Cosmopolita

Publicado el Juan Gabriel Gomez Albarello

El Concierto para Piano para la Mano Izquierda

Como tantas otras veces, llegué a la casa de mi amigo Nicolás buscando refugio, un techo que pudiera contener el chaparrón de mis pensamientos. Le hablé del Concierto para Piano para la Mano Izquierda cuya clásica versión de Samson François había oído hacía poco en la radio. Nicolás me llevó entonces a su biblioteca, sacó un tomo de pasta blanda titulado Mémoirs de Mon Père (Recuerdos de Mi Padre), de Charles Egelshardt, y lo puso en mis manos. Visitas asiduas a la misma página de ese libro me llevaron de inmediato al recuento que ahora transcribo.

Ya mayor, mi padre me contó que el compositor Maurice Ravel lo invitó una vez a su casa. No puedo honrar este capítulo de la historia de mi padre narrándolo con mi propia voz. Evocaré lo que él me dijo y serviré de medium para plasmar en papel, palabra por palabra, el registro de ese encuentro.

Después de conversar unas cuantas veces en el café donde yo trabajaba algunas tardes, el señor Ravel me invitó a su residencia. Yo sabía que le gustaba hablar con gente de origen alsaciano y lorenés pues le atraía nuestra circunstancia singular, la que tornaba nuestra nacionalidad en un dato fluido, lo opuesto de la rigidez imperial parisina, que él resentía más que un poco. Su interés no se limitaba a esta peculiaridad nuestra. Le gustaba escuchar la historia de soldados alemanes que, después de la derrota, regresaron a su tierra, que estaba ahora en el país vencedor, y tornaron a ser franceses – una historia menos romántica que Les Oberlé de René Bazin. Me figuré que querría saber qué había sido de varios conocidos de mi padre, que seguían en Estrasburgo, y que habían afrancesado sus apellidos para tener mejor fortuna.

Sin embargo, ese día el señor Ravel estaba inquieto, ofuscado, sin mucho interés en nuestros temas previos de conversación. Sólo después de un vermouth me habló de la molestia que le habían causado los cambios que el pianista Paul Wittgenstein le había hecho a su obra Concierto para Piano para la Mano Izquierda. Yo me tomé el atrevimiento de decirle que su Concierto me había conmovido mucho, pero al mismo tiempo me había llenado de un extraño vigor. El señor Ravel me miró con interés y luego me dijo, “Explícame eso.” Me sonrojé y le dije que no le podía explicar su propia música. Él replicó que no era su música la que quería que le explicara sino lo que yo había sentido. Con el desenfado del vermouth que él también me había servido le contesté que las dos cosas estaban tan inextricablemente ligadas que no le podría explicarle una sin explicarle la otra. “Está bien, adelante – explícamelo todo, por favor”, me dijo, sin que me diera tiempo a que asomara en mi cabeza duda alguna. Empecé entonces a hablarle como si fuera otro músico igual que él, ¡yo, apenas un estudiante de ingeniería!

Señor Ravel, comencé diciéndole, el Concierto para la Mano Izquierda pertenece a la mejor tradición de la música incidental, a la cual usted ya había hecho un soberbio aporte al transcribir la obra de Mussorgsky. Sin embargo, quien definió los temas que usted recreó fue Mussorgsky. Esta vez, en el Concierto para Piano para la Mano Izquierda usted lo figuró todo; construyó un conjunto de temas cuya sucesión puede ser interpretada así, como la más firme declaración de fe en la capacidad del hombre para hacer cara a la adversidad. ‘Gracias, querido amigo’, me dijo el señor Ravel, y agregó, ‘dígame, por favor, si el Concierto es una pieza incidental, ¿cuáles son las escenas que representa?’ Yo le describí el Concierto de este modo:

