Cosmopolita

Publicado el Juan Gabriel Gomez Albarello

El Brexit, Europa y los inmigrantes

"Punto de Quiebre - La Unión Europea nos ha fallado a todos" Aviso publicitario del Partido de la Independencia del Reino Unido (UKIP) en favor del Brexit
«Punto de Quiebre – La Unión Europea nos ha fallado a todos» Aviso publicitario del Partido de la Independencia del Reino Unido (UKIP) en favor del Brexit

El referendo en el cual el pueblo británico se pronunció con respecto a continuar o no en la Unión Europea es otro capítulo más de las tensiones causadas por la inmigración. El tema es que hoy esas tensiones están poniendo a prueba no solamente estructuras políticas sino también nuestra misma conciencia moral.

Al revisar las promesas que hicieron los partidiarios del Brexit, lo que uno encuentra es que la inmigración era el asunto más importante. Los brexistas han alegado que las cargas en la Unión Europea están mal distribuidas y que, por cuenta de esa mala distribución, el Reino Unido tiene que hacer un esfuerzo mucho mayor que el resto de naciones en el continente. En las cuentas de los brexistas, el Reino Unido pierde todas las semanas 350 millones de libras esterlinas que tiene que transferir a la Unión Europea, pero que bien podría dedicar a su sistema nacional de salud.

Este alegato es, en realidad, secundario respecto a otro. Según los brexistas, para el año 2030 cinco millones de inmigrantes llegarían al Reino Unido por cuenta de la admisión de Turquía y de otros países de la periferia de la Unión Europea (Serbia, Montenegro, Macedonia y Albania). Ese escenario catastrófico sería la conclusión de un proceso en el cual el Reino Unido aceptó perder el control sobre la inmigración. Controlarla por la vía de recuperar la soberanía fue pues la gran promesa que hicieron los brexistas.

Un mes antes del referendo, el mendaz e infame Michael Gove, uno de los ardientes promotores del Brexit, declaró a la prensa que la llegada de un número de inmigrantes equivalente a la población de Escocia llevaría a la quiebra del servicio de salud británico. Según brexistas como Gove, seguir en la Unión Europea significaría permitir que la Gran Bretaña, como nación independiente, se ahogara en un mar de inmigrantes, que no profesan ninguna lealtad y mucho menos ninguna devoción por los valores británicos. Salirse era, por tanto, un asunto de sobrevivencia económica y también política. La gran ironía del Brexit es que las zonas en las cuales está concentrado el mayor número de inmigrantes –los grandes centros urbanos– fueron aquellas en las cuales ganó la opción de seguir en siendo parte de Europa.

No obstante, el mal ya está hecho. Aunque la movilización para revertir el Brexit está en auge, incluso por la vía de un referendo posterior, el Brexit ha creado una nueva realidad en Europa: ha reforzado las opciones xenófobas, que hoy promueven el euroescepticismo más ramplón, apelando a todas las noticias provenientes de los abusos reales o supuestos de los inmigrantes. Aunque en algunos países esos partidos son marginales (Geert Wilders y su Partij voor de Vrijheid en los Países Bajos, Frauke Petry y su Alternative für Deutschland en Alemania, la Lega Nord de Matteo Salvini en Italia, etc.), en otros han logrado posicionarse como opción de poder (el más fuerte es el Front National de Marine Le Pen en Francia, seguido por el Freiheitliche Partei Österreichs de Heinz Christian Strache en Austria).

Si bien los primeros ministros de los estados europeos han procurado contener los efectos de la crisis causada por el Brexit, lo cierto es que hoy la disolución de la Unión Europea aparece como una posibilidad, no importa cuán remota sea, y que la expresión de la xenofobia ha ganado una nueva legitimación. Así las cosas, la Europa que daba lecciones de moral, que tantos esfuerzos invirtió en el establecimiento de la Corte Penal Internacional, por sólo citar un ejemplo de su supuesta conciencia humanitaria, hoy muestra una de sus más oscuras facetas: la de una Europa, de supuesta supremacía blanca, pero llena de desconfianza en sí misma y, por tanto, más mezquina y cicatera que nunca.

Los problemas de Europa con sus inmigrantes tienen varias causas. Una de ellas, profundamente enraizada en la historia, concierne a su modelo de ciudadanía, en la gran mayoría de países fundado en el principio del derecho de sangre (ius sanguinis), en oposición del principio del derecho del suelo (ius soli). Según el modelo del derecho de sangre, son ciudadanos aquellos que pertenecen a la comunidad política por el hecho de ser hijos de miembros de esa comunidad política. Esta ciudadanía por linaje refleja un modo bastante primitivo de asegurar la integración social. Aunque atenuado por elementos que permiten incorporar a individuos extra-comunitarios, el modelo de integración social de muchos países europeos ha sido que los iguales, hablando en términos de ciudadanía, sean los símiles, esto es, los que étnicamente se parecen porque pertenecen a un tronco común.

