En la entrada anterior propuse como remedio contra el autoritarismo local el recurso a las autoridades para hacer cumplir la ley como una forma de empoderamiento ciudadano. Sin duda alguna, ese recurso es un ingrediente necesario, pero no siempre suficiente. En algunos casos, la distribución de recursos en la sociedad es tal que conspira contra de la democracia y el imperio de la ley, lo cual hace necesario recurrir a una estrategia adicional.
En efecto, hay situaciones en las cuales cualquier opción que uno escoja puede producir un resultado igualmente dañino. Si uno deja de exigir el cumplimiento de la ley, entonces el autoritarismo local de quien lo oprime a uno (porque le niega un servicio, le impone su voluntad, etc.) sale reforzado. Pero si uno exige ese cumplimiento cuando la ley es injusta, entonces sale reforzado no sólo el propio autoritarismo local, que le permite a uno oprimir al otro, sino también el autoritarismo general de una ley que oprime a los que quedaron en desventaja.
En teoría, las leyes hechas en el marco de un proceso democrático deliberativo deberían tratar los intereses de todos los involucrados de modo tal que siempre prevalezca el interés general. En la práctica sucede muchas veces que los intereses de quienes logran ejercer mayor influencia o presión en ese proceso deliberativo terminan premiados con una protección especial. No obstante, al menos en teoría, en tanto el proceso democrático siga abierto, los afectados por reglas inicuas pueden movilizarse para demandar un cambio.
El caso del autoritarismo local de algunos taxistas demanda de nosotros los ciudadanos una estrategia de cumplimiento de la ley pero también una estrategia solidaria con los taxistas de demanda de mejora de sus condiciones laborales. Esto no es ningún ejercicio de equilibrismo político ni de eclecticismo barato. Es el reconocimiento de que las cosas no son blanco y negro, de que en una sociedad plural es preciso sopesar los intereses distintos de todos los involucrados y de que es necesario también tomar nota de las particularidades del proceso de cumplimiento de la ley, así como de los mayores o menores niveles de confianza que hay una sociedad.
Entre más ciudadanos reportemos los abusos de taxistas abusivos, menor será la tentación de estos taxistas de abusar de sus pasajeros, siempre y cuando se cumpla el supuesto de que el reporte del abuso se traduzca en una sanción por parte de la autoridad responsable. La importancia del caso al cual hice referencia en la entrada anterior radica justamente en la demostración de que ese supuesto, en materia de tráfico, puede estar más cerca de la realidad de lo que nos haría creer nuestro prejuicio hacia las autoridades de policía. Ese caso es importante también en el sentido de que la lucha contra el autoritarismo local puede servir de escuela para luchar contra autoritarismos de una escala mayor, autoritarismos que solamente podremos enfrentar por la vía de un mayor involucramiento y coordinación de parte de los ciudadanos.
Si un taxista es abusivo, que era el tema de la entrada anterior, será difícil esperar un cambio de espíritu en el corto plazo. Sin embargo, la estrategia ciudadana de reporte de sus abusos sí puede contribuir a modificar el curso de sus acciones. Si aumenta la probabilidad de que sea sancionado, entonces disminuirá su tentación de cometer abusos.
Este es un camino distinto para hacer efectivo el cumplimiento de la ley, muy distinto del inveterado recurso al aumento de las sanciones. Quienes defienden esta estrategia razonan partiendo del supuesto de que, como es baja la probabilidad de sancionar al infractor, una sanción alta compensa esa baja probabilidad. En la práctica lo que sucede es que aumenta la propensión a realizar intercambios por fuera de la ley con el fin de evitar el cumplimiento de una ley muy gravosa.
Si queremos aumentar el cumplimiento de la ley, lo que se requiere es mayor capacidad de las autoridades para traducir en sanciones los reportes de los ciudadanos y mayor disposición de los ciudadanos para denunciar los abusos. Una pequeña inversión de tiempo en la obtención de una sanción local puede redundar en el beneficio general de más taxistas cumplidores de la ley.
Es necesario resaltar que la mayor capacidad de las autoridades es en parte resultado de la acción de los ciudadanos. Cuando coordinamos nuestras acciones para demandar una rendición de cuentas de las autoridades, éstas tienen un incentivo para hacer cumplir la ley. En ausencia de esa acción coordinada, el cumplimiento de la ley torna a ser selectivo y arbitrario.