De manera más escueta le diría que me figuro que el piano es el soldado que ha perdido la mano derecha y que la orquesta sirve como trasfondo del cuadro lúgubre de esa pérdida. Cerré entonces los ojos y le describí el Concierto de este modo: Los primeros acordes de la orquesta nos muestran un campo desolado en el cual ha cesado el fragor del combate. Allí, un soldado emerge del sopor de la inconsciencia, mientras yace tirado en el campo de batalla. La pesadez que siente cede y lentamente abre los ojos. Lo primero que ve es el cielo gris, de un gris tan indefinido que no acierta a saber qué hora puede ser. La tierra yerma en torno suyo también es gris. Es un gris lúgubre, de tintes macabros. El soldado empieza a sentir un dolor agudo en el brazo derecho, que se intensifica a medida que despierta, un dolor agudo que llega a ser casi insoportable. Con la primera cadencia del piano, el soldado levanta su brazo derecho y dice, ¡Mi mano, mi mano derecha! ¡He perdido mi mano derecha! Alza entonces su otro brazo y, luego de un breve momento de alivio, lo embarga el desespero. ‘Tengo mi mano izquierda; al menos, me queda mi mano izquierda, pero con la izquierda no sé escribir, no sé empuñar mi arma. No he encendido nunca una lámpara con mi mano izquierda; no me he afeitado nunca con la mano izquierda. ¡Estoy mutilado! Su consciencia se trastoca en un instante y, como si quisiera calmarse, se dice entonces, ‘No, esto es una pesadilla. Es la absenta. Sí, es la absenta. Bebí demasiado. Reímos mucho. Estábamos como locos. Ahora entiendo porqué es un licor prohibido. Mis camaradas, ¿dónde están mis camaradas? Philippe, André, Jacques, Éduoard, ¡¿dónde estáis?! ¿Qué es este dolor? Es una pesadilla, sí, pero estoy despierto. La pesadilla es esta guerra. ¿Qué sentido tiene todo esto? ¿Cuál es la unión sagrada por la cual hacemos todos estos sacrificios? Poincaré, Viviani, el mismo Joffre, ¿qué saben realmente de la guerra? Charlatanes. Venid a este campo. ¡Ved lo que estoy viendo! ¡Sentid lo que estoy sintiendo!

Su último grito se desvanece en un suspiro.

La orquesta describe de nuevo el paisaje lúgubre. El pesado olor a pólvora es ahora omnipresente; la vista, aun más desolada. Camaradas muertos por doquier, estacas y alambre, y ni un árbol en pie; sólo el cielo gris y la tierra gris, un silencio ensordecedor y el dolor en el brazo derecho, un dolor que no cede, que vuelve a intensificarse, uno de esos dolores que hace a cualquiera arrugar la cara y apretar los ojos y los dientes. Por unos minutos, el soldado pierde el sentido. Suena entonces la segunda cadencia del piano. El soldado sueña que se levanta y camina hacia un bosque, uno que se parece al de los Vosgos, apacible, plácido, donde el murmullo de los arroyos es tenue y se confunde con el viento. El oboe y el clarinete se encargan de ensombrecer el cielo; al tenor del conjunto de la orquesta, los árboles comienzan a desvanecerse, mientras el soldado recrea en su mente el día previo en el campo de batalla. Suenan las descargas de morteros. El soldado se dice, ‘Esa es nuestra ametralladora y esos son los silbidos de las balas de los francotiradores. Sorprendimos el flanco de nuestro enemigo. Corramos para entrar en sus trincheras. El soldado escucha de nuevo la ametralladora y, con ella, los morteros, pero esta vez resuenan a lo lejos. Las trincheras enemigas lucen abandonadas. Esto le parece al soldado un mal presagio, pero continúa corriendo por pasillos estrechos sin fin. Súbitamente, sin darse cuenta, de la mano de las flautas, el paisaje cambia de forma y se torna en una galería que por momentos parece alegre pues en ella palpita el espíritu de una ciudad despreocupada. Poco a poco, sin embargo, la galería se torna sombría. Al ritmo de los fagots, la gente comienza a caminar con afán y sus caras delatan desespero. La orquesta y el piano sugieren que algunos incluso han empezado a correr y que el soldado corre ahora con esta gente. La galería se disuelve y todos ahora corren a campo traviesa, mientras resuenan de nuevo los morteros y la ametralladora. Al volver la vista hacia la derecha, como un espejismo, reaparece la galería, luminosa y tranquila. El soldado se apura y busca un camino que lo lleve de regreso al campamento. A medida que avanza, se escuchan nuevas rondas de fuego de la artillería cuyo estruendo finalmente se disuelve.

