Calicanto

Publicado el Hernando Llano Ángel

¿Entre la transición democrática o la consolidación cacocrática?

¿Entre la transición democrática o la consolidación cacocrática?

Hernando Llano Ángel

Tal es la disyuntiva frente a la cual nos encontramos los colombianos en estas elecciones para el Congreso y la Presidencia de la República. Así lo comprobamos si repasamos los más recientes escándalos en las tres principales coaliciones y los perfiles de los precandidatos y candidatos presidenciales mejor posicionados en los sondeos de intención de voto.

¿Coaliciones políticas o complicidades electorales?

Primero, presenciamos el escándalo erótico-electoral protagonizado por Alex Char y Aida Merlano en la Coalición por la Experiencia o Equipo Colombia. Escándalo que nos revela bien el origen del nombre inicial de dicha coalición dada su probada experiencia para ganar comicios comprando votos y robando la confianza de ciudadanos ingenuos. También su capacidad como equipo para atraer a sus filas a valiosas mujeres como Caterine Ibarguen y ponerla a saltar al vacío de la politiquería y el clientelismo bajo la dirección y entrenamiento de una especialista en el tráfico de votos e intrigas, como Dilian Francisca Toro, que ahora autodenomina a su empresa electoral el “partido de la Unión por la gente”. Un “Equipo Colombia” donde además destacan figuras como Federico Gutiérrez, Fico, que parece estar en el concurso “Yo me llamo” representando una versión vulgar y juvenil de Álvaro Uribe Vélez, impostando su voz con expresiones tan prosaicas y destempladas propias de un culebrero paisa.  En la segunda coalición, la de la Esperanza, la agria controversia entre Ingrid Betancourt y Alejandro Gaviria sobre las maquinarias y los votos cautivos, replicada recientemente por la disputa entre el plebeyo Carlos Amaya y el patricio Juan Manuel Galán, nos muestra claramente el peso determinante de la tradición familiar y de la clase social para coronar con éxito una carrera política. Y, para terminar, la escabrosa denuncia contra Piedad Córdoba como candidata al Senado por la coalición del Pacto Histórico, nos pone de nuevo presente las deletéreas y deslegitimadoras relaciones entre la política y la violencia, que también proyecta sombras del pasado guerrillero de Petro sobre el presente y futuro electoral de su coalición para el Congreso y propia candidatura presidencial.

Perfiles difuminados y cuestionados

Sombras que están siendo difuminadas en forma intensa, tendenciosa y tenebrosa por las redes sociales, atribuyéndole responsabilidad en crímenes horrendos no probados como muestra la serie de vídeos denominada “Pacto de Silencio”, que hace contrapeso a los presentados por la serie Matarife sobre el expresidente Álvaro Uribe Vélez. Todo lo anterior es más propio de  una cacocracia que de una democracia, pues sus dos principales figuras aparecen gravemente comprometidas  con la violencia y la ilegalidad desde espectros ideológicos antagónicos. Gustavo Petro con la rebelión en un pasado lejano, sepultada en los escombros de la violenta toma del Palacio de Justicia ejecutada por el M-19 en 1985, siendo entonces Petro personalmente ajeno a semejante extravío político y militar, pues no pertenecía al Comando central de dicha guerrilla al mando de Álvaro Fayad, cerebro de semejante delirio. Y Álvaro Uribe con la represión estatal y el apoyo de las AUC en un pasado cercano y su “exitosa Seguridad democrática” que dejó más de 6.000 ejecuciones extrajudiciales o “falsos positivos” de jóvenes cruelmente engañados y asesinados. Legado que se prolonga hasta el actual gobierno de su partido, el Centro Democrático, con sus funestos resultados en el deterioro de la seguridad ciudadana y el auge incontrolable de la criminalidad común y política, bajo la cínica bandera de “Paz con legalidad”. Así las cosas, cada ciudadano afín a dichos líderes, sus proyectos políticos y partidos se encuentra frente a dilemas decisionales que superan lo electoral y comprometen su juicio ético y moral, en tanto persona responsable y no un simple elector manipulable. En verdad, es una decisión difícil de tomar, teñida de emociones, sentimientos de odio y amor, miedos y esperanzas, que la convierte más en una cuestión pasional que racional. Quizá por lo anterior aparece con tanto auge la figura quijotesca de Rodolfo Hernández que se disfraza de antipolítico y se exhibe como empresario exitoso e incorruptible, salvador de la Nación. Embuste con el cual seduce fácilmente a millones de ciudadanos incautos, hastiados de la violencia y la corrupción, que prefieren no pensar sino confiar ciegamente en una persona tan patética y superficial que confunde la política con los negocios y la complejidad de una nación, como la nuestra, con la administración exitosa de una empresa de ingeniería como la suya. Tal confusión conlleva no solo una corrupción irreparable e irreversible de la política, ya que la gravedad de nuestros conflictos sociales y económicos no son superables con simples decisiones empresariales y administrativas o con voz de mando patronal, sino con acuerdos sociales que implican transformaciones históricas que afectarán privilegios y desigualdades cada día más inadmisibles. Es decir, acuerdos públicos y no simples decisiones personales sobre cuestiones tan cruciales como la justicia social, el modelo de desarrollo económico y la sostenibilidad ambiental, que no dependen solo de la buena voluntad de un gobernante sino de numerosos actores políticos y sociales con legítimos y contrarios intereses en conflicto. Es todo lo anterior lo que menosprecian antipolíticos como Hernández y expresidentes tan incompetentes y corruptos como Trump, incapaces incluso de reconocer hasta sus derrotas electorales y de separar sus intereses empresariales de los públicos y generales. Por ello es que en las elecciones de marzo, mayo y junio lo que está en juego no solo es quien gana, sino algo mucho más trascendental. Vamos a decidir si avanzamos hacia una transición democrática y dejamos atrás este régimen cacocrático o, por el contrario, lo consolidamos por otros cuatro años. Y esto último acontecerá si botamos nuestro voto al elegir a los menos competentes y comprometidos con los intereses públicos, la paz política, la equidad social y la sostenibilidad ambiental. Es una decisión indelegable que cada persona debe tomar teniendo en cuenta que no solo está en juego su vida, seguridad y prosperidad, sino la de toda la sociedad y nuestras futuras generaciones.

 

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