reconoce su genio racionalista, mas este Occidente poco repara en la ironía de que las columnas de este templo hayan sido dispuestas para causar una ilusión visual. Sin esta ilusión, el Partenón carecería de la apariencia que tiene de excelente y sólida armonía.

Mucho menos repara Occidente en todo lo que está a la sombra del Partenón. La gran mayoría de quienes identifican a Atenas como la cuna de la democracia no tienen ni idea de dónde queda la colina del Pnyx ni por qué es ésta importante. La modestia del Pnyx no ayuda a que la reconozcamos como uno de los más sagrados monumentos, pero lo que menos ayuda en realidad es la falta de contenido de nuestra práctica democrática. Las viscisitudes de Grecia frente a la Troika financiera (la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional) son, a este respecto, la mejor prueba de ello.

Luego de los atentados del Estado Islámico en París el 13 de noviembre de 2015, la imagen de la Torre Eiffel ha sido reproducida en todo el mundo, un hecho que podría ser tomado como evidencia de que esta construcción de 1889 merecería el título de símbolo representativo de la civilización occidental. La Torre, sin embargo, está demasiado asociada a la idiosincrasia francesa para ostentar semejante carácter, lo cual es un poco injusto. La idiosincrasia de la civilización occidental, con su fe en la ciencia y en el progreso, tiene en este producto de la cultura francesa una de sus mejores encarnaciones. Mas las dudas de este tiempo indigente no le ayudan a que adquiera ese reconocimiento. El valor de la Torre Eiffel depende de la relación entre el progreso y la ciencia, por un lado, y el bienestar individual y social, por el otro. La destrucción continua del mundo natural y las amenazas a nuestra propia salud, incluido el abuso de los antibióticos, han socavado esa relación y, por lo tanto, la fuerza de la Torre como símbolo. Continuará vigente, sin embargo, como telón de fondo de fotos y postales amistosas, románticas o familiares.

Y, ¿la Estatua de la Libertad? Cuando más de la mitad de los gobernadores de los estados que forman los Estados Unidos se niegan a recibir refugiados sirios, las palabras de Emma Lazarus inscritas en el pedestal de la Estatua – “Dadme tus cansados, tus pobres, Tus masas amontonadas gimiendo por respirar libres, Los despreciados de tus congestionadas costas. Enviadme a estos, los desposeídos, basura de la tempestad.” – pierden todo su significado. La antorcha de la Estatua ha dejado de brillar. El símbolo ha perdido todo su valor. Ya no hay acciones que hagan efectivo el contenido de ese símbolo.

Así las cosas, en mi opinión, el monumento candidato a mejor encarnación de los valores de la civilización occidental es el Coliseo de Roma. Digo esto porque el Coliseo, con sus dos milenios a cuestas, encarna la idea profusamente extendida de practicar el entretenimiento a escala masiva en un solo lugar. Basados en el anfiteatro romano, el Wembley, el Stade Olympique de Colombes, el Berliner Olympiastadion, fueron en su momento construcciones monumentales que establecieron un modelo a seguir en el resto del mundo.

Conviene advertir, sin embargo, que en el Coliseo los eventos eran en su mayoría mortales (combates entre gladiadores y entre bestias y bestiarios), mientras que los actuales parecen ser apenas una forma sublimada de aquellos. Cuando un equipo pierde su clasificación o cae a una división inferior, pierde la vida por el resto del torneo. Las derrotas pueden causar que rueden cabezas, pero sólo en el sentido metafórico del término.

Ésta no es, sin embargo, la única diferencia importante. El Coliseo estaba directamente ligado a la política romana, en particular, a los éxitos de sus gobernantes. La buena fortuna del Emperador se traducía en buena fortuna para los espectadores: los éxitos de aquel multiplicaban el número de espectáculos y, por tanto, las oportunidades y los peligros para los competidores. En la actualidad, las cosas son bien distintas: los competidores y los espectadores ya no dependen de los gobernantes; son los gobernantes quienes dependen de los éxitos en los espectáculos. A esto hay que agregar que hoy, con tantas remuneraciones de por medio, los espectadores pagan por los espectáculos, mientras que en la Antigüedad el acceso al Coliseo era gratuito y, hasta cierto punto, subsidiado. Muchos comían e incluso dormían en el anfiteatro a expensas de las familias de notables.

En lo esencial, sin embargo, el Coliseo romano es el modelo de muchas construcciones monumentales en Occidente y de las prácticas sociales asociadas a ellos. Aunque no son objetos de veneración y si bien nadie los admira por su particular belleza, no cabe duda alguna de que en cada país occidental se han invertido recursos enormes para erigir monumentos deportivos de acuerdo con una idea bastante estable de orden y proporción. Nótese, además, que no existen construcciones de tamaño similar que se usen para fines distintos del más vulgar entretenimiento. No hay ningún teatro, ningún salón de opera, ninguna sala de conciertos que haya sido erigida para albergar tantos espectadores. Los dramas que suscitan la atención de los occidentales, bastante prosaicos, son aquellos basados en el combate y, por lo tanto, en el triunfo de unos y en la derrota de otros. Aunque el empate no ha sido abolido del todo, el gusto de Occidente es por la victoria. Pro victoria mori es el dicho de muchos fanáticos que asisten a estos lugares.

