Calicanto

Publicado el Hernando Llano Ángel

Paz Política=Verdades+Democracia Vs Guerra=Mentiras+Odio

PAZ POLÍTICA = VERDADES+DEMOCRACIA

Vs 

          GUERRA = MENTIRAS+ODIO 

Hernando Llano Ángel

Estas ecuaciones políticas, sencillas de formular y difíciles de resolver, nos han ocupado y diezmado a los colombianos durante más de medio siglo. En algunas coyunturas históricas tuvimos la ilusión de resolverlas, pero la realidad nos ha demostrado que todavía estamos muy lejos de encontrar soluciones auténticas y duraderas. Con el Frente Nacional se cayó en la ilusión narcisista y oligárquica de reducir la “democracia” a dos partidos, liberal y conservador, que se repartieron el Estado miti-miti, todo ello en nombre de la paz y la concordia. Los eufemismos oficiales y académicos para celebrar tan genial fórmula no se agotan: “Democracia consociacional”, “Democracia Formal”, “Orangután con sacoleva”, “Democracia restringida”, “Democracia asediada” y con la Constitución del 91 se alcanzó el surrealismo político de la “Democracia participativa”.

La mentira democrática del Frente Nacional

Todos los anteriores eufemismos tienen en común que desconocen una verdad política y gramatical inobjetable: no se puede adjetivar un sustantivo inexistente. Más nos convendría reconocer, de una vez por todas, que el Frente Nacional consagró el triunfo impune del País Político sobre el País Nacional, edificado sobre el magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán y las ruinas de la competencia democrática. Porque la democracia es, en primer lugar, “una competencia y un juego abierto por el poder estatal, con reglas ciertas, pero resultados inciertos”, parafraseando a Dankwart Rustow. Exactamente todo lo contrario fue el Frente Nacional, con resultados ciertos a favor de los candidatos seleccionados por los dos partidos tradicionales. Al extremo que cuando en 1970 gana la presidencia la ANAPO con Rojas Pinilla, su triunfo es escamoteado por el entonces presidente Carlos Lleras Restrepo para que asumiera la jefatura estatal Misael Pastrana Borrero, el candidato del partido predestinado por dicha fórmula. Tanto en su comienzo como en el final, el Frente Nacional arrojó a los opositores del sistema político, económico y social a las márgenes de la violencia y la rebelión, o a la cooptación burocrática y clientelista corrupta. Así lo advirtieron con clarividencia dirigentes políticos de entonces, como Gilberto Álzate Avendaño, del partido conservador, y Alfonso López Michelsen, del liberal. El primero señaló proféticamente: “Consagrar constitucionalmente por doce años un monopolio político del Estado a favor de las dos colectividades históricas y colocar fuera de la ley cualquier movimiento popular que eventualmente se forme, es una fórmula antidemocrática y explosiva si no se les permite actuar dentro de los cuadros del Estado tendrían que irrumpir revolucionariamente […] Si se adopta la enmienda del plebiscito, quienes no pertenezcan a ninguno de los dos partidos quedarán sin derechos políticos, destituidos de la prerrogativas anejas a la ciudadanía”[2]. A su vez, López Michelsen pronosticó: “esto lleva al anquilosamiento de los partidos, a la aparición de grupos nuevos sin antecedentes históricos, a la lucha de clases, porque no va a solucionar ninguno de los problemas sociales, y a crear un nuevo grupo o un partido único semejante al mexicano dueño por doce años del país, restándole oportunidades de cambio y aparición de nuevas figuras a la política colombiana”[3]. En realidad, el Frente Nacional se prolongó durante 16 años, de 1958 a 1974, y al fragor de la guerra fría engendró las guerrillas más anacrónicas, criminales y longevas del mundo contemporáneo, pues sus disidencias y la llamada “Nueva Marquetalia” continúan vivas, gracias a su relación simbiótica con la coca. En la coyuntura constituyente de 1989-91, precipitada por los tres magnicidios cometidos por el narcoterrorismo de Pablo Escobar aliado con agencias estatales de inteligencia como el B2, el DAS y el F2, se perdió la oportunidad histórica de una transición democrática, que rompiera para siempre