Países que adoptaron el derecho del suelo, como Francia, no han avanzado mucho en lo que concierne a la integración de sus inmigrantes. Estos sufren en su mayoría de la misma falta de oportunidades que los nativos. Fenómenos como los disturbios en los barrios periféricos de las ciudades de Francia (en el 2005) y de Inglaterra (en el 2011) han puesto de presente que en una estructura de clase en la cual la movilidad social continúa siendo bastante limitada y en la que la desigualdad se atempera meramente con el aumento del consumo, la integración de los de abajo, incluida la de los inmigrantes, siempre resulta bastante precaria.

Este fenómeno está agravado, además, por un Estado de Bienestar que trata a los ciudadanos como clientes cuyas titularidades (derechos) les dan acceso a beneficios, sin que tengan que realizar ningún mérito para obtenerlos. Sin duda, un elemento característico de los derechos es su universalidad, pero este rasgo no debería ocultar el hecho de que los derechos tienen un costo que hay que sufragar. Eximir de ese costo a grupos enteros de beneficiarios no es solamente erróneo desde el punto de vista económico; lo es también desde un punto de vista político. Ningún proyecto de integración podrá funcionar si los miembros de la comunidad no se reconocen recíprocamente como contribuyentes a un fondo solidario. Cuando ese reconocimiento recíproco está ausente, los que contribuyen mirarán con desprecio a quienes no lo hacen; estos, a su vez, permanecerán atrincherados en una narrativa de auto-victimización, que disculpará todas sus infracciones contra las reglas comunes, incluida la de pagar impuestos. De aquí que la relación entre nativos e inmigrantes en Europa esté tan cargada de tensiones.

El neoliberalismo ha puesto también su cuota en el agravamiento de esas tensiones. En teoría, la libre circulación de personas, bienes y capitales debería haber conducido a la formación de sociedades cosmopolitas. El ablandamiento de las ataduras al mercado no sólo habría tenido que aumentar la riqueza social, de la cual aunque desigualmente todos se beneficiarían, sino también el repertorio de opciones de cada individuo. Según la narrativa neoliberal, las antiguas seguridades del Estado de Bienestar serían sustituidas por las ventajas de la movilidad social y espacial. Los arquitectos neoliberales no parecieron haber tenido en cuenta, sin embargo, que la gente, a diferencia del capital, no puede desligarse tan fácilmente de los lazos formados durante su crianza y que, en vez de curiosidad por lo nuevo, experimente una gran ansiedad ante el prospecto de que su trabajo pudiese ser sustituido por el trabajo hecho por recién llegados, dispuestos a trabajar mucho más a cambio de mucho menos. Un reciente artículo del semanario pro-liberal The Economist aconseja atemperar el liberalismo con una buena dosis de igualdad de oportunidades con el fin de reducir las fricciones sociales que hoy le hacen grietas al proyecto europeo.

Y si todo lo anterior no fuera suficiente, cabe agregar que a los europeos les pesa su culpa histórica y, sobre todo, su debilidad geopolítica. En efecto, un buen número de aquellos que han despertado a la conciencia de su ominoso pasado colonialista tímidamente se retrae ante lo que, de otro modo, habría juzgado como patanería y falta de espíritu cívico. Esa retracción es más grave en lo que concierne a la forma de tratar a los integristas musulmanes de origen árabe, quienes abusan de la libertad religiosa y de la libertad de expresión para poner en cuestión esas y muchas otras libertades. Si Europa no dependiera tanto del petróleo que proviene del Golfo Pérsico, una dependencia de la cual tomó conciencia dolorosamente a comienzos de los años 1970 cuando los árabes impusieron un duro embargo, quizá esa misma Europa habría sido menos indulgente con huéspedes que llegaron a imponer su ley y sus costumbres. Sólo el terrorismo ha logrado que los europeos rechacen aquello que, desde un principio, debió haber sido rechazado como intolerable – me refiero específicamente al uso de la nicab y la burka, así como a la prédica de clérigos que justifican la violencia contra los infieles.

Todo esto está en el trasfondo no sólo de los partidos xenófobos sino también de la incapacidad de de las autoridades europeas para encontrar una solución al problema de la inmigración, una que concuerde con los ideales que esas autoridades dicen supuestamente defender. En efecto, el acuerdo suscrito entre la Unión Europea y Turquía para contener el flujo de los refugiados sirios, lejos de apegarse a la normatividad internacional sobre el tema del refugio y el asilo, ha procurado poner un dique que alivie la carga de refugiados que, de otro modo, los países europeos tendrían que asumir.

