En su proceso de sanación hacía falta uno: la terapia kafkiana. No supo cómo terminó yendo a no se sabe dónde, en compañía de no se sabe quiénes o atendido por quiénes otros desconocidos. De pronto por allá escuchaba una voz que probablemente le era familiar. Pertenecía a su psicoanalista. De un momento a otro, en ese salón amplio de una casona sin muebles, una a la que llamará “terapista” salió cargando un bultillo de cucarachas. Eran pequeñas. Amarillas. No ofrecían reacción alguna ni por su tamaño ni por su color. Pero lo cierto es que una nube de centenares de estos animalejos fue penetrando por todos los pliegues de su ropa produciéndole sensación de picazón, primero y de ampollamientos después. Paso a paso en la medida en que permitía que las cucarachas chuzaran todos los pliegues de su piel, se sentía apabullado primero por cierta picazón pero, al tiempo, por unas y otras diversas ampollas en todas partes. Quería salir huyendo de allí (¿de dónde?) pero su disciplina sanadora le obligaba a cumplir con este otro proceso. “El que le faltaba”, según le oyó decir a alguien desconocido. La ampolla que más le alarmó fue una que sintió en la palma de su mano derecha, precisamente en la articulación de la falange inferior del meñique con la palma. Era cuasi redonda, blancuzca, del tamaño de una cucaracha y su ardor desató en él una ira desaforada. “¡Ahora no podré escribir!” Gritó desaforado. Y se fue gritando y puteando por toda la casa, topándose con otros próximos que, tirados en el suelo, se deshacían también en gritos de dolor, de asco, de desazón, de ira. O sea, se vio sin posibilidad alguna de hallar consuelo. O de encontrar que se le permitiera escapar de esa tortura sanadora. Fueron de tal grado sus gritos que, de un momento a otro, una mujer con vestido de enfermera salió de alguna parte con tres botellas de agua y se las dio diciéndole: “¡Váyase y tómese el agua y luego, pida cita con alguien para que después de que pase todo, revisen cuáles fueron los efectos de su terapia!” Pero se dijo: “¿A dónde ir plagado de cucarachas picándome? ¿En qué podría irme? ¿En bus? ¿En bicicleta? ¿Y cómo? ¿Caminando? ¿Corriendo?” De pronto le dirigió la mirada a la presunta enfermera y ella, socarronamente, le susurró: “Claro está que si Ud. se va, probablemente el procedimiento fracase”. Le preguntó qué querría decir ese fracaso y le dijo sottovoce: “Si se escapa, probablemente Ud. no logre que salga de usted su capacidad de estar contento con la vida. ¡Ud. verá si se va o se queda!”
Se despertó. Dio algunas vueltas en su cama, se hizo consciente de estar en ella haciendo una siesta y de haber vuelto a esta vida. Y se puso a escribir.
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