El soldado despierta de nuevo y dice –al tenor de los acordes del piano– ‘He perdido mi mano derecha. Soy un mutilado. No podré alzar mi mano derecha nunca más. Nunca podré tocar el piano como lo hacía antes de esta guerra.Le invade entonces una profunda tristeza, que podría haber durado toda una vida, pero esa tristeza dura menos, muchísimo menos. Súbitamente, su memoria se llena de muchas de las piezas románticas que tocó antes de la guerra y en ese presente infinito recorre todas las teclas del piano. El dolor de su brazo derecho persiste, pero no le nubla la consciencia como antes. El soldado vuelve a contemplar el lúgubre paisaje que lo rodea, mientras el día se hace más sombrío. Recuerda un pasaje de sus clases de griego – el segundo discurso de Pericles en el cual encomia a los atenienses a aceptar con resignación las pruebas que les envían los dioses. Entonces, el soldado se levanta y busca la dirección a su trinchera para pedir ayuda.

Abrí de nuevo los ojos y dije, Señor Ravel, perdóneme usted si me he dejado llevar demasiado por mi imaginación. De manera más escueta le diría que a través de la orquesta y, sobre todo, a través del piano, usted reflexiona acerca de la pérdida y la regeneración de la vida. La segunda parte de la primera cadencia evoca todas las posibilidades que conserva el artista, el que, mutilado, se obstina en arrancarle notas al piano, pero con gracia y virtuosismo. La segunda cadencia es de un lirismo infinito. Toda descripción sería en este caso una pobre aproximación. La primera parte de la última cadencia es otro recordatorio de la belleza que encierra la vida, a pesar de todas las adversidades que sobrevienen sobre nosotros.

Señor Ravel, no nos ha sido dado retoñar como los árboles. Para nuestro pesar, del cuerpo talado no crecen nuevas piernas ni nuevas manos, pero no es así como reverdece en nosotros la vida. En su Concierto para Piano para la Mano Izquierda usted nos ha mostrado cómo la vida retoña en un artista y eso, señor Ravel, es un regalo que llevaré guardado conmigo para toda la vida.

El señor Ravel continuó mirándome por un minuto y sonrió plácidamente, mientras brillaba en su cara el semblante de una serena felicidad. Mi querido Guillaume, me dijo, me gusta la interpretación que has hecho de mi obra. Te prometo que la próxima vez que vuelvas a mi casa, haré un pequeño homenaje a tus dotes de crítico musical: comeremos un baeckeoffe con vino de tu tierra. Esa vez nunca pudo ser. Tuve que interrumpir mis estudios y volver a Estrasburgo por dos años. A mi regreso a París, supe que el señor Ravel había caído enfermo y no volví a saber nada más de él hasta el día de su muerte.

Mi padre compartió con muy pocas personas esta historia, pero era adepto a decir de tanto en tanto, como un reclamo, como una exaltación, como un reconocimiento, ‘La vida reverdece otra vez, la vida reverdece otra vez.’ Uno de sus amigos me contó que él fue uno de los pocos ciudadanos de Estrasburgo que acompañó a los soldados lisiados alemanes que pasaron por la ciudad, cuando iban de regreso a su patria. Aquellos eran hombres que habían sido forzados a limpiar las minas plantadas por ódenes de la Wehrmacht en muchos lugares de Francia. Los más afortunados regresaron indemnes, pero muchos llevaban grabadas de por vida las heridas de un trabajo azaroso. ‘Das leben blüht wieder auf(La vida reverdece otra vez), mi padre le decía a cada uno, mientras les acariciaba la cara y le limpiaba a algunos las lágrimas del rostro.

Hasta aquí el texto de Charles Egelshardt. Que sirva a otros, como me sirvió a mí. Que sirva, sobre todo, como homenaje a aquellos que le limpian las lágrimas del rostro a este país para que la vida reverdezca otra vez.

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