* El término blanquito carelimpio de ciudad es empleado por Juan Miguel Álvarez en su libro “Verde tierra calcinada” (2018), haciendo alusión a su condición de citadino, el cual vive en una burbuja aislada y que no es cercana a la realidad de las zonas rurales del país.
Por: Andrés Felipe Salazar Ávila
Después de un año y medio de haber realizado un viaje de trabajo a Arauca, recuerdo una situación donde un hombre que se encontraba a orillas del río Arauca me saludó “hello my friend. Welcome to Arauca”. Ante esto respondí que no era extranjero sino oriundo de Bogotá. Seguramente mi cara roja, sudor en la frente y tez blanca le produjo la sensación a ese lanchero, de que yo era algún foráneo o un individuo extraño, o simplemente un blanquito carelimpio de ciudad.
La extrañeza que se marcó en este simple encuentro es, quizá, una referencia de la diferencia tan tajante que en medios de comunicación y redes sociales se ha utilizado para hacer referencia a los impactos del coronavirus en las diferentes regiones del país. La separación ha sido tan marcada que se habla de dos tipos de lugar: las grandes ciudades y el resto. Este último está conformado por los municipios más pequeños y las zonas rurales, o como coloquialmente varios analistas de medios, investigadores y usuarios han llamado: la Colombia “profunda” o los “territorios”.
Sobre el origen del término “profundo” no hay certeza de cómo ni cuándo surgió. Posiblemente, y haciendo un juicio a priori, la idea de lo “profundo” tiene influencia del término Deep South o “Sur Profundo” en los Estados Unidos, el cual fue utilizado para denominar la zona donde se encontraban las plantaciones esclavistas, que comprende los estados de Arizona y Nueva México. Este término se usó para llamar a la zona rural pobre y con población mayoritariamente afroamericana durante la Guerra Civil (que se dio entre 1861 y 1865). En México, el historiador Guillermo Bonfil usó el término México Profundo para cuestionar la negación de la cultura milenaria indígena que se hizo durante la Revolución Mexicana y así visibilizar el impacto sociocultural y político que los grupos étnicos han tenido en las sociedades latinoamericanas.
En nuestro contexto, el término es asociado al trabajo de Alfredo Molano, quien, por medio de sus escritos e investigaciones, denominó Colombia “profunda” a todas esas zonas olvidadas y marginalizadas por la débil presencia del Estado, que causó el control territorial, armado y social de los grupos al margen de la ley. Y, en especial, lo usó para mostrar a los citadinos “ajenos” a los territorios, la capacidad que los campesinos, los indígenas y los afrodescendientes han tenido para resistir y sobrevivir a la guerra.
Paradójicamente, en estos últimos años y con más fuerza en la actual pandemia, esta mirada hacia la Colombia “profunda” ha estado tergiversada por una visión centralizada en las grandes ciudades. Llama la atención que se haga una separación tan marcada entre ciudades y el campo, cuando la extensión rural de Bogotá es del 75%, la de Medellín del 71,8% y la de Cali del 80% (IGAC, 2015). En términos demográficos, en el Distrito Capital, tan solo el 28% de sus habitantes son cachacos, es decir personas nacidas en la ciudad de origen bogotano; el resto son nacidos o tienen ascendencia familiar fuera de la ciudad, o del país (DANE, 2018). Y si miramos el caso de ciudades como Medellín y su área metropolitana, el 15% de su población es víctima del conflicto armado, cifra no tan lejana al promedio nacional que es del 17,75% (Registro Único de Víctimas, 2020).
Considerando estos datos de contexto, quisiera preguntar: ¿por qué separamos tan categóricamente a esa nación marginada y lejana, o mal llamada Colombia “profunda”, de nuestras ciudades con personas con caritas “limpias” y “blanquitas”? ¿Acaso los problemas de los “territorios” –como si nuestras ciudades no lo fueran también– no son nuestros asuntos?
Seguramente estos asuntos se reconozcan dentro de las agendas de los mandatarios locales, incluyendo aquellos que gobiernan en las principales ciudades. Sin embargo, el término Colombia “profunda”, más que romper con nuestra indiferencia, homogeniza las realidades de las zonas más olvidadas que, además, son distintas. El problema de denominar los “territorios” o usar este tipo de referencias a todo lo que no pertenece a Bogotá, o las principales urbes, es que se puede asemejar las regiones de la Orinoquía y el Pacífico, de igual manera que los mismos municipios de la Sabana de Bogotá o las zonas rurales del Valle de Aburrá. Cuestión que no es cierta, es problemática y profundiza ese enfoque centralista, incluso racista y clasista, si se tiene en cuenta que esta estandarización, niega la diversidad étnica y sociocultural de la población que reside en las zonas urbanas del país.
Ojalá que nuestro interés por visibilizar las necesidades de estos sitios apartados y pobres en esta coyuntura, nos haga cuestionar el uso de expresiones como la “Colombia Profunda” o “los territorios”. Quizá la extrañeza con la que me abordó aquel lanchero del río Arauca se explica en que este país de los blanquitos carelimpios de ciudad, como yo, es el de una minoría. Una minoría que utiliza estos eufemismos porque no es capaz de reconocer que, las realidades de esa “otra” Colombia están a unas cuantas calles de su burbuja.
Observatorio de Tierras
El Observatorio de Tierras es una iniciativa académica que reúne grupos de investigación de la Universidad Nacional de Colombia (IEPRI), el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario (Facultad de Jurisprudencia) y la Pontificia Universidad Javeriana sede Cali (investigador asociado Carlos Duarte) y sede Bogotá (facultad de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales).