Bernardo Congote

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¡¿Por qué se suicida un universitario?!

Porque sus mayores le hemos engañado desde niño. Y una vez llegado a la educación superior, su entendimiento se encuentra indispuesto a seguir tolerando mentiras.

 

Padres de familia y profesores, recibimos niños de la vida para asfixiarlos con creencias que, generalmente, no hemos sido capaces de poner en duda. Nuestra capacidad para tragar entero nos hace reproductores de mentiras.

 

Una de las más gruesas, consiste en que, les vendemos a nuestros hijos y estudiantes la idea de que la vida es una autopista sin curvas, sin subidas ni bajadas y sin tormentas, gracias a lo cual puede manejar su “auto” por ella sin preocupaciones.

 

Y que, si le surge algún tropiezo, no debe preocuparse porque “dios proveerá” dado que, al fin de cuentas, “todos vamos camino hacia el cielo”.

 

Así las cosas, el niño, inerme, es entregado por sus mayores a manos de los bautismos, confirmaciones y comuniones divinas que “le llevarán al cielo”. Y a medida que crece, le creamos la obligación de confesar pecados inocentes e ingenuos, llenándole de confusiones angustiosas.

 

Ellas son “resueltas” por sus mayores con oraciones alucinantes o con silencios sepulcrales. Y en ambos casos el niño crece cada vez más ansioso: nadie le ama. Sólo oye a mentirosos que tapan sus mentiras con otras peores: su vida personal es mentirosa: incorrecta, inmoral, corrupta, infiel o mal tratante.

 

Para agravar los mal tratos paternales, le sumamos los escolares. La escuela sólo reproduce las mismas mentiras familiares revueltas con visiones falazmente científicas en una mezcla que profundiza la oscuridad de su túnel.

 

Memorizar textos. Repetir lo que dice el maestro. No preguntar. No criticar. No poner en duda “los valores” colegiales. “Portarse bien”. “No entender al diferente”. “Discriminar al homosexual”. “Perseguir al ateo”.

 

A pesar de todo, el niño llega a adolescente. Cargando con un cuerpo que crece con fuerza sexual incontenible, esta señal de vida es tratada como un “grave pecado” por sus mayores. El sexo así pervertido, enseña que crecer es una tortura.

Sobre todo, porque, sexualmente, sus “mayores” actúan inmoralmente: mintiendo, escondiendo, evadiendo. A medida que el niño se fortalece sexualmente, sus mayores nos infantilizamos.

 

Es aquí cuando “la calle” entra a imponer sus rudas reglas. La calle es un escenario de verdades. Educa a su propia manera. Primero, porque por ninguna parte aparece la tal «autopista». Segundo, porque allí no hay intermediarios. Es directa. Sus obstáculos  y verdades aparecen desnudos. ¡Ella termina de atropellar al inerme!

 

La calle está ocupada por ladrones. Prostitutas. Redes sociales. Pornografía. Violencia. Guerra. Violaciones infantiles a cargo de los predicadores del amor. Impunidad de los violadores. Mal trato infantil. Brutalidad adulta.

 

La calle termina la faena perversa iniciada por los mayores. «Educa» sin contemplaciones. Le lleva por callejones oscuros donde, año tras año, se siente más solo. Para peor, ahora sus mayores están dedicados a trabajar. Ninguno está cerca para acompañar. Abrazar. Acariciar.

 

Sobreviviente de su joven vida llena de mentiras, evasiones y enredos, el joven entra a la universidad. Y esta tiene la virtud de elevar sus problemas a un nivel superior. El joven conoce que sí hay herramientas para criticar las creencias. Y se topa con que la ciencia no se basa en creencias sino en ideas. ¡Doble frustración! ¡Doble traumatismo!

 

Después de 15 o 20 años manipulado, el joven universitario ya tiene herramientas para entender que fue puesto preso por sus mayores. Y, peor, ¡que ama a sus carceleros! ¡Y que estos se han dedicado a impedirle romper sus cadenas porque, hacerlo, “le llevaría a los infiernos”!

 

¿Cuál es entonces el camino? ¿Dónde hallar la autopista? ¿Dónde está la “solución recta y no problemática de una vida asfixiada por mentiras y mentirosos? ¡En la muerte!

 

Sí. También desde niño le enseñamos que un agonizante colgado de una cruz fue un héroe que murió para salvarnos. Sin razón por la cual el joven de ahora no tiene inconveniente en lanzarse desde el último piso de un edificio para encontrarse con su salvador en el duro pavimento.

 

¡La muerte salva! Le enseñamos. Él se suicida porque así se lo enseñamos.

 

(Inmediatamente sus mentirosos mayores salimos a llorar; a culpar a otros; a protagonizar melodramas farsantes. Desde niño hemos conducido al joven a la muerte y, una vez suicidado, ¡no entendemos lo que pudo haberle pasado! ¡Qué desvergüenza individual y colectiva!).

 

Zuletiana. “La dificultad de nuestra liberación procede de nuestro amor a las cadenas” (Elogio de la dificultad, Cali. FEZ, p. 15).

 

El autor es profesor universitario colombiano, miembro del Consejo Internacional de la Fundación Federalismo y Libertad de la Argentina (www.federalismoylibertad.org) y autor del libro La Iglesia (agazapada) en la violencia política (www.amazon.com)

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