En un comentario a la entrada anterior, Camila planteó el siguiente problema: la renuencia de los taxistas a cumplir con su deber puede ser una consecuencia de sus precarias condiciones laborales. Si esto es así, la estrategia de empoderamiento ciudadano tendría un fuerte componente de opresión a los taxistas, quienes también son ciudadanos. Sería el empoderamiento de quienes toman taxi relativo al desempoderamiento de quienes los conducen.
No creo que el espíritu del planteamiento de Camila sea el de darle carta blanca a todos los taxistas para que no cumplan la ley. Me parece, sin embargo, que sin introducir la distinción entre taxistas abusivos y taxistas no abusivos, los abusivos saldrían ganando mucho del comentario de Camila.
Cuando lo leí, lo primero que me vino a la memoria fue una reflexión del ex-Contralor General de la República Rodolfo González García, un hombre a quien su egregia reputación de corrupto acompaña siempre su nombre. Cito apartes de su discurso de posesión, publicado en los Anales del Congreso, citado por Alberto Donadio en su libro La Llave de la Transparencia: El Periodismo contra el Secreto Oficial.
“Estamos haciendo uso de la moral como una de las tantas partes de la ideología capitalista, para zaherir a aquellos sectores que no se pliegan a los altos intereses privados o a los altos intereses políticos (…)
“La inmoralidad no surge de unas normas legales, no surge de la conducta de un funcionario público, sino que la moral es consecuencia de un estado económico que corrompe las posibilidades de ingreso y de bienestar de las mayorías, y en cambio concentra en manos de unos pocos la riqueza construida con tanto afán y con tanto amor por todos los colombianos.”
En el discurso de González el corrupto no lo es por causa propia. No es ni siquiera un corrupto porque es un corrompido: es alguien dañado por un estado económico injusto. Aunque es a todas veras un discurso distinto del de los Nule, quienes atribuyen la corrupción a nuestra misma naturaleza, en términos prácticos, el de González produce el mismo efecto: el corrupto no está obligado a responder por sus infracciones. No importa si proviene de la sociedad o de la naturaleza. Da igual. El corrupto siempre tiene una excusa.
Así como el corrupto la tiene con respecto a la ley, el taxista también tiene una excusa con respecto al cumplimiento del contrato que suscribió con el pasajero al abrile la puerta. Alguien podría argumentar que la negativa del taxista a prestar el servicio es una manera de reestablecer la igualdad de cargas en un contrato desigual. Si el pasajero se puede bajar antes porque cambió de parecer, ¿por qué no podría el conductor actuar de la misma manera?
Empero, esta forma de ajustar las cargas violaría la expectativa ordinaria relativa a lo que debe hacer un conductor de taxi luego de aceptar llevar a un pasajero. El contrato que taxista y pasajero suscriben es asimétrico a este respecto y creo que no hay nadie que tenga buenas razones para poner esa asimetría en cuestión. Si a mitad de camino un conductor pudiera pedirle a un pasajero que se baje de su taxi, la incertidumbre con respecto al servicio removería el incentivo del pasajero para devenir pasajero. Aunque más incómodo, le iría mejor lléndose a la fija en Transmilenio o en cualquier otro medio de transporte. La misma razón aplica al inicio del trayecto. Aplicaría incluso al acto mismo del conductor de detenerse a la señal del pasajero solicitando su servicio.
Si el conductor de taxi se niega a prestar el servicio, la carga de explicar por qué actúa de esa forma es del conductor de taxi, no del pasajero. Por eso creo que no le corresponde al pasajero preguntar por qué el conductor no le presta el servicio que ha solicitado.
No obstante, quisiera agregar que los seres humanos queremos vivir en un mundo amable, no solamente en un mundo justo. Ateos y agnósticos podemos aceptar como referente común una versión secularizada del dictum de Miqueas (6:8): hemos de practicar la justicia, amar la bondad y actuar humildemente. Con generosidad podemos entonces preguntar a quien se niega a prestar un servicio por qué actúa así.
El tema es que quien ofrece una excusa como respuesta para no cumplir con su deber puede ser del tipo abusivo o del tipo no abusivo. El abusivo explota nuestra dificultad para determinar su tipo confundiéndose con el no abusivo. Dicho de otro modo, como el abusivo sabe que se puede poner la máscara de no abusivo, se sirve de ella para que le aceptemos sus excusas sin fundamento.
Eso fue lo que ocurrió en el incidente de la pasajera al cual aludí en la entrada anterior. Motivado por la pregunta que hizo Camila, recabé información adicional acerca de la ocurrencia de los hechos. Me dijo la pasajera que le preguntó al conductor de taxi por qué no la llevaba a su destino y que este respondió aduciendo que no tenía gasolina. La pasajera le replicó entonces que, si eso era cierto, no entendía por qué había aceptado llevarla. Después ocurrió lo ya narrado: la pasajera le pidió al conductor que la dejara donde estaba estacionada una patrulla de la policía; éste se negó y continuó en movimiento; la pasajera gritó pidiendo auxilio y la policía detuvo al conductor.
El conductor le dijo a la policía que no se había detenido porque había decidido finalmente llevar a la pasajera a su destino. La pasajera lo increpó recordándole que le había dicho que no tenía gasolina. El conductor dijo entonces que su intención era detenerse en una estación para llenar su tanque. La pasajera le replicó que está prohibido llenar el tanque de un vehículo de transporte público con pasajeros a bordo. Al quedarse sin razones para justificarse, el conductor finalmente admitió que había aceptado llevar a la pasajera porque creía que su destino era un lugar más cercano del que ella le indicó.
El autoritarismo local, como todos los autoritarismos, abusa de nuestra disposición para confiar en que quien nos habla nos dice la verdad. Incluso si presume que no le creemos porque somos desconfiados, el autoritarismo local, como todos los autoritarismos, abusa de nuestra dificultad para poner en cuestión sus excusas y sus razones. No en todos los casos puede uno derribarlas exitosamente como lo hizo esta ciudadana. Podemos estar seguros de que, sin la presencia de la policía, la confrontación del abuso argumental del conductor habría dado lugar a otro tipo peor de abuso, en el mejor de los casos meramente verbal, algo típico de todos los autoritarismos.
Dicho esto, no nos debería quedar ninguna duda acerca de la importancia de enfrentar el autoritarismo local, como el de los taxistas abusivos, con una estrategia de empoderamiento ciudadano. Sin embargo, aquí no puede detenerse nuestra reflexión pues nada ha sido considerado todavía con respecto al caso de los taxistas no abusivos.
Varias veces, antes de abrirme la puerta, conductores de taxi me han dicho que se abstienen de prestarme el servicio solicitado porque tienen que “entregar el carro” o porque “hay mucho trancón.” La primera excusa es más admisible que la segunda: el conductor tiene una obligación que prevalece sobre la mera expectativa del pasajero de obtener un servicio. La segunda excusa, ¿es siempre inadmisible?
Quizá una revisión de la tarifa de taxímetro en cada ciudad podría ofrecerle un incentivo a los conductores de taxi para llevar pasajeros a su destino a pesar del trancón. Un aumento no lineal de la tarifa podría compensar el gasto del conductor de permanecer más tiempo en una ruta con mucha congestión de tráfico en vez de prestar su servicio en una zona con poca congestión. Desde luego, ese aumento no lineal no debería ser tan pronunciado como para que los conductores de taxi tuviesen el incentivo de escoger rutas congestionadas.
Esta es, sin embargo, una solución que se queda corta. Muchos conductores de taxi tienen contratos de trabajo sin tener los beneficios que se derivan de un contrato de este tipo. Su situación es más gravosa, no menos, si consideramos que realizan una actividad personal, de forma subordinada, pero sin salario. Como los conductores de otros vehículos de servicio público, lo suyo es la guerra del centavo. Los largos recorridos en distancia y en zonas congestionadas son demasiado costosos para quienes están en tal situación de precariedad.
Dicho de otro modo, los propietarios de taxi que imponen condiciones desfavorables a los conductores generan externalidades negativas que esos conductores y nosotros los pasajeros tenemos que internalizar. Sin la intervención de las autoridades, esta situación no va a cambiar. Así que, así fuera motivados únicamente por nuestro propio bienestar, los pasajeros haríamos bien en solidarizarnos con los conductores de taxi para que, con la intervención de las autoridades, mejoren sus condiciones de trabajo. Pidamos la acción de la acción de la Secretaría de Movilidad y del Ministerio de Trabajo.
Eso sí, quisiera destacarlo, yo nunca me solidarizaría con conductores que expresaran sus reivindicaciones con un bloqueo de la ciudad, tal y como bloquean hoy algunos trabajadores a la Ciudad Universitaria.