la alianza fatal de la política con las armas. Entonces se desactivó el narcoterrorismo de Pablo Escobar, que rápidamente mutó en la narcopolítica del 8.000 y que llega hasta nuestros días con el escándalo de la “ñeñepolítica”, el “Memo Fantasma” y quien sabe cuántos eslabones y más redes por descubrir. Eso sí, todo ello oculto y maquillado por la narcoestética de las elecciones y los acuerdos políticos, que hoy llevan a la presidencia del Senado y la Cámara de Representantes a políticos procedentes de un entorno familiar criminal, como lo revela la periodista Cecilia Orozco, con el respaldo del Centro Democrático y el Partido Conservador, adalides de las buenas costumbres y los más elevados valores éticos. A semejantes mentiras e imposturas las llaman Estado de derecho e instituciones democráticas, frenéticamente aplaudidas en la reciente instalación del Congreso y la última legislatura del prestidigitador de “la paz con legalidad”, pues ninguna de las dos existe más allá de sus falaces discursos. Duque perpetúa así la gramática y la sintaxis de la mentira y la impunidad en el poder, que heredó de su nominador y padrino político, Álvaro Uribe Vélez, quien bajo el eufemismo de la “seguridad democrática” ocultó más de 6.400 asesinatos de jóvenes pobres, ejecutados por miembros del Ejército en cumplimiento de la Directiva 029 firmada por su ministro de defensa Camilo Ospina. Por eso los ingredientes políticos de la guerra son las mentiras y el odio. Las primeras, sirven para legitimar un orden político que no garantiza los derechos humanos, ni las libertades políticas de sus opositores, que son periódicamente asesinados. Y el odio, porque asocia a todo aquel que desvele sus mentiras e imposturas como un enemigo de la democracia y la patria, un “mamerto” o potencial joven terrorista de primera línea. También por ello es comprensible su empeño y el del Centro Democrático en desacreditar y deslegitimar instituciones como la JEP y la Comisión de la Verdad. Porque ambas están en función de descubrir verdades y que los responsables de tantas mentiras criminales, como aquellas de llamar secuestro o retenciones a crímenes de lesa humanidad y “falsos positivos” a los asesinatos de civiles inermes, reconozcan sin subterfugios y disculpas su autoría y se comprometan a reparar, en la medida de lo posible, a las víctimas sobrevivientes. Solo conociendo todas las verdades, pero especialmente la de aquellos que por su poder institucional o su mando insurgente decidieron sobre la libertad, vida, dignidad y bienes de millones de colombianos, podremos algún día empezar a convivir democráticamente. Porque ninguna democracia se puede edificar sobre cimientos de mentiras, sangre y odios irredimibles. Mucho menos se puede perpetuar de generación en generación un orden político sustentado en complicidades e impunidades intocables, que reproducen cada día más víctimas sedientas de verdades y protege a victimarios que eluden sus responsabilidades, burlando fueros institucionales, con tramoyas legales y prestigios insostenibles. Victimarios que han tejido con el odio y la mentira una realidad política-criminal casi inexpugnable. Pues “el odio es en sí mismo una mentira… existe una filiación casi biológica entre el odio y la mentira…Ninguna grandeza se ha establecido jamás sobre la mentira…Allí donde prolifere la mentira, la tiranía se anuncia o se perpetúa”, como respondió Camus en “Las servidumbres del odio”, en entrevista concedida al diario “El progreso de Lyon”, publicada en las navidades de 1951. Servidumbres de las que nos debemos liberar para forjar la paz política en nuestra sociedad, que nos demanda a todos y todas más verdades y compromiso con la democracia y muchas menos mentiras y odios viscerales que alimentan y prolongan esta degradada guerra.  

[2] Álzate, G. (1979). Obras selectas en la colección Pensadores Políticos Colombianos. Bogotá, Colombia: Editorial Cámara de Representantes.

[3] Vargas, A. (1996). Política y armas al inicio del frente nacional. Bogotá, Colombia: Editorial Universidad Nacional de Colombia.

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