Cosmopolita

Publicado el Juan Gabriel Gomez Albarello

Colombia en el Consejo de Seguridad: ¿podría hacerlo mejor?

La senadora Alexandra Piraquive ha citado a la Ministra de Relaciones Exteriores a la Comisión Segunda para que explique las razones que tuvo el gobierno colombiano para apoyar la resolución del Consejo de Seguridad que ha permitido una operación militar con el fin de evitar una catástrofe humanitaria.


Dado que la operación militar parece haber tomado una dirección diferente (y, peor aun, haber estado motivada sobre presupuestos distintos), esto es, derrocar a Gaddafi e instalar un régimen favorable a los intereses de quienes promovieron la intervención, el cuestionamiento del voto de Colombia en el Consejo de Seguridad es más que razonable.


Y sin embargo, uno también puede replicar, ¿podría Colombia haber hecho algo distinto? Sin su voto, la resolución no se habría aprobado. Si Gaddafi hubiese entrado en Benghazi, la masacre de San Bartolomé habría sido desempolvada de los libros de historia para hablar de lo que este dictador demente habría hecho.


Marwan Bishara, un analista político de larga trayectoria en el canal Al-Jazeera, ha sido uno de los observadores que más ha cuestionado la manera como la resolución del Consejo de Seguridad pareciera haberse convertido en una autorización para aventuras neo-coloniales de las potencias occidentales. Bishara se ha preguntado si, de hecho, hoy por hoy, la OTAN se ha convertido en el brazo ejecutor de las decisiones del Consejo de Seguridad. Puesto que la OTAN obra de acuerdo con una perspectiva y unos intereses particulares, no es vano preguntarse si confiar la ejecución de sus decisiones a ese órgano implica hipotecar el cumplimiento de la Carta de la ONU a una organización que usa la fuerza primordialmente para su propio beneficio.


Si uno tiene unas fuerzas armadas cuyo entrenamiento y sostenimiento consume una buena parte del presupuesto público, ¿las va usar uno para causas humanitarias que no ofrezcan ningún rendimiento político o económico? Desde luego que no. Suponer lo contrario sería postular que los regímenes políticos actuales, tal y como los conocemos, han cambiado súbitamente de naturaleza. Nada así ha ocurrido.


Pero ésta no es toda la historia. Las intervenciones humanitarias, no importa cuán sesgadas estén, siempre se han anclado en una fuerza política no menos despreciable: la de los públicos ante los cuales esos regímenes políticos tienen que rendir cuentas, sobre todo, el día de las elecciones. La fuerza política de esos públicos se combina con una conciencia creciente de lo que ocurre a otros seres humanos en otras partes del planeta es un asunto que nos concierne a todos.


Desde la guerra civil de independencia en Grecia en el siglo XIX hasta las intervenciones humanitarias en el siglo XXI, progresivamente hemos avanzado de la noción de que hay que proteger a los cristianos de la opresión de una potencial infiel –en el caso griego, de los Turcos Otomanos– a la idea más general de que  la comunidad internacional tiene una responsabilidad de proteger a la población civil en situaciones de conflicto armado interno. Esa comunidad internacional ha fallado miserablemente en varias ocasiones. El caso más prominente, uno de los más atroces, es el de Ruanda (pueden preguntarle a Francia y a los Estados Unidos). ¿Podría alguien darse el lujo de abstenerse de votar en favor de una operación militar que detuviera las fuerzas de un dictador que había anunciado que iría tras los rebeldes, casa por casa, los sacaría del closet y obraría sin piedad y sin clemencia?


El gobierno colombiano, no obstante haber firmado un cheque en blanco, hizo bien en apoyar la resolución del Consejo de Seguridad en el caso de Libia. El cuestionamiento de Chávez y Correa a esa decisión soslaya lo dicho anteriormente y mucho más. Soslaya también que fue la propia resistencia libia la que solicitó la intervención militar y que, en consecuencia, la opinión pública en el mundo árabe está dividida sobre el asunto.