Las reglas del juego limpio atenúan, sin embargo, el gusto por el entretenimiento saturado de violencia, característico de la civilización occidental. Los atenienses seguramente se asombrarían de ser tenidos por ancestros de una civilización que se divierte de este modo. Aunque la tragedia griega siempre toma como referencia hechos particularmente violentos tales como el asesinato de un esposo a manos de su esposa (Agamenón), de una madre a manos de su hijo (Las coéforas), o de unos hijos a manos de su madre (Medea), en todos los casos esos hechos son meramente aludidos, nunca puestos en escena. Además, la alusión se realiza para sancionar negativamente la violencia, para confinarla y superarla por medio de la persuasión y del sentido de la justicia.

En la civilización occidental, por el contrario, la expresión del deseo de venganza no causa sentimientos de desazón. Antes bien, se la exalta como manifestación del coraje que hace dignos a los personajes de ficción y también a los personajes políticos – Hollande ha dicho que, a la vista de hechos atroces, liderará el combate contra los terroristas de una forma inclemente; Marco Rubio, precandidato republicano, ha prometido que las tropas de Estados Unidos le inglingirán derrotas humillantes al Estado Islámico; Donald Trumpo ha justificado la práctica de la tortura del submarino alegando que, incluso si es inefectiva, los terroristas la merecen y podría dar más ejemplos. Como si estuvieran en un torneo deportivo, unos y otros hablan de tomar revancha, palabras que la mayoría de los espectadores aplaude.

Mas no es sólo la importancia de los espectáculos deportivos la que hace del Coliseo el símbolo más importante de la civilización occidental. Es el hecho de que en sus momentos de crisis esta civilización se vuelca de forma contundente e inambigua hacia sus espectáculos deportivos. Si toda crisis revela quién es el soberano, toda crisis también revela a qué está dispuesto y para qué ejerce la soberanía. Luego de los atentados del 13 de diciembre en París, el gobierno francés, en boca de su Secretario para los Deportes, Thierry Braillard, dijo que, después de los tres días de duelo, “es necesario que la vida continúe.” Y sí que lo ha hecho, no sólo en París sino también en otras capitales europeas donde el despliegue policial para garantizar el entretenimiento ha sido calificado de histórico. No es de extrañar pues que los estadios se hayan vuelto a llenar.

El mismo gobierno francés ha hecho saber, sin embargo, que no permitirá la realización de manifestaciones públicas con ocasión de la Cumbre sobre el Clima que se realizará en París entre el 30 de noviembre y el 11 de diciembre. La decisión de no permitir marchas ni otros eventos del mismo orden afecta la posibilidad de que la voz de ciudadanos ordinarios, especialmente, la de aquellos especialmente afectados por el calentamiento global, sea tenida en cuenta durante la Cumbre. Se supone que Francia es un país democrático y que también lo son muchos de los países que tomarán parte en la ronda de negociaciones para suscribir un compromiso contra el calentamiento global. Si lo son, ¿por qué se restringe entonces la voz de los ciudadanos?

Observadores de la Cumbre han notado que en ella grandes conglomerados económicos tendrán más oportunidades de ser escuchados que las organizaciones que luchan contra la pobreza y la destrucción del medio ambiente. En efecto, en eventos paralelos a la reunión de los gobiernos, empresarios y políticos podrán intercambiar opiniones acerca del desarrollo económico y el calentamiento global. Por sólo dar un ejemplo, en el Foro sobre Innovación Sustentable, la presencia de organizaciones ambientalistas y populares brilla por su ausencia.

El gobierno francés ha justificado su decisión de impedir manifestaciones públicas con el argumento de que es necesario reducir el riesgo de más atentados terroristas. Lo llamativo es que no proporcione ningún canal alternativo para que la voz de los ciudadanos se haga oír, mientras despliega sus fuerzas de seguridad para garantizar el acceso de los ciudadanos al entretenimiento. La respuesta a los atentados revela pues cuál es el valor por el cual la República Francesa hace sus mayores esfuerzos. Pero, como lo referí anteriormente, no es sólo la República Francesa sino todos los estados occidentales. Para ellos, el show debe seguir – the show must go on. Para que los ciudadanos se encuentren y se expresen no hay ágora, ecclesía o foro sino estadios y coliseos.

En consideración a todo lo anterior, podrá comprenderse por qué creo que el Coliseo es el monumento más importante de la civilización occidental. Con sus dos mil años de historia, el Coliseo romano es el modelo del cual todos los demás no son más que una vulgar copia.

Post scriptum: Si usted ya está hastiado del espectáculo y quiere encontrarse con otros ciudadanos para expresar su voz demandando una solución al calentamiento global, entonces puede buscar en este sitio si en la ciudad donde vive hay algún evento al cual pueda sumarse. Si tiene más ánimo, organice el suyo e invite a todos los interesados.

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