Bernardo Congote

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¿Nosotros? ¡Sobreviviendo! ¿Las Iglesias? ¡Vacías! ¡Aleluya!

Estamos enterrando a nuestros muertos en silencio. Como sus cadáveres se lo merecen. Sin alharacas predicadoras. Sin inciensos ni mirras.

Nos los entregan a la puerta de los hospitales y caminamos con sus cadáveres hacia alguna funeraria donde nos encontramos con algunos deudos, pocos amigos, otros familiares y uno que otro vecino.

Después depositamos el cajón que contiene sus huesos en una carroza fúnebre que, según nos dicen, los lleva a abrazarlos en el fuego crematorio. Días después nos llaman para entregarnos un cajoncillo que, presuntamente, contiene sus cenizas.

Con ellas entre manos, invitamos a nuestros próximos para cenar y brindar por la vida. Nos tomamos una copa de vino en nombre de quien nos acompañó hasta ayer.

En nombre de quien nos acompañó a entonar himnos de alegría brindamos por sus abrazos y sus besos. Por quien nos ayudó a traer al mundo a nuestros hijos. A criarlos. A hacerlos humanos. ¡Brindamos por la vida!

Luego volvemos a vivir en la nube virtual desde la cual estamos trabajando.  La nube dentro de la cual nos estamos educando. La nube que nos ha llenado de reales esperanzas.

La nube a través de la cual nos estamos prometiendo abrazos próximos. La nube a través de la cual vemos rostros que, en otras épocas, habríamos olvidado.

La nube a través de la cual nos prometemos abrazos y sentarnos a tomar chocolate con queso y almojábanas “tan pronto se pueda”.

Estamos sobreviviendo gracias a una nube tecnológica inventada por unos desquiciados que alguna venturosa vez decidieron dedicarse a la ciencia.

Esa nube ha sido creada en los laboratorios donde estudiantes permanentes, casi insomnes, a veces al borde de la desesperación, la enfermedad o la muerte, lo han descubierto todo.

Todo lo que vemos. Todo lo que tocamos. Todo lo que escuchamos. Todo lo que olemos. Todo lo que comemos. Todo lo que defecamos.

En los laboratorios de ayer, nacieron la rueda, el arado, el fuego y la pólvora. En los laboratorios de hoy nacen los cohetes, las naves espaciales. ¡Las vacunas!

Los satélites que rondan el planeta nos conectan dentro de la nube. Esos satélites también salieron de la mano de los científicos.

Fueron científicos los que inventaron el celular mediante el cual ahora saludamos a nuestros nietos, abrazamos a nuestros hijos y nos prometemos con nuestros amigos.

Son científicos los que hace unos pocos días anunciaron la probable vacunación de miles de millones de esperanzados en que la sobrevivencia se convierta de nuevo en vida.

Son científicos que no tienen tiempo de visitar iglesias, ni de escuchar predicadores. Tampoco de arrodillarse a confesar pecados que nunca tuvieron.

Afortunadamente olvidaron que cuando niños fueron bautizados con agua helada; a comuniones donde se comía pero no se podía masticar a los dioses; a misas donde los predicadores anunciaban la llegada del apocalipsis.

Pues bien. Ese apocalipsis no llegó pero sí nos tocó sobrevivir a su coletazo. Nos encontró desprevenidos y tuvimos que encerrarnos de urgencia en nuestras casas, cuevas y cambuches.

Ese coletazo pandémico lo creamos nosotros. Por nuestros hábitos de comer, de empujarnos los unos a los otros, de ensuciar nuestro hábitat con nuestras heces, de envenenar nuestras aguas, de incendiar nuestros bosques.

El coletazo apocalíptico que hemos creado por nuestras improvidencias esperando que algún dios (inventado por nosotros) venga a salvarnos, lo estamos superando.

Un 90% de los infectados por el virus se ha recuperado. Y ha dejado vacíos los templos. El apocalipsis que se nos anunciaba devastador se ha convertido en un huracán cuyos vientos tienden a aplacarse mientras ha logrado enfriar el humo asfixiante de las iglesias.

Hemos enterrado a nuestros muertos. Nos hemos reencontrado con nuestros amigos. Nos hemos abrazado con nuestros familiares. Nos hemos prometido amores y abrazos “cuando se pueda”. Y seguimos trabajando. Sin necesidad de iglesias.

Las plazas que antes de ayer se llenaban con desesperados esperando un abrazo de sacerdotes incapaces de abrazarse a sí mismos, están vacías desde hace varios meses.

Los cuidanderos de las plazas salvadoras están sin oficio. El cuidandero de la  más grande está dedicado a garantizar que su patria, la Argentina, se hunda en la miseria.

Es cierto que sólo la conservación de la miseria y la pobreza garantizará que, mañana, en algún momento, esos miserables menesterosos soliciten la  reapertura de los templos donde se les lamen sus llagas a cambio de una limosna.

Sin iglesias continuamos sobreviviendo en la nube tecnológica día a día brindando por la vida, mientras contemplamos, en silencio, la cajilla donde están depositados los huesos de nuestros muertos.

Estamos sobreviviendo. ¡Lo estamos logrando!

Los científicos, hoy como ayer, nos han tirado todo tipo de salvavidas. Algunos de ellos, han entregado sus propias vidas en el intento. Y lo seguirán haciendo. Los científicos son los únicos que, para fortuna, no tienen remedio.

Por ellos también hemos brindado. Han probado ser la única puerta por la cual pudimos escaparnos del coletazo pandémico. La única por la que podremos escaparnos de los otros que vengan.

El apocalipsis viral se ha probado impotente para derrotar la condición humana. La estudiosa. La creativa. La inventiva. La artística. La musical. La teatral. La escritora.

¡Aleluya!

 

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