Así como Marwan Bishara expresa su preocupación acerca de la indebida dirección que la OTAN le ha dado a la operación militar en Libia, Ahmed Moor ha resaltado el hecho de que sin esa intervención la resistencia libia no tendría ningún chance frente a los milicianos y los mercenarios de Gaddafi. En contravía con Bishara, ha insistido en que Gaddafi era el “hombre” de los regímenes occidentales, como lo fue el dictador Somoza en Nicaragua de los Estados Unidos. “Puede ser un hp, pero es nuestro hp”, dijo de él Franklin Delano Roosevelt. Otro tanto decían de Gaddafi. ¿Por qué súbitamente le iban a correr la silla? Porque, según Moor, esos regímenes tratan ahora de obtener el favor de la opinión en el mundo árabe luego de que una revuelta contra ese dictador ha estallado, una revuelta que solamente podría ser detenida con el ejercicio de la más absoluta violencia.


No darle crédito a los poderes occidentales por evitar una cosa semejante a cuenta de sus intereses es propio del fatalismo de ciertos intelectuales. Siempre pierden. Si esas potencias no hubiesen movido un dedo estarían condenando su falta de compromiso con la protección de los derechos humanos aduciendo que la sangre de los árabes no tiene el mismo valor que la de los demás.


Lanzar diatribas contra el imperialismo no sirve para resolver la encrucijada en la que se encuentran los rebeldes. Ellos tienen la responsabilidad de construir un nuevo gobierno que sea leal a la voz del pueblo libio y que, reconociendo el apoyo de las potencias occidentales a su causa, no se deje sin embargo arrastrar a compromisos que pongan en cuestión la dirección que ese pueblo quiera darle a ese gobierno. Compromisos tendrán que hacer porque en política no hay nada gratis. Compromisos cuestionables es lo que tienen que evitar. Y eso es asunto de los libios. Chávez y Correa, con su retórica anti-imperialista, no pueden cambiar eso.


Lo dicho entonces sirve para justificar la posición de Colombia en relación con el apoyo dado a la operación militar en Libia. Desde luego, puede uno preguntarse si nuestra representación diplomática podría cumplir un mejor papel, en particular, de cara a nuestros vecinos. Yo creo que sí. El embajador Osorio ha señalado que la delegación colombiana no consultó su voto con el resto de países latinoamericanos. Esto es, en parte, comprensible. La inmediatez de la crisis hacía muy difícil ese tipo de consultas. No obstante, hacia futuro, Colombia debería escuchar la voz de las otras delegaciones latinoamericanas y rendir cuentas de la manera como ha participado en la toma de decisiones en el Consejo de Seguridad. Ello por una razón elemental. Colombia no está en el Consejo de Seguridad representando sus intereses sino, junto con Brazil, los de toda la región.


Yo me he opuesto a una silla permanente para Brazil en el Consejo de Seguridad con el argumento de que lo que haría este país es avanzar sus propios intereses, no los de la región. Con el mismo principio, tengo que poner en cuestión una forma de participar en un foro internacional, en el cual Colombia ha sido elegida por otros países, para defender posturas que consulten únicamente nuestros intereses particulares.


Yo no pido que Colombia vote en el Consejo de Seguridad contra sus intereses, que se imbuya en un altruismo inconcebible en cuestiones de política exterior. Lo que pido es un tipo de liderazgo nuevo, consistente además con el hecho de que pasarán muchos años antes de que Colombia vuelva a ocupar esa silla en el Consejo de Seguridad. Cuando otro país latinoamericano esté allí sentado, lo mínimo que vamos a querer es que ese país consulte a Colombia cuando los intereses de nuestro país estén de un modo u otro en juego, si un asunto que los involucre llegue a una sesión del Consejo de Seguridad.


Fácil de decir, difícil de implementar. No lo niego. Sin embargo, la gravedad de los desafíos globales que no reconocen fronteras (por ejemplo, en varios estados de Estados Unidos ya se han registrado lluvias con material radioactivo del Japón) demanda nuevas formas de hacer política, en todos los órdenes.

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