Según los términos de ese acuerdo, la Unión Europea se comprometió con Turquía a acelerar la postulación de ese país como miembro de la Unión, a eliminar la visa para los ciudadanos turcos, así como a darle una ayuda financiera de 3 mil millones de euros. A cambio, los turcos aceptarán recibir en su suelo a todos los inmigrantes a quienes las autoridades en Grecia les nieguen el asilo. Además, por cada inmigrante sirio que sea devuelto a Turquía, un inmigrante será aceptado en la Unión Europea, siempre y cuando ese número no sea mayor a los setenta y dos mil.

Este acuerdo fue suscrito a pesar de que Turquía tiene la reputación de enviar a los refugiados de vuelta a los países de los cuales han huido, de restringirles el acceso al mercado de trabajo y de someterlos a detenciones arbitrarias. Como lo dijo el director para Europa de Amnistía Internacional, el trato entre Turquía y la Unión Europea lo celebra “gente que baila encima de la tumba de la protección para los refugiados.”

No sólo Amnistía Internacional ha condenado el referido acuerdo. El Comité sobre Migración, Refugiados y Personas Desplazadas del Consejo de Europa (una organización internacional de menor importancia que la Unión Europea, pero cuyos objetivos se traslapan parcialmente con los de esta última), emitió un informe en el que señala que el trato entre la Unión Europea y Turquía “en el mejor de los casos estira y en el peor excede los límites de lo que es permisible de acuerdo con el derecho europeo y el derecho internacional. Incluso sobre el papel, da lugar a numerosos y graves cuestionamientos acerca de su compatibilidad con las normas básica sobre los derechos de los refugiados y de los inmigrantes.”

Médicos sin Fronteras, por su parte, ha leído con claridad todas las implicaciones del mencionado acuerdo, por lo cual lo ha rechazado categóricamente. De una forma bastante digna, ha renunciado a todos los fondos que le proporcionaba la Unión Europea para financiar operaciones humanitarias en distintos países hasta tanto ese acuerdo no sea anulado. Esta organización humanitaria ha señalado, “El acuerdo UE-Turquía sienta un peligroso precedente para otros países que acogen a refugiados y envía el mensaje de que atender a quienes se han visto obligados a abandonar sus hogares es opcional y de que el asilo se puede negociar. Sin ir más lejos, el mes pasado, el Gobierno de Kenia mencionó la política migratoria europea para justificar su decisión de cerrar el mayor campo de refugiados del mundo, Dadaab, y enviar a los refugiados de vuelta a Somalia. El acuerdo tampoco alentará precisamente a los países vecinos de Siria –que ya acogen a millones de refugiados– a mantener sus fronteras abiertas.”

Antropólogos que han estudiado las bases culturales de los procesos cognitivos de la especie humana conjeturan que nuestra evolución ha estado marcada por el mecanismo del trinquete: una vez que una invención es probada como exitosa para resolver un problema, esta invención es copiada y su uso generalizado de modo que se convierte en una adquisición acumulativa de la especie. Por ejemplo, luego de haber comenzado a utilizar el alfabeto para registrar nuestras palabras, es difícil echar para atrás en la marcha de la evolución.

La situación de los inmigrantes nos muestra hoy que los retrocesos son mucho más usuales y profundos de lo que uno podría esperar. A pesar de que no hace mucho tiempo Europa tomó conciencia del horror del Holocausto, de que una y otra vez en la escuela y en los medios de comunicación maestros, escritores, líderes políticos, etc., han repetido la consigna “Nunca más”, la verdad es que hoy nos enfrentamos a una situación bastante similar. En efecto, gente necesitada de refugio ve como le cierran las puertas en las narices y le niegan la protección más básica y fundamental de todo ser humano: la de su vida y su integridad personal. No es pues el mecanismo del trinquete el que parece operar sino el de una regresión de tal carácter que parece validar la tesis de Sigmund Freud acerca del malestar en la cultura.

Yo, sin embargo, no iría tan lejos. La obra de Freud me parece profundamente especulativa, no obstante, apta para impresionar mentes excitables, reticentes a toda forma de disciplina metodológica, pero esta es otra cuestión. De lo que no debe caber duda es que el contenido y la forma misma de nuestra conciencia moral están hoy en juego. Antes que hacer una disquisición al respecto y procurar argumentos que justifiquen una política verdaderamente humana con respecto a los refugiados, prefiero apelar a un sentido básico de solidaridad y motivar de este modo a quienes me leen a suplir, aunque sea en un grado limitado, los fondos que Médicos sin Fronteras ha dejado de recibir. En suma, invito a donar una suma de dinero, ya sea regular u ocasionalmente, grande o pequeña, a Médicos sin Fronteras, la organización humanitaria que hoy le ha hecho frente a la inmoral política europea hacia los refugiados. Las donaciones se pueden hacer por este medio.

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